A 40 años del robo al Museo Nacional de Antropología


Más allá de su relevancia histórica, hay sitios que generan vínculos de intimidad con las personas. Es mi caso con el Museo Nacional de Antropología. Por eso, el llamado “robo del siglo” que sufrió hoy hace 40 años, en la Nochebuena de 1985, sacude la memoria personal.

Mi padre adoraba ese museo. Cuando le diagnosticaron cáncer, se dedicó a visitar sus sitios favoritos. Llegaba a mi estudio sin avisar, me tomaba de la mano y ordenaba: “Vámonos al Museo de Antropología porque quiero ver la exposición…”. De nada valían mis argumentos de “tengo que trabajar”. Ahora me alegro de haberlo acompañado para ver su emoción frente a la Piedra del Sol, la Coatlicue, la máscara de Pakal, la del dios Murciélago de Monte Albán, la sala Olmeca…

En 1978, el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez ya era reconocido mundialmente y yo era una estudiante que llegué a su despacho en el Pedregal a realizar, para una revista universitaria, la primera entrevista de mi vida. Y no se me olvida: la seriedad con la que tomó cada pregunta, el tiempo que se dio para contestarla y su caballerosidad. Acerca del MNA decía: “Mi propósito fue romper la inercia de los viejos museos, tipo Louvre, como espacios destinados a presumir tesoros y que parecen decir: ‘Vengan a ver lo que tengo’, cuando algunos de los acervos más bien podrían sugerir: ‘Vengan a ver el botín’. Nosotros lo concebimos como un aula audiovisual y eso cambió todo”. Para el arquitecto, el museo era la institución educativa de más alto nivel, y la visita debía producir “la misma consecuencia que un buen relato”.

En la Navidad de 1985, amanecimos con la noticia del robo. Mi hijo Miguel había nacido unas semanas antes y yo me recuperaba de una cesárea y del impacto por los terremotos de septiembre de ese mismo año. No podía creerlo: se llevaron más de cien maravillas de valor incalculable, como la máscara de jade y el ajuar funerario de Pakal, múltiples piezas de oro procedentes del cenote sagrado de Chichén Itzá, de la sala Maya; la vasija de obsidiana en forma de mono, de la sala Mexica; la máscara del Dios Murciélago y orfebrería mixteca procedente de la Tumba 7, de la sala Monte Albán; además de pendientes y collares de oro de la región mixteca, discos de madera recubiertos con mosaico de turquesa, el Chimalli de Yanhuitlán…

Tres años y medio después, en junio de 1989, cuando se recuperó gran parte del tesoro, Felipe Solís, entonces curador del museo —en 2000 se convertiría en director— era el más feliz. Corrí a entrevistarlo y a ver con él la exposición de las piezas recuperadas para hacer la nota. Al desempacar la vasija del mono de obsidiana me confió que, desde niño, cuando visitaba el museo, esa pieza “lo enloquecía” por su carga mágica. El día del robo acudió como testigo a realizar la lista de las piezas sustraídas.

En esos días, una joven amiga me contó que conocía desde niña a uno de los ladrones, Ramón Sardina, y que él mismo le advirtió en la adolescencia: “Voy a pasar a la historia, ya lo verás”. Cuando vio la foto de su gran amigo en la televisión, como prófugo, se paralizó. Nunca más lo volvió a ver. Se esfumó. Celia Gutiérrez de Ruz, historiadora e investigadora del MNA, había llorado el robo y ahora lo hacía de nuevo, abrazada a Mariana Westheim, pero de emoción al ver las piezas de vuelta. Advertía que la experiencia era una gran lección: educar en amor al patrimonio, defenderlo hasta con las uñas y elevar el presupuesto para su preservación.

A 40 años del robo, la vigencia de sus palabras permanece esta Navidad. Para hacer del pasado no un diván, sino un trampolín, como dice Jodorowsky. ¡Felices fiestas!

Cortesía de El Informador



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