A 80 años de los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki

El 6 de agosto de 1945 una desgracia antes inconcebible cayó sobre los habitantes de Hiroshima. La primera bomba nuclear fue lanzada desde un bombardero estadounidense. Habían sido víctimas, escribía el periodista John Hersey en 1946, “del primer gran experimento del uso de la energía atómica que ningún país, salvo Estados Unidos […], podría haber desarrollado”. Como si crear el infierno en la tierra una vez no fuera suficiente, una segunda bomba atómica, más poderosa, fue lanzada sobre Nagasaki el día 9. Con estos ataques, pretendería el gobierno de EU después, se había derrotado a Japón y salvado un millón de vidas… las de soldados estadounidenses, una mentira como se reveló pronto. La valoración de ciertas vidas humanas –las de “nosotros”– y el desprecio por las “otras” –“enemigas”, característica de las guerras criminales actuales, dejó un abismo de espanto, sufrimiento y muerte en estas ciudades y en el mundo.

FERIA DE SAN FRANCISCO

En Hiroshima murieron unas 140,000 personas, de una población de 250,000. En Nagasaki,74,000. El número de muertes, ya espeluznante, no resume siquiera el horror de una “prueba” que el gobierno estadounidense presentó entonces como una gran hazaña de la humanidad. Para vislumbrar el horror del inicio de la era atómica vale la pena releer el reportaje “Hiroshima” de Hersey, publicado en The New Yorker en agosto de 1946. En las calles, campos y casas de esa ciudad, miles de hombres, mujeres, niños/as, primero cegados por un fogonazo de luz, murieron quemados, asfixiados, desangrados, por los efectos inmediatos de la bomba y por la falta de atención médica: con los hospitales destruidos, sin insumos suficientes, los escasos médicos sobrevivientes, muchos de ellos heridos o incapacitados, poco podían hacer para salvar vidas o atenuar el sufrimiento de miles y miles de personas. “De 150 médicos, 65 ya estaban muertos y la mayoría de los demás heridos. De 1780 enfermeras/os, 1654 estaban muerta/os o demasiado dañadas/os para trabajar”.

Según relata Hersey, con base en testimonios de sobrevivientes, la monstruosidad que se abatió sobre la población de Hiroshima fue tan descomunal que quienes no habían quedado incapacitados apenas podían reaccionar. Destaca, sin embargo, cómo, ante la visión dantesca de miles de personas heridas, quemadas, moribundas, dos médicos, un jesuita, un pastor metodista, entre otros, respondieron a la emergencia, aún incomprensible, con una energía y una fortaleza apenas imaginables. Cuenta también cómo la gente intentaba dar sentido a lo incomprensible (heridas sangrantes por todo el cuerpo, quemaduras extrañas, una lluvia nunca antes vista, aguas envenenadas, un viento de fuerza inusitada) con metáforas como “una canasta de bombas de fragmentación” o la hipótesis de que los aviones enemigos habrían rociado gasolina.

La explicación que les llegaría después sería igualmente incomprensible a corto plazo. Habían vivido una calamidad provocada por seres humanos que habían apostado por la guerra total. Como documenta la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, en inglés), en los años siguientes aumentaron entre la población la leucemia, todo tipo de cáncer, la muerte prenatal e infantil, los daños cerebrales y las limitaciones al desarrollo físico e intelectual en las nuevas generaciones. Los efectos de las bombas siguen presentes hoy, afirma la organización.

Para desgracia nuestra, la fisión nuclear abrió la puerta a los demonios. Pese a décadas de supuesta contención, la proliferación de armas atómicas no ha cesado. El Tratado de No Proliferación Nuclear no incluye a todos los países con armas de este tipo. Según reporta ICAN, en 2024, nueve potencias nucleares gastaron 100,000 millones de dólares en armas de destrucción masiva.

En un mundo amenazado por el cambio climático, el hambre y las guerras en curso, seguir invirtiendo en instrumentos de violencia, dolor y muerte es acelerar el suicidio. Hacia allá parecen dirigirnos corporaciones y gobernantes mentirosos, autoritarios y militaristas. Oponerse a la guerra, construir una resistencia pacifista internacional no es utópico, es una urgencia vital.

OBRAS DE INFRAESTRUCTURA HIDALGO

Cortesía de El Economista



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