Antonio Salazar-Hobson, el chicano secuestrado y abusado a los 4 años que se convirtió en uno de los abogados más exitosos de EE.UU.

Fuente de la imagen, Cortesía de Antonio Salazar-Hobson

    • Autor, Jo Fidgen y Zoe Gelber
    • Título del autor, BBC World Service, Serie “Outlook”
  • FERIA DE SAN FRANCISCO

“Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida”.

Eso pensaba Antonio Salazar-Hobson al ver a su madre todas las madrugadas sirviendo el desayuno.

Petra, y su padre, Jesús, eran trabajadores agrícolas estacionales de México, en Phoenix, Arizona, Estados Unidos.

Antonio, el undécimo de sus 14 hijos, la adoraba en silencio.

“No hablé hasta que tuve tres años, y ella sentía que su papel era ser la mejor madre que podía ser.

“Era una persona muy alegre en muchos sentidos, lo cual era inesperado, porque sufrió una vida doméstica horrible, llena de constante misoginia.

“Mi padre, un hombre corpulento, generalmente borracho y furibundo, la golpeaba de una manera ritual 5 a 6 noches a la semana”.

A pesar de eso, su madre lo hizo sentir amado.

Y aunque claramente era una vida muy dura en muchos sentidos, Antonio sonríe ampliamente al recordar esos tiempos.

“Mi familia me incluía en todo. Tenía mi propio escuadrón de mis hermanos y hermanas y yo era completamente parte de ellos: no recuerdo un solo momento en el que me molestaran”.

La de Antonio es una historia sobre la importancia de la familia y las raíces, y su lucha para aferrarse a ellas.

Se convirtió en un abogado de gran éxito con una carrera dedicada a enfrentarse a empresas poderosas, exigiendo mejores salarios y condiciones para sus trabajadores típicamente pobres y marginados.

Nunca ha perdido un caso.

Pero antes de que pudiera comenzar a ganar, Antonio tuvo que perderlo todo.

La joven vida de Antonio fue traumática.

Lo notable y edificante es el camino que tomó para llegar a ser lo que es.

Gestos amables

Volvamos a las granjas de frutas y los campos de algodón en las afueras de Phoenix, donde Petra, Jesús y sus hijos mayores se ganaban la vida en la década de 1950.

Era un trabajo duro, bajo el sol abrasador, rociados por pesticidas desde aviones que sobrevolaban, y con un sueldo lamentable.

La mayoría de los trabajadores eran chicanos, es decir que habían nacido en Mexico y vivían en EE.UU.

Foto coloreada de los padres de Antonio

Fuente de la imagen, Cortesía de Antonio Salazar-Hobson

La familia de Antonio solo hablaba español, y ese fue el idioma en el que dijo sus primeras palabras, para deleite de su madre.

Pero su felicidad duró poco.

Una pareja blanca se mudó al vecindario, algo raro en un lugar mayoritariamente chicano.

Sarah y John Hobson eran respetables y bilingües, y se empeñaron en hacerse amigos de la vecina familia Salazar.

“Vinieron a visitar y dijeron: ‘Nos encantaría ayudarlos. ¿Tienen algún problema laboral?’.

“Por supuesto que los tenían pues lo que sucedía todos los días es que trabajaban 8 horas, entregaban boletos firmados por el monto total que les debían pagar y luego les daban exactamente el 50% en efectivo.

“Eso les sucedió a miles de trabajadores en todo Arizona.

“Así que tenían la esperanza de que alguien podría ayudar”.

Los Hobson no tenían hijos, pero invitaban a los niños a su casa, donde podían ver televisión y Sarah horneaba galletas.

Se ganaron la confianza con gestos amables, como comprarle zapatos a los niños u ofreciéndose a llevarlos a bautizar.

Pocos meses después, los Hobson se mudaron, aunque estaban lo suficientemente cerca de su familia como para decir: “¿Qué tal si Antonio viene y se queda en nuestra casa?”.

Fue entonces que empezó el abuso, tanto a manos de ellos como de varios hombres a los que invitaban.

Sucedió repetidamente durante muchos fines de semana, sin que su familia se enterara.

