Un primer episodio que conmociona, y más de treinta que desasosiegan… Pero esta serie de televisión británica de ciencia ficción distópica sigue siendo una producción innovadora, antológica y muy recomendable. Black Mirror: la serie de Charlie Brooker es una radiografía lúcida —y a veces brutal— de lo que ya somos.
Las series de temática fantástica no son nada nuevo; tampoco las que cuentan en cada episodio una historia independiente, con actores distintos. De hecho, algunos de sus episodios son verdaderas obras maestras.
El mejor ejemplo es La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-64), de Rod Serling, todo un clásico cuyos episodios se siguen encontrando en las redes y en las plataformas, y se mantienen más redondos que los de las nuevas versiones que se han hecho después. Esta serie jugaba con elementos tradicionales de la ciencia ficción, metiendo en sus tramas extraterrestres, guerras nucleares, juegos con el tiempo, monstruos, poderes mentales y demás.
Una antología del ahora: tecnología con rostro humano
Black Mirror, sin duda ninguna, es ya un nuevo clásico con poco más de treinta episodios —y los que tengan a bien estrenarse en el futuro— y ha logrado un impacto similar sin recurrir a tanta fantasía: coge sus argumentos de la realidad de hoy… y tiene mucho para elegir.
Se ha hablado, escrito y filmado mucho sobre los posibles efectos que la oleada tecnológica de las últimas décadas —internet, los móviles, las redes sociales— puede tener en nuestro mundo. Pero nadie lo ha hecho como Black Mirror, al ir siempre un poco más allá y extraer historias estremecedoras que parecen empezar en la pantalla de cualquier móvil, del mismo modo en que sus antecesoras lo hacían en la puerta de cualquier casa.
El espejo negro al que haría referencia la traducción de su título original se refiere al reflejo que nos ofrece una pantalla apagada. De la misma manera, Black Mirror extrae sus tramas de los aspectos más oscuros de este nuevo mundo: la imagen menos luminosa, la que preferimos no mirar.

Distopía sin disfraces: el poder de lo reconocible
Con permiso de su autor Charlie Brooker, puede decirse que Black Mirror la hemos creado entre todos.
Empresas que te ofrecen seguir en contacto con versiones virtuales de los seres queridos que han muerto. Videojuegos inmersivos en los que los jugadores dan rienda suelta a sus instintos más depravados. Crueles espectáculos virtuales creados para alimentar el voyeurismo de los suscriptores.
Sociedades en las que tener una fuerte presencia positiva en las redes no es un capricho, sino una obligación. Asistentes digitales que pueden ser torturados para que nos obedezcan. Implantes que permiten recordar al instante cualquier momento de nuestra vida, o que facilitan a las madres vigilar a sus hijos a través de los ojos de estos.
Charlie Brooker y su laboratorio de ideas digitales
El propio visionado de la serie encierra una paradoja digna de sí misma: es recomendable comenzar a ver cada capítulo sin saber de lo que va a tratar… Pero el cotilleo en las redes sociales lo ha hecho casi imposible.
Brooker ha declarado en diversas entrevistas que la idea de la serie le fue surgiendo gracias a pequeños incidentes en su rutina digital: un día estaba liberando espacio en su móvil y se encontró con el número de un amigo fallecido; borrarlo le creó un breve sentimiento de culpa.
Otro día se le ocurrió que todos los usuarios de Twitter estaban muertos y habían sido reemplazados por un software. Esas y muchas otras ideas fueron conformando los tres episodios que forman la primera temporada, creados para el británico Canal 4 (Netflix se hizo con la serie a partir de la tercera temporada).

De la provocación al culto: el impacto de su primer episodio
El primer capítulo emitido, “El himno nacional”, considerado con justicia uno de los mejores, dejó atónitos a los periodistas que asistieron al preestreno: una princesa de la Casa Real es secuestrada y solo se la liberará si el primer ministro británico accede a copular con un cerdo, y a que el acto se retransmita en directo por televisión.
La moraleja que encerraba el final no era solo sorprendente; también hacía que todo espectador se preguntara hasta qué punto no estaríamos ya formando parte, quizá sin querer reconocerlo, del mundo de Black Mirror.
Cómo ‘Black Mirror’ se convirtió en fenómeno global
Cuando Black Mirror se estrenó en 2011, pocos imaginaban que una serie antológica de ciencia ficción con presupuesto modesto se transformaría en un fenómeno cultural global.
Netflix adquirió los derechos en 2015. Con ello, no solo amplió el número de episodios por temporada, sino que impulsó la producción con mayores recursos y proyección internacional. El salto a la plataforma también permitió que cada capítulo se volviera un estreno en sí mismo, rompiendo con los formatos tradicionales de emisión.
Desde entonces, Black Mirror ha seguido explorando nuevos territorios, sin perder su carácter provocador. Su formato antológico ha sido una de sus grandes fortalezas: permite experimentar con géneros, estéticas y tonos muy distintos, desde la sátira política (“Hated in the Nation”) hasta el horror psicológico (“Playtest”), pasando por el thriller introspectivo (“Smithereens”).
A lo largo de los años, la serie también ha mostrado capacidad para mutar junto con el estado de ánimo global. En sus últimas temporadas ha explorado realidades más emocionales y menos distópicas, tal vez porque, como piepiensan algunos, el mundo real ya se ha puesto demasiado Black Mirror. El impacto de la pandemia y el agotamiento social por la tecnología han influido incluso en la forma en que el público se relaciona con las historias de la serie.

Un espejo de nosotros mismos: por qué ‘Black Mirror’ sigue siendo necesaria
En un momento en el que muchas series de ciencia ficción apuestan por lo espectacular, Black Mirror elige lo conceptual. No necesita naves espaciales ni futuros imposibles para incomodar: su arma es la cercanía.
Parte de su eficacia radica en que los elementos tecnológicos que presenta ya existen —o están a punto de existir—, lo que convierte a cada capítulo en una especie de advertencia disfrazada de ficción.
Lo verdaderamente inquietante no es la tecnología en sí, sino cómo los humanos la usamos. La serie no juzga los dispositivos, sino las motivaciones que los impulsan: el miedo, el ego, la desesperación por atención, la incapacidad para procesar el duelo, el deseo de controlar lo incontrolable. Esta perspectiva convierte cada episodio en una especie de fábula oscura para la era digital.
Además, Black Mirror ha influido más allá del entretenimiento. Su enfoque ha sido objeto de análisis en universidades, ensayos sobre ética tecnológica y debates sobre inteligencia artificial. Ha marcado una tendencia: desde su estreno, muchas otras producciones han tratado de imitar su tono o su estilo antológico, pero pocas han logrado replicar su mezcla de sátira, filosofía y diseño narrativo.
En definitiva, la serie sigue siendo una de las producciones más relevantes del siglo XXI, no porque prediga el futuro, sino porque lo observa sin filtros. Como sugiere su título, Black Mirror no inventa mundos: refleja el nuestro, apagado, frío, y nos obliga a mirarlo, aunque no nos guste lo que vemos.
Cortesía de Muy Interesante
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