Cuando Anna Coleman Watts soñó con ser escultora, probablemente nunca imaginó que su talento sería útil en un conflicto armado. Anna era una reputada artista que había nacido en Pensilvania el 15 de julio de 1878. Después de empaparse del arte en Europa, regresó a casa e inició una brillante carrera con el cincel. En 1905 se casó con un prestigioso doctor llamado Maynard Ladd y formaron una familia en Boston. Además de cuidar de su única hija, Anna empezó a despuntar como escultora de fuentes y de bustos en los que inmortalizaba a lo más granado de la alta sociedad norteamericana.
El estallido de la Primera Guerra Mundial cambió radicalmente los planes de la pareja. El doctor Ladd fue reclamado para dirigir la Oficina de Hospitales Infantiles Americanos en el norte de Francia. Anna no quiso quedarse en casa, esperando. Ella también hizo las maletas y cruzó el Atlántico. Bajo la supervisión de la Cruz Roja, Anna empezó a trabajar en un pequeño estudio en el Barrio Latino realizando máscaras para los heridos.

Los materiales y la técnica
Las primeras experiencias no fueron muy exitosas. Eran demasiado pesadas e incómodas. Anna buscó materiales que fueran más ligeros, como el cobre galvanizado y mejoró la técnica hasta conseguir un resultado prácticamente perfecto. Realizaba un molde con yeso y lo modelaba utilizando fotografías de los heridos de antes de la guerra o a partir de descripciones personales. La máscara era una fina capa de cobre que una vez colocada en el rostro, Anna la pintaba y completaba con pelo natural en cejas, barbas y bigotes. Con fibras artificiales reconstruía las pestañas y en los casos más graves, colocaba ojos artificiales bajo unos párpados que parecían reales.
Anna consiguió una técnica tan depurada que muchos soldados se olvidaron de que las llevaban pegadas a sus rostros sustentadas por anteojos o atadas con cuerdas. En poco tiempo, el excelente trabajo de la escultora llegó a oídos de muchos hospitales franceses que requirieron cada vez más sus servicios. Porque la labor de Anna no salvaba vidas, pero sí almas. Muchos soldados heridos sufrieron estrés postraumático. Ver sus rostros deformados no ayudó a superar experiencias indescriptibles. De hecho, en alguno hospitales se prohibieron los espejos. Muchos se negaban a regresar con sus seres queridos por miedo al rechazo. Las máscaras de Anna les devolvieron la esperanza.

Después de la guerra
Cuando la guerra terminó, Anna regresó a casa con su marido. Para ella también fue una experiencia dura y difícil de olvidar. De nuevo en los Estados Unidos, realizó varias esculturas y memoriales en recuerdo de las víctimas de la barbarie. Un Joven Cristo inspirado en los soldados con los que había compartido su dolor o una escultura de un aviador fueron sus personales homenajes a aquellos hombres con los que compartió uno de los episodios más duros de la historia de la humanidad.
Su labor fue reconocida por todo el mundo, recibiendo varios reconocimientos como la Cruz de la Legión de Honor otorgada por el gobierno francés.

Anna Coleman Ladd, convertida en pionera de la anaplastología, siempre quiso que se pusiera el foco en el coraje de sus pacientes. «Con mis máscaras —afirmó— no quería mostrar el aspecto natural que tenían los soldados, quería reflejar el sufrimiento espiritual y su increíble fe y coraje».
Anna y Maynard vivieron sus últimos años juntos en Montecito, California. A su muerte, el 3 de junio de 1939, su marido trabajó para crear un museo en memoria de su querida esposa. Cuando el doctor Maynard falleció, casi toda su obra fue vendida en una subasta.
Cortesía de Muy Interesante
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