John y Sarah Hobson

Fuente de la imagen, Cortesía de Antonio Salazar-Hobson

“Me quedé mudo después del primer abuso; no podía hablar con mis padres ni con nadie.

“Los niños no tienen las palabras para decirles a sus seres queridos: ‘Me pasó esto’. Todo lo que sentía era una inmensa vergüenza y una inmensa culpa.

“Pero mis padres se dieron cuenta de que había perdido mucho peso. Había una opacidad en mis ojos. Básicamente no estaba funcionando.

“Finalmente se suspendió, y me dijeron que nunca los volvería a ver”.

Se emitió un edicto a toda la familia para que no permitiera que los Hobson se acercaran a Antonio.

El secuestro

Unas semanas más tarde, en febrero de 1960, los Hobson llegaron a la casa de los Salazar.

Los padres de Antonio estaban en los campos, y él estaba con 6 de sus hermanos. Rudy, de 9 años, estaba a cargo.

Desde fuera, los Hobson les decían que querían ir a comprar helado para traérselos, pero que Antonio tenía que ir con ellos.

“Me negué y me escondí. Pero uno de los niños abrió un poco la puerta para ver mejor, y John me agarró y me arrojó al auto, y arrancó.

“Esa noche me llevaron a California.

“Tenía cuatro años y cuatro meses”.

A casi 500 kilómetros de su hogar, los Hobson lo aislaron en un huerto de naranjos remoto, lo sometieron a años de abuso sistemático sexual, físico y emocional, y una vez más el trauma lo silenció.

“No tenía la capacidad de averiguar cómo llegar a mi familia. Sencillamente no sabía qué hacer. Estaba extraordinariamente triste”.

Pero incluso en la oscuridad, Antonio desarrolló un ritual para mantenerse conectado con la familia que había perdido: enterraba 15 ladrillos de adobe -13 por sus hermanos, 2 por sus padres-, y cada mañana “los resucitaba” con mensajes susurrados de amor y determinación.

“Les decía que los amaba, que los extrañaba. Les prometía regresar”, recordó. “Eso me dio la estabilidad emocional para sobrevivir”.

Antonio Salazar-Hobson adolescente

Fuente de la imagen, Cortesía de Antonio Salazar-Hobson

Así transcurrieron 2 años y medio, con Antonio repitiendo la promesa de hallar el camino de regreso a casa.

Encontró refugio en un naranjo con un dosel enorme: “los Hobson no querían verme excepto cuando me estaban usando”.

Y, en algún momento, se dio cuenta de que al final del huerto había una granja de pollos atendida principalmente por trabajadores latinos.

Con los Hobson, solo había escuchado inglés y diatribas antimexicanas, pero ahí había gente que hablaba español.

Antonio comenzó una vez más a encontrar su lengua y a sí mismo.

“Pasé con ellos todo el verano y descubrí que podía volver a mi español.

“Y lo emocionante e inesperado fue que cuando las mujeres se enteraron de que había un niño mexicano de quién sabe dónde, y comenzaron a prepararme el desayuno y el almuerzo todos los días.

“Nadie había sido tan amable desde que me raptaron.

“Esa cantidad de amor me conmovió tan profundamente y fue la ventana perfecta para entender: ‘Esto es lo que soy. Soy chicano. Hablo español. Esta es mi gente'”.

El rancho y el vaquero

Casi tres años después del secuestro, los Hobson lo enviaron a la escuela, pues “les preocupaba que me reportaran por no ir a clases”.

Lo matricularon como su hijo adoptivo Tony S. Hobson.

Tony, como le obligaron llamarse, aprendió a leer en inglés y sobresalió contra viento y marea.

Los libros se convirtieron en su escape. Sus maestros eran amables y sospechaban de los Hobson, pero Antonio había sido educado para no decir nada malo de ellos.

“Me dijeron miles de veces que si decía algo, a ellos los meterían a la cárcel y yo nunca encontraría a mi familia pues sería institucionalizado y me perdería en el sistema.

“Yo realmente no entendía qué era eso pero les creí por completo”.

