Con las manos apretadas, una fila de chicos y grandes camina lento en medio de la noche. Entre los dedos temblorosos, una vela diminuta gotea dolorosamente sobre la piel, que no alcanza a calentarse con la llamita alborotada por el viento. La fila ha dado la vuelta a la manzana entonando, casi por instinto, una letanía de siglos que evoca otro peregrinación: la de José y María que, según la tradición, buscaban posada la noche que Jesús nació.
Esas dos palabras, peregrinación y posada, nombran una tradición decembrina tan arraigada que a pesar de haber cambiado al paso de los años y de las modas, se resiste a morir y persiste, aunque ya no como la recuerdan quienes la vivieron en su forma más tradicional: con adornos de colores, cantos, buñuelos, ponche, aguinaldos de fruta y colación y la estrella de la ocasión: la piñata.
Las posadas en México surgieron hace casi 500 años, cuando los frailes españoles hacían labores de evangelización y el lugar donde nacieron existe hasta nuestros días. Las primeras se celebraron en el antiguo convento de San Agustín de Acolman, en el Estado de México, cuando Fray Diego de Soria, prior del convento, solicitó y obtuvo del Papa Sixto V una autorización para celebrar las llamadas “misas de aguinaldo” en la Nueva España.
La concesión permitía celebrar un novenario de misas del 16 al 24 de diciembre, un periodo litúrgico especial que preparaba a los fieles indígenas y españoles para la Navidad. Pero estas misas no eran como las habituales, se realizaban al aire libre, aprovechando la capilla abierta y el gran atrio del convento, espacios diseñados para contener a una gran cantidad de personas.

Espejo social y espacio de convivencia
Después de la Independencia de México, y especialmente a lo largo del siglo XIX, las posadas dejaron de ser propiedad exclusiva de las iglesias y de los atrios de los conventos. Los fieles rescataron esta tradición y la llevaron al ámbito doméstico. Casonas señoriales, vecindades populares y las haciendas rurales replicaron el ritual de la peregrinación con los pastores pidiendo posada y la invitación a romper la piñata.
Durante varias décadas, las posadas fueron celebraciones que hicieron evidente la estructura social del país con todas sus diferencias entre ricos y pobres, pero uno de sus rasgos más importantes es que contribuyeron a consolidar un fuerte carácter comunitario. Esto fue muy notorio en las grandes urbes, como la Ciudad de México, donde la vecindad se convirtió en el escenario principal de las posadas por excelencia.

En algunas películas de la época de oro del cine nacional, como Casa de Vecindad, de Juan Bustillo Oro, o La Ilusión Viaja en Tranvía, de Luis Buñuel, es posible apreciar cómo la vecindad era el espacio que congregaba a sus habitantes en torno a la piñata, e incluso en torno a la celebración de pastorelas, cada vez menos frecuentes en la actualidad. De esta manera de celebrar las posadas también queda registro en algunas fotos antiguas.

Una tradición viva en la memoria
Además de las imágenes, la experiencia de las posadas como un acto de expresión comunitaria y de cohesión vecinal aún perdura en el recuerdo de quienes lo vivieron. En entrevista con El Heraldo de México, Gloria Sánchez, de 72 años, recuerda con nostalgia cómo eran las posadas en la Ciudad de México cuando era una niña de 6 años y acudía a las que se celebraban en la iglesia cerca de su casa, en la colonia Mártires de Río Blanco de la alcaldía Gustavo A. Madero.
“En la iglesia, ahí se hacía diario la posada, nos daban unos regalitos en bolsas, nos ponían galletas de animalitos, colaciones, cañas, fruta, cacahuates, pero lo daban al último de todos los rezos. Y ya en las casas hacían las piñatas, pero con la consigna de que teníamos que peregrinar por toda la manzana con nuestra velita y cantando los cantos de Navidad, el ora pro nobis y tantas cosillas que cantábamos ahí. Pero con tal de que nos dieran fruta y ponche, pues ahí íbamos caminando con nuestra velita prendida, había quienes se quemaban los cabellos, había quien le daban el palazo y todo el mundo participaba”.
Pedro Sánchez, de 67 años, también de la Ciudad de México, recuerda con detalle los momentos culminantes de las posadas, cuando todos se formaban para romper la piñata. Y recuerda también su significado: pegarle al mal, pues la piñata representa al mal y los 7 picos que se adherían a la olla de barro forrada con cartón y papel de colores representaban los 7 pecados capitales, de tal manera que quebrar la piñata era un acto simbólico de romper con todo lo malo y recibir bendiciones, representadas en los dulces y fruta que contenía la olla.

“Entonces sí había que pegarle fuerte porque era un cartón y dentro iba la olla de barro, y pasábamos todos los niños a pegarle. Muchas veces sin vendarnos los ojos y a pegarle duro al cartón. Ya cuando el cartón desaparecía, pues ya quedaba la piñata libre, y ahora sí, con los ojos vendados, unas tres vueltecitas para marearnos y a pegarle a la piñata. Cuando se rompía la olla de barro, caían la fruta más que nada: la cañita, la jícama, naranjas, cacahuates, tejocotes, fruta que aunque yo alcanzara dos o tres frutitas, me las comía con mucho gusto”, recuerda.

Vencer la resistencia a compartir y convivir
Gloria y Pedro coinciden en que hoy día las posadas se celebran de manera distinta, y aunque conservan algunos elementos característicos que han permanecido por siglos, el sentido de comunidad se ha diluido con el paso de los años. Hoy, comentan, ya casi no se ven piñatas tradicionales de 7 picos, sino otras de cartón con figuras de personajes actuales y más allá de celebrar de manera sana, se ha convertido en un pretexto para los excesos.
“Hoy en día las posadas se tornan en comida, dulces, a lo mejor una piñata, como les decía, con diferentes figuras grotescas y tomar, tomar, tomar, embriagarse y bailar, bailar una, dos, tres de la mañana. No es malo, no me espanto, pero se pierde el significado”, opina Pedro Sánchez.

Para que las posadas vuelvan a celebrarse como antes, Gloria Sánchez considera que es preciso vencer la apatía, sobre todo de las nuevas generaciones, que suelen resistirse a compartir y convivir.
“Porque salen a la posada y están con el celular en la mano, y ni ven, pero juzgan: ‘ay no, estuvo bien feo’, ‘ay no, no me gustó’, pero solo están con el celular, o están tomando fotos y por estar tomando fotos, se pierden de mucho; ya no se saben los cantos, ya no prenden la velita, ya no prenden las lucecitas que antes se prendían, los niños ya no quieren participar”.
A casi 5 siglos de que los frailes españoles celebraron junto con la población indígena la primera posada en México, y aunque las pantallas de los celulares hoy compitan con el brillo de las velitas y las figuras de cartón de series y caricaturas sustituyan a las ollas de barro y sus 7 picos, el ritual de los peregrinos y las piñatas que marca la llegada de la Navidad se resiste a ser solo un recuerdo.
Cortesía de El Heraldo de México
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