
A lo largo de este año, una de las acusaciones más persistentes en contra del oficialismo fue la de censura. Los periodistas han dado cuenta de diversos actos encaminados a silenciar opiniones o esconder investigaciones que incomodan a funcionarios públicos de alto nivel, que van desde ataques directos contra periodistas en foros públicos oficiales, como la conferencia matutina o el Martes del Jaguar, hasta acciones judiciales en contra de medios y reporteros, e incluso iniciativas de legislación para controlar la información que se difunde en la radio, televisión e Internet.
Es cierto que en México ya teníamos un problema grave de violencia física en contra de periodistas, pero los actos de censura que aquí he señalado provienen directamente de las autoridades, lo que exhibe la gravedad y profundidad que ha alcanzado el problema, que ya es estructural. La censura se está oficializando. Ya no sólo se trata de ciudadanos o grupos de delincuencia organizada que atacan a los periodistas para que no revelen información que los perjudique, sino que los tres Poderes del Estado han logrado coordinarse para castigar a quienes critican al Gobierno. La censura viene desde arriba.
Funcionarios como Layda Sansores, Rocío Nahle o la propia Presidenta se limitan a asegurar categóricamente que en México no hay censura, como si la simple negación borrara los hechos, como si se tratara de una cuestión de perspectiva. La censura nunca se anuncia por su propio nombre. No hace falta que se derogue el artículo 6º constitucional, o que se prohíba expresamente la libertad de expresión para que haya censura. No tenemos que esperar a que se emita una “Ley de Censura” para admitir que en México ya no se puede criticar libremente al Gobierno.
La censura se construye gradualmente, con hechos que poco a poco van reduciendo el margen de opinión, o limitando el acceso a la información, y que finalmente inhiben la libertad de expresión. Los periodistas se enteran de que algún colega fue demandado o encarcelado por sus opiniones, o de que un medio fue condenado a retirar un reportaje y comienzan a sentir miedo de publicar los suyos. Los ciudadanos que querían manifestarse se enteran de que otros manifestantes fueron arrestados por hacerlo, y desisten de acudir a la marcha. No todos los intentos de censura logran su objetivo, pero la postura y reacción del Gobierno frente a la crítica, y la acumulación excesiva de poder público sin duda provocan un efecto inhibitorio.
En México, los hechos hablan por sí mismos. En abril de este año, Morena presentó su iniciativa de legislación secundaria para regular las telecomunicaciones y radiodifusión. El dictamen contenía artículos que abiertamente permitían el bloqueo de plataformas digitales bajo condiciones arbitrarias, y que exigían la revisión previa del Gobierno de cualquier contenido proveniente del extranjero. La ley se aprobó con cambios menores tres meses después. En julio, Layda Sansores consiguió que una jueza en Campeche impusiera un censor oficial al periódico Tribuna, y al periodista Jorge González para revisar previamente cualquier información que se publicara sobre ella. También en julio, el Instituto Electoral de Tamaulipas ordenó al periodista Héctor de Mauleón retirar el contenido de su columna que señalaba vínculos entre el Poder Judicial y el huachicol.
En octubre, Morena inició el proceso para aprobar la nueva ley en materia de extorsión. La ley se aprobó con una definición amplia y ambigua del delito de extorsión, en la que prácticamente cualquier crítico del Gobierno podría encuadrar, con el riesgo de que se le imponga pena de prisión. En noviembre, varios asistentes a la manifestación de la Generación Z y el Movimiento del Sombrero, fueron arrestados por “tentativa de homicidio”. En diciembre, la Fiscalía General de Veracruz arrestó al periodista Rafael León, por el delito de terrorismo, por “producir alarma, temor y terror en la población”. Los hechos demuestran que el 2025 ha sido un año de retrocesos para la libertad de expresión en México.
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Cortesía de El Economista
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