La peste negra llegó a la península ibérica, según diversas fuentes, en la primera mitad del año 1348. La región oriental de los Pirineos, las zonas costeras del Levante y el estrecho de Gibraltar fueron las principales puertas de entrada de una epidemia que golpeaba ya con dureza todas las regiones del Mediterráneo, especialmente Italia, el sur de Francia y la Corona de Aragón.
Diferentes estudios de mortalidad han radiografiado el terrible azote de la muerte negra en los reinos peninsulares. Se calcula que Castilla y León perdieron alrededor del 20% de su población, que un 35% de los habitantes de Aragón perecieron (con especial incidencia en Cataluña) y que Navarra sufrió los mayores estragos, con un 50% de la población arrasada por la pandemia.

La peste negra (1348-1350) inaugura un nuevo tiempo en la historia europea. Como si de un azote bíblico se tratase, la terrible y misteriosa enfermedad atacó a todos los Estados, arrasó sin piedad regiones enteras y acabó con la tercera parte de la población europea.
Pronto las crónicas de la época ponen nombre a la fatalidad que les rodea, al invisible zarpazo de la muerte contra el que no parece existir remedio alguno. “Esta fue la primera et grande pestilencia que es llamada mortandad grande”, cuenta la crónica del rey de Castilla, Alfonso XI. Y aunque hubo en los años posteriores secuelas o ramalazos de esta pestilencia (1362-1364; 1373-1374; 1383), ninguno de ellos alcanzó el terrorífico efecto de la peste de 1348.

Un cambio radical
La epidemia tuvo un efecto decisivo en la estructura social y económica de las regiones y explica en parte la crisis bajomedieval. Muchos campos y aldeas quedaron despoblados, las zonas de cultivo yermas, y descendió de manera dramática la mano de obra tanto en zonas rurales como urbanas. Las repercusiones económicas cambiaron radicalmente las estructuras agrícolas y ganaderas, las redes comerciales y los circuitos artesanales. Por ejemplo, el comercio catalán, uno de los más desarrollados, colapsó a finales del siglo XIV.
La epidemia, sin embargo, no afectó de la misma manera a todos los territorios peninsulares. Golpeó con más dureza las zonas costeras y su efecto fue menor en Castilla y el norte. Y, como suele ocurrir, algunos también sacaron partido de la mayor de las desgracias: aquellos que consiguieron amasar fortunas acumulando variadas herencias a consecuencia de la alta mortalidad o los comerciantes que supieron aprovechar la coyuntura. La peste negra contribuyó así a ensanchar la brecha entre ricos y pobres.
La Iglesia, que consideraba la epidemia como “una manifestación de la ira de Dios por los pecados del hombre”, empujó a la sociedad a una profunda renovación moral. El miedo a la muerte propició un clima apocalíptico donde se abrieron paso todo tipo de exaltaciones violentas, desde la histeria colectiva y el sentido morboso de la vida al antisemitismo o el ejemplo de los flagelantes, bandas de cientos o miles de personas que recorrían caminos y ciudades invocando la clemencia divina y flagelándose en acto de arrepentimiento y humildad.

La muerte, tan presente en la vida cotidiana, se convirtió en tema central del arte y la literatura. La danza de la muerte o danza macabra es el motivo artístico por excelencia donde confluyen esqueletos, cuerpos llagados o cadáveres en diferentes fases de descomposición.
Aragón
Los primeros territorios afectados por la peste negra en la península ibérica fueron Mallorca y Aragón. El mismo mes de febrero de 1348, el lugarteniente de Mallorca da la voz de alarma con esta instrucción: “Si en vuestro puerto o mar llegara nave, leño o cualquier otro barco que venga de las partes de Génova, Pisa, Romania, Provenza, Sicilia, Cerdeña o de cualquier otra parte de Levante, no dejéis bajar a tierra alguno de los dichos barcos, hasta que […] sea reconocido si en aquellos barcos hubiese alguna persona enferma”.

