Así cayó el todopoderoso Imperio Otomano: de la toma de Constantinopla a la Primera Guerra Mundial

En su época de mayor expansión, el Imperio Otomano dominaba desde tierras de la actual Hungría central y la mayor parte de la península balcánica en el norte hasta la península arábiga en el sur; desde la actual Argelia, Egipto y los enclaves semiautónomos de Trípoli y Túnez, en el oeste, hasta Irán, en el este.

También eran tributarios del sultán otomano los principados de Transilvania, Valaquia, Moldavia y Crimea, que se extendían entre Hungría y el mar Negro, y, en el Mediterráneo –donde ejerció por largo tiempo un total dominio–, la mayoría de las islas del archipiélago egeo, incluidas Chipre y Creta en cierto momento.

En el mapa, las progresivas anexiones territoriales del Imperio Otomano hasta los comienzos de su declive final (su extensión llegó a incluir gran parte del Magreb y las costas del mar Rojo). Foto: ASC.

No solo islámico y turco

La base del imperio, por tanto, la constituía una población muy heterogénea en su religión, su lengua y su estructura social. La fe de los sultanes y de la élite gobernante era el islam, pero las Iglesias ortodoxas griega y armenia conservaban un lugar importante dentro de la estructura política y atendían a considerables poblaciones cristianas que, en muchas zonas, superaban en número a los musulmanes. A ello habría que añadir un importante número de judíos, a consecuencia de su expulsión de España en 1492, y un gran contingente de población árabe y persa.

El Imperio Otomano, pues, no era exclusivamente islámico ni turco, aunque ambos aspectos tuvieran un peso específico importante. En realidad, era más bien un imperio dinástico en que la única fidelidad que se exigía a sus variopintos habitantes era la lealtad al sultán; una lealtad que consistía en no rebelarse y en pagar impuestos, ya fuera en metálico o especie.

Otra característica esencial de la Sublime Puerta (nombre dado al imperio por metonimia con el de la puerta de entrada a las dependencias del Gran Visir en Estambul) es que, por encima de todo, fue una organización militar de extraordinaria eficacia. No había distinción entre gobierno civil y mando militar. La expansión del imperio entre 1300 y 1590, así como su largo mantenimiento posterior, se debió, sobre todo, a dicha eficacia.

Sublime Puerta de Estambul
En esta postal, la conocida como Sublime Puerta por asimilación a la entrada de las dependencias del Gran Visir en Estambul. Foto: AGE.

Nacimiento y esplendor

Fundado en 1299 por Osmán I o Utman (del que procede el término otomano), líder guerrero de un principado turco en Anatolia, el imperio controlaba ya, a comienzos del siglo XV, un vasto territorio a ambos lados del mar de Mármara. Tras una constante expansión, el 29 de mayo de 1453 las tropas del sultán Mehmet II conquistaron y saquearon durante tres días Constantinopla, secular capital del Imperio Bizantino.

Escena de cómic del sitio de Constantinopla en 1453
En la imagen, el ilustrador de cómics británico Cecil Langley Doughty (1913- 1985) recrea el sitio de Constantinopla en 1453, con Mehmet II al frente. Foto: AGE.

La gran ciudad, entre Europa y Asia, pasó a llamarse Estambul (denominación coloquial en tiempos de los otomanos, pues su nombre oficial fue Bizancio hasta 330 y Constantinopla hasta 1930) y se convirtió en la nueva capital.

Durante los 46 años del reinado de Solimán el Magnífico (1520-1566), el Imperio Otomano conoció su máximo esplendor. Además de anexionarse extensos territorios en Europa y Asia, los reyes franceses Francisco I y Enrique II lo quisieron como aliado para oponerse al Sacro Imperio Romano Germánico de Carlos V, y Solimán se convirtió en el gobernante más poderoso de la época. Los dominios otomanos se ampliarían aún más durante los reinados de sus dos sucesores, pero se vislumbrarían ya algunos síntomas de declive y su papel internacional no sería el mismo.

Visires y jenízaros

Durante el siglo XVI, los graduados de las escuelas de palacio, la mayoría de los cuales accedían al servicio real por medio de la leva, llegaron a monopolizar la práctica totalidad de las gobernaciones del imperio, como visires en la capital o como gobernadores en las provincias. Estos hombres elegidos por su valía no tenían base de poder fuera de palacio y todo se lo debían al poder real.

Jenízaros
Jenízaros en la batalla de Viena, en imagen del siglo XVII. Foto: Biblioteca Nacional de Austria.

De forma similar, la base militar del cuerpo de élite del sultán, los jenízaros, se surtía de niños no musulmanes a través de un reclutamiento forzoso. Estos futuros soldados recibían un adiestramiento militar duro y exigente al tiempo que una educación en letras, idiomas y contabilidad.

