
Mi padre nos avisaba el viernes: “este domingo vamos a pueblear”. Frase esperada porque la convivencia familiar del fin de semana estaría llena de aventuras, de paseo por el campo, oportunidad de conocer lugares y personas, disfrutar de los bellos paisajes de la campiña jalisciense y de la gran oferta gastronómica que nos ofrece nuestro Estado.
Y llegaba el día esperado, el domingo. La devoción antes que la diversión y nos íbamos a misa de 5:45 al Templo de la Merced -había misas cada 45 minutos- y de ahí a emprender viaje a carretera. No había demora; un día antes mi papá, que era muy previsor, ya había cargado gasolina, revisado aceites, llantas, bandas y con el Valiant listo empezaba el viaje, no sin antes encomendarnos a Dios con un Padre Nuestro, Ave María y Gloria… ¡y a darle!
En aquella época los radios de los automóviles tenían solo la banda de amplitud modulada y las estaciones no tenían mucho alcance, por lo que apenas salíamos de la ciudad se perdía la señal y era entonces cuando mi papá y mi mamá empezaban su concierto a dos voces; y la verdad, habrán de perdonar la poca modestia, pero cantaban bien, se acoplaban y no le pedían nada a Lupe y Raúl, al Dueto Arrullo, a los Dos Oros o al Dueto Amanecer.
Llegábamos temprano a Ciudad Guzmán. El Nevado se veía impresionante con los primeros rayos del sol que iluminaban su cresta cubierta de nieve. El restaurante Juanito del Hotel Zapotlán nos ofrecía un desayuno muy campirano: carne con chile y frijolitos, lomo en salsa verde, huevos al gusto, chilaquiles, tortillas recién hechas, delicioso café y jugo de naranja. ¿No se les antoja?
Después nos íbamos a caminar por la plaza, por los portales; de pasadita íbamos al Templo de San José, construido a finales del siglo XIX, una iglesia sobria de cantera gris que tiene un hermoso ciprés con una conmovedora imagen de Cristo crucificado.
De ahí al mercadito a comprar algo de fruta y hortaliza fresca y, de regreso, en los portales, era inevitable la visita a la panadería de “Las Arreola”, con quienes mi papá tenía amistad; además de la delicia del pan, vendían conservas: a mi mamá le gustaba la de capulines y a mi papá la de durazno; había una gran variedad.
Ya rumbo al carro, allí mismo en los portales, no podíamos olvidar otra delicia: las palanquetas de nuez que llevábamos para convidar a nuestros vecinos. Hecho lo anterior, enfilábamos rumbo a Zapotiltic y veíamos esos enormes campos llenos de cañas que servían para abastecer al Ingenio de Tamazula, y llegábamos a ese entonces pueblito a comprar, a un lado del consultorio del doctor Jesús Cruz, ponche de granada, que le gustaba mucho a mi papá. Hecha la visita de cortesía al doctor y con el ponche asegurado, emprendíamos el regreso, enmarcados por la sierra al lado derecho y, a la izquierda, el enorme Nevado que, aunque le llaman Nevado de Colima, Jalisco reclama su propiedad, pero esa es otra historia, como decía Chonita, la del comercial que hizo popular el “Gallo Giro”, Luis Aguilar, gran cantante y actor, protagonista con Pedro Infante de la inolvidable película A toda máquina, filmada en 1951.
Después de pasar por la Laguna de Zapotlán, al bajar la cuesta, divisábamos hacia la izquierda Sayula y Usmajac, y a la derecha la laguna seca de Sayula y casi hasta Atoyac y Teocuitatlán, donde existía también un pequeño ingenio azucarero.
Deteníamos la marcha del Valiant. A la orilla de la carretera vendían las famosas cajetas Lugo, que venían artesanalmente en cajitas de madera a las que yo les llamaba canoítas porque me parecían pequeñas canoas o balsas; eran de madera blanda, en paquetes de cinco, cuidadosamente amarradas con un cordelito.
Seguíamos y la comelitona no tenía fin, pues parábamos en Techaluta a comprar pitayas (en su tiempo), luego en Amacueca a las nueces y, en Zacoalco de Torres, la tierra de los equipales y la tierra de mi padre, llegábamos a la delicia de los taquitos de canasta y la cuala de Joquixtle, otra delicia al paladar, que la vendían en ollitas de barro y era muy fresca para el estómago.
Luego, ya enfilando hacia Acatlán de Juárez, que antes se conocía como Santa Ana Acatlán, al cruce de la vía del tren a Manzanillo, a la altura de Catarina, ofrecían camote del cerro con una salsa bien picosita, y nos quedábamos un ratito a ver pasar el tren; el paso del gusano de hierro era un espectáculo que se me hacía formidable: el silbato de la máquina, les decíamos adiós a los maquinistas que siempre correspondían al saludo, los vagones que al pasar por los durmientes producían el tras-tras, tras-tras con el golpeteo de la madera y, al final, el cabús pintado de amarillo, al cual siempre me quedé con las ganas de conocer su interior.
Seguíamos nuestro camino y, en Santa Ana, comprábamos unas mulitas que eran confeccionadas con hojas de elote pintadas y que tenían unos huacalitos que en su interior escondían unos deliciosos dulces. Eran hechas por personas de ascendencia indígena, con mucha dedicación, y yo les tenía mucho aprecio, sobre todo porque me ponía a pensar en el tiempo y empeño que ponían para hacerlas con todo cuidado. Algo que aprendí de mis padres es a no regatear nunca los trabajos artesanales, como los que ahora venden en los cruceros las marchantitas, que ofrecen carpetitas, pulseritas de chaquira, entre otras cosas; su esfuerzo y desgaste visual es grande y con eso se ayudan, y no se vale estar regateando lo que literalmente, con el sudor de su frente y de manera honrada, se ganan. Lo invito a usted a seguir el ejemplo.
Bueno, pues ya compradas las mulitas, subíamos una cuesta rumbo al famoso kilómetro Cuarenta, donde se bifurcaba la carretera que iba a México y la de la Costa Sur, y a la derecha estaba un balneario famoso, “Los Chorros de Santa Ana”, que era lugar muy concurrido por los tapatíos. Y no, allí no parábamos a comprar nada, solo decíamos adiós de lejecitos.
Y bueno, ya no avanzo más en la página porque el espacio se me acabó. Luego le seguimos. Los espero, si Dios quiere, el próximo domingo aquí en EL INFORMADOR, ya saben: café y bísquet en mano.
Cortesía de El Informador
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