Antonio en un campo de fresas

Fuente de la imagen, Billy Douglas

Cuando llegaron las vacaciones de verano, Sarah y John le dijeron a Antonio que se iría de viaje solo a un rancho en Nevada.

“Me dijeron que iba a aprender a montar a caballo. Obviamente yo no sabía que era una fachada para pedófilos”.

Antonio pasó los siguientes dos veranos en el rancho sufriendo abusos indescriptibles.

Para el tercer verano, a la edad de 9 años, no pudo soportar más.

En lo que sería el punto de inflexión en las profundidades de su desesperación, Antonio intentó acabar con su vida, pero fracasó y fue rescatado por un hombre que trabajaba en el rancho, un vaquero llamado Roy.

Roy amenazó a los dueños del rancho con acciones legales y logró que Antonio regresara con los Hobson.

No sólo eso: lo que sea que el vaquero dijo, funcionó.

Los Hobson nunca más abusaron sexualmente de Antonio, dándole el espacio mental para concentrarse en lo que necesitaba y eso, decidió, era una educación.

Sus atormentadores en ese momento se estaban desintegrando. John perdió su trabajo. Sarah tomaba y era violenta.

Sin dinero, los tres se mudaron de un lugar a otro, y finalmente se instalaron en una pequeña habitación de un destartalado motel en un pueblo de California.

Resuelto a sobresalir académicamente, Antonio encontró un lugar tranquilo para estudiar: el cuarto de lavandería, donde pasaba horas cada noche.

“Decidí: Eres chicano. Eres orgulloso. Vas a educarte y vas a ayudar a tu gente”.

Su héroe

A los 13 años, Antonio trabajó en el campo recogiendo frutas, como lo hicieron sus padres.

Su sentido de identidad se reforzó al convivir con familias chicanas y activistas estudiantiles.

Y en una manifestación de los Trabajadores Agrícolas Unidos, el mayor sindicato de trabajadores agrícolas del país, conoció al hombre que cambiaría su vida: el famoso líder de los derechos civiles César Chávez.

César Chávez sostiene una pala sobre sus hombros mientras trabaja en el jardín comunitario en La Paz, California, 1975.

Fuente de la imagen, Getty Images

“Le estreché la mano y casi lloro”, recuerda Antonio.

“Me preguntó cómo me llamaba y le di mi verdadero nombre (Antonio Salazar y Bailón), y le conté que había estado desaparecido desde los cuatro años.

“Le dije: ‘Estoy recogiendo los campos y todo lo que veo es que no hay baños para las mujeres. No hay agua fría para nosotros y otras dificultades’.

“Hablé desde mi corazón: ‘Quiero hacer algo contra la injusticia, pero no sé qué'”.

César Chávez vio su potencial. Lo invitó a trabajar con él en las tardes y los fines de semana.

Un año después, le hizo una propuesta: “¿Considerarías convertirte en abogado laboral para la causa?”.

“Yo no tenía más sueños que encontrar a mi familia. Él me dio ese sueño. ¡Qué honor! ¡Qué regalo!

“Y lo hice”.

Antonio consiguió una beca completa para la Universidad de California en Santa Cruz.

El día después de graduarse del colegio, los Hobson lo echaron.

Se fue con una maleta, sin dinero, sin trabajo, pero con un profundo sentido de libertad, pensando: “Este es un gran día. Nunca más podrán hacerme daño”.

Antonio nunca volvería a ver a los Hobson.

La promesa

Antonio trató de dejar atrás esa parte de su vida y concentrarse en convertirse en abogado especializado en derechos laborales.

Cuando se graduó, se registró con el nombre de Antonio Salazar-Hobson.

Tomó la encomienda de César Chávez en serio, luchando, sin perder un solo caso, a favor de trabajadores agrícolas y comunidades marginadas.

Y nunca olvidó la promesa que había hecho en el huerto de naranjos: encontrar a su familia.

Animado por su esposa Katherine, compañera de estudios de derecho y la primera persona a la que le confesó los abusos, Antonio empezó terapia y contrató a un investigador privado.

Antonio con su esposa Katherine

Fuente de la imagen, Cortesía de Antonio Salazar-Hobson

El detective pronto regresó con una lista de sus hermanos.