Esta tendencia de premiar la valía y el vínculo con el sultán por encima del parentesco fue deteriorándose con el paso del tiempo. Las facciones cortesanas comenzaron a aumentar su influencia en busca de prebendas y, por su parte, los jenízaros ganaron riqueza y poder político hasta el punto de recibir sobornos y amenazar al poder real.

Otro factor que debilitó el poder de los sultanes fue el harén imperial, que se convertiría en un poder en la sombra y daría lugar al llamado “Sultanato de las mujeres”. A lo largo del siglo XVI, las concubinas y, más tarde, las reinas madres ejercieron una influencia determinante en la política dinástica e imperial.

Empieza el declive

A mediados del siglo XVII, las guerras contra Austria, Polonia y Serbia cambiaron de signo y las derrotas supusieron una importante sangría de las riquezas que el imperio extraía de los saqueos y botines. Con objeto de incrementar el tesoro, los sultanes y ministros dejaron de adjudicar los cargos a los más cualificados para venderlos al mejor postor.

La corrupción y el nepotismo minaron la Administración, que se dejó en manos de gestores ineptos cuya casi única herramienta fue la subida indiscriminada de impuestos. La situación general de la población también fue, con ello, empeorando. Mientras el imperio aumentaba demográficamente, la agricultura y la ganadería mermaban, víctimas de los altos impuestos y grandes terratenientes.

En 1683, las fuerzas otomanas cometen un grave error de cálculo. Intentan tomar Viena, pero el asedio es un fracaso. Una Santa Liga formada por fuerzas del Sacro Imperio, aliadas con las de Lorena y la Macomunidad polacolituana, expulsa a los otomanos no solo de los territorios germánicos, sino también del reino de Hungría.

Vista de la Batalla de Viena, 1683
Vista de la Batalla de Viena (1683), de Frans Geffels. Foto: Wikimedia Commons.

Ante el imparable declive, se produjeron varios intentos de reformas, aunque tardíos e insuficientes. Selim III (1789-1807) fue el primero de los sultanes que intentó sanear la Administración acabando con la corrupción y el nepotismo, y quiso modernizar el país siguiendo el modelo europeo. Entre las medidas adoptadas, estuvo la creación de un ejército nuevo que terminara con el chantaje de los jenízaros, pero estos se sublevaron y acabaron con su vida.

Su sucesor, Mahmud II (1808-1839), prosiguió, sin embargo, con la labor reformista: por fin se creó un nuevo ejército, se establecieron los primeros servicios públicos y comenzó la descentralización administrativa. Para evitar correr la misma suerte que su antecesor, Mahmud provocó una revuelta de los jenízaros para derrotarlos y ejecutarlos. Su eliminación reforzó el poder interno del sultán, pero en el terreno militar supondría una catástrofe.

Vientos de cambio

La pérdida de territorios y el declive continuaron incrementándose durante el siglo XIX. Los nacionalismos de base étnica surgieron con ímpetu en el imperio y se convirtieron en la corriente política más potente. Bajo la influencia de la Ilustración, la lealtad ya no se dirigía al sultán o al rey, sino a la nación. Al mismo tiempo, los nacionalismos tendían a defender los derechos de los hombres y su igualdad.

A la par que crecía el fervor nacionalista, la economía del Imperio Otomano se estancaba hasta verse superada por los países del oeste de Europa, donde se había producido la Revolución Industrial y la progresión del capitalismo. Las fábricas modernas y los nuevos sistemas de producción les obligaron a abrirse a productos extranjeros de los que se hicieron cada vez más dependientes, provocando de esta manera la influencia foránea en los asuntos domésticos.

Tras las Guerras Napoleónicas, Egipto es prácticamente independiente, al igual que Grecia (1830) y Serbia. También se pierden las provincias del norte de África y comienza un largo enfrentamiento con Rusia, que emerge como potencia europea con Pedro I el Grande. El Imperio Otomano pasa a ser una pieza pasiva en el juego de influencias de las potencias europeas y solo la lucha irresuelta por la hegemonía permite prolongar su existencia.

La derrota otomana frente a la Rusia de Nicolás I conduciría a la Guerra de Crimea (1853-1856). Pese a estar en el bando vencedor con Francia y Reino Unido, esta contienda fue un fiasco para los otomanos al dejarles hipotecados, y todavía más dependientes de los designios de las grandes potencias. A partir de ese momento, el imperio fue disolviéndose poco a poco y perdiendo territorios de forma imparable.