A Cataluña, perteneciente a la Corona de Aragón, la epidemia llegó en los primeros meses de 1348. En mayo ya causaba los primeros estragos, especialmente en la ciudad de Barcelona. Ese mes, un barco procedente de Génova arribó a la ciudad para descargar sus mercancías. Gran parte de su tripulación yacía enferma en las bodegas: venía con ellos la muerte negra. Primero fueron infectados los estibadores del puerto, pero en poco tiempo la peste campaba a sus anchas por la ciudad. No hay recuentos fiables, pero algunas fuentes hablan de que pudo llevar a la tumba al 60% de los barceloneses.
El Cronicón gerundense cuantifica en dos tercios de la población los muertos en Gerona y en la provincia de Tarragona. En el mismo mes de mayo, Valencia era también duramente golpeada. Según algunas crónicas, como la de Pedro IV el Ceremonioso, a mediados de junio morían diariamente unas trescientas personas. El primer y mortífero embate de la enfermedad duró tres meses y provocó un acusado descenso demográfico, alarmantes subidas de precios y el abandono de tierras de cultivo, cuyas consecuencias se arrastrarían durante lustros.

En junio la epidemia se ha extendido ya a Teruel, en septiembre llega a Huesca, y a Zaragoza durante el mes de octubre. El rey aragonés Pedro IV se ve obligado a huir hacia Teruel “con la reina, nuestra esposa, que estaba enferma”. El 30 de octubre, camino de Jérica, en continua huida, Leonor de Portugal se suma a la larga lista de víctimas de la cruel epidemia con tan solo veinte años.
Navarra
Desde Aragón, la epidemia ataca con crudeza a Navarra. En este reino la peste negra se propagó sin control en los últimos meses del fatídico año 1348, y no se libraría de ella en años posteriores, pues los zarpazos de la muerte negra se dejaron sentir en 1362, 1381, 1383, 1384, 1386 y 1411 causando una importante caída demográfica. En comarcas como la merindad de Estella, llegó a alcanzar índices del 70%. El gobernador del reino lamentaba la disminución de los tributos “por causa de la gran mortandad que sobrevino por todo el mundo… El pueblo es muy estreyto y poquecido”.

Los campesinos se desplazaban a diario de un lado a otro, lo que permitió a la bacteria propagarse con rapidez y llegar a todos los rincones del reino. En algunos valles, como el de Anue, desaparecieron ocho de cada diez familias; en otros, como Olaibar, Ultzama o Ezcabarte, seis de cada diez. Afortunadamente, la epidemia se fue debilitando a lo largo de aquel fatídico 1348 hasta casi desaparecer con los rigores del frío.
Castilla
De nuevo, la escasez de fuentes hace difícil rastrear el itinerario de la epidemia en Castilla. A través de testimonios indirectos, como las vacantes en cargos eclesiásticos o la multiplicación de testamentos, se arrojan pistas sobre la extensión de la peste en territorio castellano. Según algunas hipótesis, la gran pestilencia pudo penetrar por diferentes puntos, tal vez desde el propio Camino de Santiago, quizá por algún peregrino, llegando a Galicia entre los meses de marzo y julio.
Tomaría entonces dos direcciones: una hacia Portugal, alcanzando Coimbra en septiembre y Braga en diciembre; y otra hacia Asturias y León, alcanzado esta ciudad en el mes de octubre. Unida a la corriente proveniente de Aragón, atacaría todo el norte de la meseta en la primavera de 1349 y se extendería en dirección sur en 1350, afectando a las tropas castellanas que sitiaban Gibraltar. Entre las numerosas víctimas podemos contar al propio monarca castellano, Alfonso XI.
A pesar, como decimos, de la falta de datos fiables y la abundancia de hipótesis no del todo demostradas, sí parecen existir indicios que hablan de una mayor virulencia de la peste en núcleos urbanos de Castilla como Toledo, Sahagún, Bayona o Gibraltar, frente a un menor efecto en las áreas rurales (aunque también fueron golpeadas). Las deficiencias higiénicas y la masificación de habitantes en las grandes urbes contribuían de manera decisiva al contagio y propagación de la muerte negra entre los residentes de las ciudades.
La epidemia trajo consigo un cataclismo socioeconómico, con un importante incremento de los precios y un preocupante abandono del espacio cultivado como manifestaciones más visibles. Hoy en día no hay duda de que la alta mortandad provocó la despoblación de grandes territorios. Nicolás Cabrillana, uno de los principales estudiosos de los fenómenos de despoblación en la península ibérica, afirma que “la aparición en España de la peste negra borró del mapa, para siempre, buena cantidad de lugares”.
Hay datos que demuestran que, muy posiblemente, la negra epidemia golpeó la ciudad de Toledo en el verano de 1349, pues varios miembros de la comunidad judía perecieron en esas fechas, según los estudios del medievalista Saturnino Ruiz de Loizaga. En la inscripción funeraria de uno de ellos, David Ben Josef aben Nahamías, se puede leer: “Sucumbió de la peste, que sobrevino con impetuosa borrasca y violenta tempestad”. Por ello, resulta bastante razonable inferir su propagación en fechas aproximadas a la ciudad de Madrid, aunque entonces esta no era muy relevante y no hay datos concluyentes.

