En el corazón de Estambul, donde Oriente y Occidente se entrelazan desde hace milenios, se levanta una de las joyas arquitectónicas más extraordinarias de la humanidad: la basílica de Santa Sofía. Pero detrás de su majestuosa cúpula, de sus columnas bizantinas y de su simbolismo universal, este monumento se enfrenta a un deterioro profundo que podría desembocar, si no se actúa con urgencia, en una de las mayores pérdidas culturales del mundo moderno.
Construida en el año 537 por orden del emperador Justiniano I, Santa Sofía fue durante casi mil años la catedral más grande del cristianismo. Con la conquista otomana de Constantinopla en 1453, fue transformada en mezquita, y ya en el siglo XX, convertida en museo bajo el gobierno de Atatürk. Desde 2020, ha vuelto a funcionar como mezquita, en una decisión que generó controversia internacional. Pero más allá de la disputa simbólica y política, lo que está en juego es algo más grave: su integridad física.
Una estructura milenaria al borde del colapso
Los expertos coinciden en que la basílica se encuentra en un estado de vulnerabilidad alarmante. El subsuelo que la sostiene, horadado por pasadizos antiguos y cámaras vacías, ha cedido con el paso del tiempo, debilitando sus cimientos. La cúpula principal, una maravilla de la ingeniería del Imperio Bizantino, se apoya sobre columnas que ya muestran signos de inclinación. El suelo de mármol, agrietado y deformado, refleja las tensiones acumuladas por siglos de uso, terremotos y —más recientemente— un turismo masivo que supera los tres millones de visitantes al año.
Desde los trabajos de refuerzo realizados por el célebre arquitecto Mimar Sinan en el siglo XVI, ninguna restauración estructural de gran escala ha tenido lugar. Las intervenciones recientes se han centrado más en el embellecimiento estético que en la estabilidad del edificio. Mientras tanto, los riesgos aumentan: un sismo de mediana intensidad provocó el cierre inmediato del edificio hace unos meses, confirmando lo que muchos temen en silencio: Santa Sofía podría derrumbarse.

Entre la fe, la política y el olvido
El problema no es solo arquitectónico. La forma en que se gestiona hoy Santa Sofía ha encendido las alarmas entre historiadores, restauradores y defensores del patrimonio. La conversión del museo en mezquita ha implicado restricciones de acceso para algunos visitantes, especialmente no musulmanes, generando tensiones que van más allá del turismo. Hay zonas del templo —como la vista directa a la cúpula desde la nave central— que han quedado vedadas a gran parte del público. A esto se suma la imposibilidad de realizar visitas guiadas completas, debido a la presencia constante de recitaciones amplificadas.
Pero lo más preocupante no es lo que se ve, sino lo que se oculta: grietas sin tratar, pilares desalineados, humedad en los muros y una restauración parcial que no alcanza el nivel de una intervención estructural integral. Los especialistas denuncian la ausencia de transparencia en las decisiones sobre el edificio, y la falta de una estrategia internacional de conservación. En otras palabras: se está actuando tarde, y se está actuando solo.
El legado de todos, no de unos pocos
Santa Sofía no es solo un símbolo de Estambul ni de Turquía. Es un emblema del patrimonio cultural de la humanidad. A lo largo de los siglos ha sido el corazón espiritual de imperios, pero también un lugar de encuentro entre civilizaciones. En su interior conviven aún hoy elementos cristianos y musulmanes, pinturas bizantinas y arquitectura otomana, como reflejo de una historia compleja y compartida.
Durante siglos fue admirada sin importar la fe del visitante. Hoy, esa universalidad parece estar en entredicho. Las decisiones sobre su futuro se están tomando desde un enfoque nacionalista y excluyente, mientras se relega el criterio científico, técnico y patrimonial. Y lo que está en juego no es un símbolo cualquiera, sino una obra única, irrepetible, con más de 1.500 años de antigüedad.
Lo que se requiere, según expertos en patrimonio y arqueología, es un plan de gestión racional, independiente, con monitoreo técnico constante, sensores sísmicos, inspecciones estructurales periódicas y participación internacional. Santa Sofía debe ser tratada como lo que es: una paciente anciana con dolencias múltiples, que requiere atención especializada, continua y respetuosa.
Restaurar sin destruir
Actualmente se están llevando a cabo trabajos de restauración dirigidos por arquitectos y técnicos turcos. Las tareas incluyen la revisión del estado de la cúpula principal, el refuerzo de las bóvedas secundarias y la inspección de los soportes internos. También se están retirando capas de plomo y materiales acumulados en siglos anteriores. Algunos creen que bajo esas capas podrían hallarse tesoros artísticos aún desconocidos, como murales ocultos o decoraciones originales bizantinas.

Sin embargo, esta restauración se realiza sin un calendario claro, sin rendición de cuentas pública y sin participación de organismos como la UNESCO, que declaró a Santa Sofía Patrimonio Mundial en 1985. A pesar de la magnitud de los riesgos, el edificio sigue abierto al público, lo que aumenta la presión sobre su ya frágil estructura.
La intervención, aunque necesaria, corre el riesgo de convertirse en un parche si no se acompaña de una reforma en la forma en que se decide su gestión. De poco sirve reforzar las bóvedas si no se cambia el modelo de administración. Y el tiempo apremia.
¿El final de una era?
Santa Sofía ha sobrevivido a terremotos, guerras, incendios y transformaciones políticas. Pero podría no sobrevivir a la indiferencia. El verdadero enemigo no es el paso del tiempo, sino la inacción, el uso simbólico y la falta de consenso para su preservación.
Cada fisura que se abre en sus muros no solo pone en peligro un edificio, sino también una memoria colectiva. Su caída sería más que una tragedia nacional: sería un fracaso global. Porque Santa Sofía no pertenece a un solo pueblo, sino al mundo entero. Es la herencia de todos y la responsabilidad de todos.
Cortesía de Muy Interesante
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