
Existe un lenguaje que no figura en los diccionarios, uno que se asimiló en la sobremesa y se escuchó de la voz de quienes cocinaron a diario. Es el lenguaje de la cocina en México, una forma de entender el mundo a través de la comida. Estas frases, cargadas de perspicacia y humor, son el testimonio de una cultura que piensa, siente y habla con el estómago. Pero, ¿cómo se cocinó este sazón hecho palabra?
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“Las penas con pan son menos”
“Barriga llena, corazón contento”
Su eco resuena en el refranero español del Siglo de Oro, pero en México adquirió un significado propio. La referencia histórica más profunda nos lleva a la cosmovisión náhuatl. Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia general de las cosas de la Nueva España, documentó cómo los mexicas creían que las entidades anímicas residían en distintas partes del cuerpo. Una de las más importantes, el tonalli (asociado al calor, destino y alma), se alojaba en la cabeza, pero el ihíyotl (vinculado a la vitalidad, las pasiones y la fuerza vital) residía en el hígado. Un estómago satisfecho aseguraba un hígado sano, y por ende, un espíritu (ihíyotl) tranquilo y enérgico. La frase es, entonces, la fusión de los conceptos.
“A darle, que es mole de olla”
Este dicho huele a fiesta comunitaria de los siglos XIX y principios del XX. A diferencia de los moles ceremoniales de pasta, que implicaban días de preparación y eran reservados para bodas o fiestas patronales de gran envergadura, el mole de olla era el platillo de las celebraciones más espontáneas y populares. Históricamente, era el guiso de las comilonas tras un día laboral. Su mención evoca esa urgencia festiva de la vida rural posrevolucionaria: una oportunidad de comer bien, en abundancia y en comunidad.
“Le pusieron el dedo en la llaga”
La referencia histórica aquí nos remite a la economía del pulque, que tuvo su apogeo en los llanos de Apan entre los siglos XVIII y XIX. Las grandes haciendas pulqueras perfeccionaron el arte de la extracción del aguamiel. El tlachiquero, el trabajador especializado, usaba un acocote para succionar el líquido de una cavidad o “llaga” que se labraba en el corazón del maguey. Poner el dedo o cualquier instrumento de forma incorrecta en esa herida podía dañar la planta irreversiblemente o contaminar el aguamiel. La frase, por tanto, nace de la jerga de un oficio preciso y fundamental para la economía de la época, describiendo un acto que requiere exactitud para no echar a perder un proceso delicado.
“Las penas con pan son menos”
Esta frase es un “fósil lingüístico del Virreinato”. Con la imposición del trigo, el pan se convirtió en un alimento central en las ciudades de la Nueva España, aunque la tortilla nunca perdió su trono. Panaderías como la de “Bizcochos de San Francisco” en la Ciudad de México del siglo XVII ya eran instituciones. El pan, especialmente el de dulce, se volvió un consuelo accesible para la población urbana. Cronistas de la época, como Artemio de Valle Arizpe, describen el pan como un elemento cotidiano que marcaba el ritmo de la vida. El dicho refleja esa realidad colonial: ante la angustia, el acceso a un alimento calórico, dulce y relativamente barato como un pan de piloncillo, era un alivio inmediato y tangible.
“Las penas con pan son menos”
“Echarle mucha crema a sus tacos”
Es un dicho relativamente más moderno, probablemente de mediados del siglo XX, y su origen es netamente urbano. Nace con la explosión de las taquerías en la Ciudad de México. En la década de 1950, el taco se consolidó como el estandarte de la comida callejera. La crema ácida, aunque es un derivado lácteo de origen europeo, se popularizó en esta época como un aderezo económico. En un principio, su uso era moderado, pero en las taquerías de menor calidad, una cantidad excesiva de crema podía servir para enmascarar la escasez o el sabor deficiente de la carne. El comensal aprendió a desconfiar del taco demasiado “encremado”. Así, la expresión se convirtió en sinónimo de alguien que adorna o exagera para ocultar una carencia.
“Salió más caro el caldo que las albóndigas”
“Salió más caro el caldo que las albóndigas”
Esta expresión, presente también en España, tiene una resonancia particular en la economía doméstica mexicana de la posrevolución y mediados del siglo XX. En una época de recursos limitados, la cocina de aprovechamiento era ley. Las albóndigas, hechas con carne molida, eran una forma de estirar la costosa proteína. Sin embargo, el “caldo” que las acompaña no era simple agua; un buen caldillo de jitomate requería producto fresco, ajo, cebolla, y a veces un hueso para dar sabor, ingredientes cuyo costo, en tiempos de inflación, podía rivalizar o superar al de la propia carne. El dicho es el eco de las cuentas que hacían las jefas de familia.
Cortesía de El Economista
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