De Crimea a la Gran Guerra

Los cambios acelerados para ponerse al día con los nuevos tiempos suscitaron violentos enfrentamientos entre los que pedían reformas más radicales y ambiciosas y aquellos que las veían como una intromisión extranjera contra las tradiciones islámicas. En 1876, la oposición política consiguió que se promulgase la primera Constitución de la historia turca, que terminaba con el absolutismo y convertía al sultán en un monarca constitucional. Sin embargo, Abdul Hamid II intentó restablecer el absolutismo e impulsó una política despótica de centralización, aunque también de modernización. Su sangrienta represión de los levantamientos nacionalistas no hizo sino agravar la situación y provocar el alzamiento del ejército.

Armenios atacando una mezquita otomana
Armenios atacando una mezquita otomana en 1895, en pleno apogeo de su movimiento de resistencia. Foto: Getty.

En este caldo de cultivo contra el nuevo absolutismo fue tomando un creciente protagonismo el Partido de los Jóvenes Turcos, formado por oficiales jóvenes del ejército e intelectuales deseosos de poner remedio a la catastrófica gestión del imperio. En julio de 1908, el movimiento impulsa la llamada Revolución de la Joven Turquía, que fuerza la dimisión del sultán, el restablecimiento de la Constitución por su sucesor, Mehmet V, y la convocatoria de un Parlamento.

Se llevaron a cabo importantes intentos de modernizar el imperio a través del servicio militar obligatorio, el sufragio universal y una educación para todos, aunque faltaron tiempo y recursos para lograr lo que se buscaba. Mientras, a lo largo de 1912 y 1913 se perderían los últimos territorios de los Balcanes.

Las guerras balcánicas conducirían a la postre a la I Guerra Mundial, en la que el Imperio Otomano se alinearía con Alemania y los imperios centrales. En 1915, se produjo la matanza de súbditos armenios acusados de apoyar a Rusia. Conocida como el “genocidio armenio”, aunque la actual Turquía rechace el término, es reconocido por la mayoría de países y organizaciones internacionales. El fin del conflicto bélico conllevó la desaparición del imperio.

En la Conferencia de París (1918) y en el Tratado de Versalles (1919), Gran Bretaña y Francia se repartieron los dominios otomanos. Rusia (en plena revolución) no participa en el reparto. Al contrario, Moscú hace público el acuerdo secreto Sykes-Picot de 1916 en el que Londres y París se repartían los territorios otomanos según sus intereses, más allá de los de las poblaciones de la región. Sembraron así la semilla de la futura inestabilidad de Oriente Próximo, con Palestina como uno de los epicentros.

Mapa europeo tras el Tratado de Versalles
Con la firma del Tratado, fueron muchas las fronteras europeas y de Oriente Medio que se modificaron. En el mapa se reflejan las nuevas divisiones. Foto: Photoaisa.

Hacia la República Turca

Los términos de la declaración de paz fueron draconianos no solo para Alemania. Por mandato, todas las provincias árabes quedaron en manos europeas, y el borrador del acuerdo exigía la partición de Anatolia y el reparto de los territorios de población mayoritariamente turca entre los pueblos antes vasallos de los otomanos, o directamente hostiles con los turcos.

En la práctica, el imperio quedó reducido a la Anatolia central que nadie más quería: Bursa, Ankara y Samsun, en el mar Negro, que seguirían teniendo a Estambul como capital. La oposición a las condiciones impuestas por el Tratado de Sévres (agosto de 1920) partió de Mustafá Kemal, el militar más respetado de la nación, considerado un héroe por su victoria en Galípoli. Kemal y los suyos se dedicaron a derribar no solo el Tratado, sino también al gobierno otomano que se había atrevido a firmarlo.

Mustafa Kemal Atatürk
Mustafa Kemal ‘Atatürk’ (1881-1938), fundador de la República de Turquía y su primer presidente, hacia 1925. Foto: Getty.

En 1922, las fuerzas de Kemal se batieron en tres frentes: contra los armenios en el Cáucaso, los franceses en Cilicia y los griegos en la Anatolia occidental. En todos consiguieron la victoria sobre los extranjeros en Turquía. Tras pactar un armisticio con Grecia el 11 de octubre de 1922, la Gran Asamblea Nacional turca votó el 1 de noviembre la abolición del sultanato otomano. El 17 de ese mes, Mehmet VI se convertía en el último sultán y partía al exilio rumbo a Malta. Se ponía fin a más de seis siglos de imperio.

En julio de 1923, el gobierno turco firmaba en Lausana un nuevo tratado con las potencias vencedoras en la Gran Guerra en el que se reconocía la independencia de Turquía y se aceptaban las fronteras situadas, más o menos, en los límites que hoy conocemos. Echaba a andar la nueva República turca bajo el firme timón de Kemal.

Cortesía de Muy Interesante



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