Pero temía ser rechazado, no por su madre, de cuyo amor nunca dudó, sino por la familia que podría verlo como “demasiado anglicanizado”.

Por eso, había tenido como misión demostrar su identidad chicana mediante su trabajo, idioma y forma de vida.

Abrumado, Antonio le pidió a un amigo que hiciera la primera llamada.

La reacción de su hermano Ramón fue: “Hemos estado esperando saber de él. Por supuesto que lo queremos. Dile que me llame de inmediato”.

Al hacerlo, la pregunta vital para Antonio fue: “¿Está viva mi madre?”; la respuesta -“Sí”- lo llevó directo a Phoenix.

Su heroína

Lo primero que quiso hacer Antonio fue ver a su mamá en privado, así que organizó un encuentro en un hotel.

“Tenía miedo porque no sabía cómo reaccionaría”.

Tocó a la puerta y cuando ella abrió dijo: “Hola madre”, temblando.

Ella lo miró a los ojos y lo abrazó.

“Fue como si fuera un niño otra vez; fue perfecto en todo sentido.

“Todo lo que quería era a su hijo de vuelta”.

La reunión familiar fue al día siguiente.

Sus hermanas lo recibieron con lágrimas y alegría.

Los hermanos fueron más reservados, marcados por su propio dolor: su secuestro había destruido a la familia.

Su padre había culpado a Petra y Rudy, quien a sus 9 años había estado a cargo el día en que se llevaron a Antonio.

Echó a Petra de la casa, llevándose a los niños más pequeños; Rudy fue enviado a un internado abusivo.

La familia nunca se recuperó.

Antonio Salazar-Hobson hoy, sentado en un sofá vinotinto

Fuente de la imagen, Billy Douglas

“Pasé los siguientes dos años con mi madre”, recuerda Antonio, “visitándola, cocinando con ella. Le conté una versión suavizada de mi vida, porque uno no quiere que su madre sepa cuán terrible fue.

“Ella era afectuosa, alegre. Se veía en su rostro y sus manos el esfuerzo de toda una vida. La admiraba profundamente”.

Petra, como su esposo Jesús, murió por enfermedades relacionadas con pesticidas. Pero Antonio tuvo ese tiempo para honrarla.

Contar la historia

En las décadas que siguieron, forjó relaciones duraderas con sus hermanos y sus hijos.

Antonio y Catherine tuvieron dos hijos propios.

Cuando fueron lo suficientemente mayores, les contó toda la historia.

“Mis hijos han sido ferozmente leales. Y lo que he hecho ha sido gracias al amor de mi esposa, quien me decía: ‘Puedes hacerlo’. Y tenía razón”.

Eso que hizo fue comenzar a hablar públicamente sobre sus experiencias, a hacer campaña por otras víctimas del mismo horror que él, y a ayudarlos a hablar como él ha aprendido a hacerlo.

Portada del libro de Antonio Salazar Hobson

Fuente de la imagen, Wyatt-MacKenzie Publishing, Inc.

“Es una historia difícil de contar, pero necesita ser contada.

“La razón por la que perseveré es porque sabía que esto seguía sucediendo, que era más grande que yo. Yo era apenas uno de miles”.

Hoy, es un defensor público de sobrevivientes de abuso infantil y trata.

En el corazón de esa lucha está Petra, quien le enseñó a ser amable incluso en el sufrimiento; César Chávez, quien le dio un propósito; y las comunidades chicanas y de sobrevivientes, a quienes defiende con la pasión de alguien que ha vivido el infierno y ha salido decidido a nunca romper una promesa.

“Cuando lo pienso, y no lo digo en broma, con alguien en mi situación tienes un par de opciones:

“Puedes convertirte en un asesino en serie, debido a lo que te sucedió, o puedes aprender a ser una persona amable.

“Mi madre, Petra, me enseñó a ser una persona amable.

“Corrí hacia la luz. Corrí hacia la bondad. Corrí hacia el valor de mi propio trabajo. Mi madre me preparó para la vida, y le estoy agradecido por eso.

“Sin ese amor original, sería una persona muy distinta”.

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Cortesía de BBC Noticias



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