Asturias y Galicia
Si bien en esa época Asturias era una región aislada y apartada de la meseta, los tentáculos de la negra enfermedad atravesaron montañas y barreras naturales, llegando a causar una gran mortandad. Un documento del obispado de Oviedo deja constancia de las desoladoras consecuencias de la “primera mortandat”, que había reducido un tercio las rentas.
En cuanto a Galicia, las referencias o documentos relativos a la existencia de la peste negra son muy escasos. El historiador Valdeón Baruque sostiene que la epidemia pudo haber sido llevada a Galicia por algún peregrino, pero nunca antes de octubre de 1348. A partir de ese mes, la peste, según algunas fuentes, ya había penetrado en zonas de Asturias, comarcas leonesas y el norte de Portugal.

Al-Ándalus
Los conocimientos sobre la incidencia de la epidemia en el mundo musulmán son todavía muy escasos. Según relata el médico, poeta, historiador y filósofo andalusí Ibn Jatima, la peste arribó a Almería en el mes de junio de 1348 y duró todo el verano y el invierno. En esas fechas afectó gravemente al barrio de San Cristóbal, uno de los más pobres de la ciudad, que había sufrido con especial crudeza los efectos de la hambruna acaecida tan solo unos años antes, en 1329. Según recuerda el galeno en sus escritos, en tan solo un día murieron setenta personas. La cifra no impresiona tanto si la comparamos con los 1.200 fallecidos en una sola jornada en Túnez o las 700 víctimas cuantificadas en la ciudad argelina de Tremecén.
Hay constancia de que ese mismo año de 1348 la peste asola también la ciudad nazarí de Granada, pues Ibn Al-Játib fue nombrado secretario jefe del sultán Yusuf I después de que su predecesor sucumbiera a la enfermedad. Desde allí y desde otras ciudades costeras se extendió al resto de Al-Ándalus.

El impacto de la enfermedad fue tan severo entre los soldados del ejército andalusí durante el asedio de Gibraltar por parte de las tropas castellanas de Alfonso XI que se dice que muchos de ellos, al ver su propio sufrimiento y la aparente invulnerabilidad de los castellanos ante la epidemia, se plantearon seriamente cambiar de convicción religiosa. Pero, como sabemos, la supuesta invulnerabilidad tenía fecha de caducidad, pues la muerte negra pronto atacaría por igual a los cristianos, llevándose por delante incluso al propio rey Alfonso XI en marzo de 1350 y obligando a levantar el cerco de Gibraltar.
En la primavera de 1349 la epidemia había tocado a las puertas de Málaga, Antequera y Córdoba. En esta última, la peste se mantuvo hasta bien entrado el mes de agosto. Arjona, en Jaén, fue una de las localidades más castigadas durante los años 1349-1350, quedando, según las crónicas de la época, “yerma y despoblada”. En algunas zonas del mundo musulmán, la epidemia fue interpretada como un castigo mandado por Dios a los creyentes. Por ello reaccionaron recurriendo a amuletos y talismanes, así como a plegarias o actos de penitencia.
Cortesía de Muy Interesante
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