Bajo una capa de sal, huesos molidos y siglos de olvido, los arqueólogos han encontrado algo más que restos de pescado: han desenterrado una historia genética que ha sobrevivido intacta desde los días del Imperio Romano. En la costa noroeste de la península ibérica, en el enclave arqueológico de Adro Vello (Galicia), un equipo internacional de científicos ha logrado recuperar ADN de sardinas del siglo III d.C., conservado en las profundidades de una antigua cetaria —una fábrica de salazón romana— donde se producía el famoso garum, la salsa de pescado que condimentaba la vida cotidiana de todo el Mediterráneo romano.
Y lo más sorprendente no es solo que hayan identificado la especie con precisión, sino que esos antiguos ejemplares de sardina europea o común (Sardina pilchardus) son genéticamente similares a las que hoy en día nadan frente a las mismas costas. Un hallazgo que no solo confirma cómo y con qué se hacía esta peculiar salsa, sino que también permite rastrear la continuidad biológica de una especie comercial clave durante casi dos milenios.
Una salsa humilde que alimentó un imperio
El garum era un producto omnipresente en la mesa romana. De textura líquida y sabor fuerte, comparable al de las actuales salsas de pescado asiáticas, se obtenía al dejar fermentar en sal durante semanas a pequeños peces o vísceras, hasta que la mezcla se convertía en un jugo marrón, cargado de umami. Aunque para algunos autores clásicos era motivo de sátira —como el filósofo Séneca, que lo calificaba de “jugos de pescado podrido”—, su importancia económica y social fue indiscutible. Se exportaba por todo el Imperio, desde la Galia hasta Siria, en ánforas etiquetadas que a menudo revelaban el lugar de origen, la calidad y el tipo de pescado utilizado.
Sin embargo, pese a su relevancia histórica, el conocimiento sobre su elaboración real sigue siendo limitado. El problema es que el proceso de fermentación, al implicar la trituración de los cuerpos de los peces y su exposición a condiciones químicas agresivas (sal, ácido, bacterias), destruye casi por completo las pistas visuales necesarias para identificar las especies empleadas. Lo que queda son fragmentos diminutos de huesos y escamas, en su mayoría inidentificables.

Por eso, la nueva investigación liderada por científicos del CIIMAR (Universidad de Oporto), la Universidad de Vigo y el Museo de Historia Natural de Estocolmo ha supuesto un punto de inflexión. El estudio, publicado en la revista Antiquity, ha demostrado que incluso en huesos degradados por siglos de sal y ácido pueden conservarse trazas de ADN suficientemente completas como para secuenciar un genoma mitocondrial completo.
Un laboratorio en el fondo de una tina romana
El escenario del hallazgo fue una de las grandes tinas de fermentación de Adro Vello, una antigua factoría de salazón ubicada a pocos metros del mar, en la ría de Arousa. Este lugar, que comenzó como planta industrial en el siglo I d.C. y más tarde se transformó en villa romana y luego en monasterio medieval, ofrecía un contexto ideal: restos de pescado en condiciones de conservación estables, sin haber sido removidos desde su abandono original.
Los investigadores recogieron fragmentos de vértebras y espinas de apenas milímetros, lavaron cuidadosamente los sedimentos y seleccionaron los restos morfológicamente atribuibles a sardinas. Posteriormente, extrajeron el ADN y lo compararon con genomas actuales de peces del Atlántico. El resultado fue claro: el garum de Adro Vello se elaboraba, en su mayor parte, con sardinas capturadas en las mismas aguas que hoy siguen siendo ricas en esa especie.
Pero el estudio fue más allá de la identificación: al analizar el genoma nuclear, los científicos comprobaron que no solo se trataba de sardinas, sino que pertenecían al mismo grupo genético que las actuales poblaciones atlánticas del oeste ibérico. En otras palabras: los pescadores romanos capturaban prácticamente los mismos bancos de sardinas que hoy abastecen las lonjas gallegas.
Un archivo genético de 2.000 años bajo el salitre
La importancia de este descubrimiento no reside únicamente en su aportación a la historia de la alimentación, sino también en la genética marina. La continuidad genética observada en la sardina europea permite entender cómo ha cambiado —o no— la biodiversidad pesquera en respuesta a la presión humana y al cambio climático.
Mientras que muchas especies han experimentado alteraciones genéticas significativas por la sobrepesca o la degradación de hábitats, la sardina de la costa gallega parece haber mantenido una línea genética estable. Esta estabilidad sugiere una cierta resiliencia, aunque los investigadores advierten que los niveles de mezcla genética actuales son mayores que en la época romana, probablemente debido al aumento de las actividades humanas, como el tráfico marítimo o la pesca industrial.

El equipo espera que, aplicando la misma metodología a restos de otras cetariae —desde el Algarve portugués hasta la Provenza francesa o el norte de África—, se puedan rastrear rutas comerciales, preferencias regionales de ingredientes e incluso señales de crisis ecológicas antiguas. En un contexto en el que las pesquerías modernas afrontan desafíos sin precedentes, conocer cómo han evolucionado estas poblaciones durante milenios podría ofrecer claves para su gestión sostenible.
El garum como testigo silencioso de una red global
Lo fascinante del garum es que, más allá de ser una salsa, funcionaba como un hilo invisible que conectaba territorios lejanos del Imperio Romano. Las cetariae eran auténticas industrias costeras, donde la actividad pesquera se entrelazaba con el comercio, la logística y la gastronomía. En el caso de Adro Vello, los investigadores han fechado la producción de garum en torno al siglo III d.C., justo antes del declive generalizado del comercio marítimo romano en Occidente.
A través de los residuos de una simple tina de fermentación, hoy sabemos más no solo sobre qué comían los romanos, sino sobre cómo pescaban, cómo comerciaban, y sobre la increíble durabilidad de ciertos ecosistemas marinos. Todo ello gracias a una combinación de arqueología, biología molecular y una pizca de suerte.
Este tipo de investigaciones están cambiando la forma en que entendemos el pasado: ya no basta con observar restos a simple vista. El ADN antiguo, ese archivo microscópico que sobrevive en los lugares más insospechados, se está convirtiendo en una herramienta indispensable para reconstruir la historia desde las profundidades del tiempo… y del mar.
El estudio ha sido publicado en Antiquity.
Cortesía de Muy Interesante
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