Así fue la Cruzada albigense: la violenta persecución de la herejía cátara liderada por Simón de Montfort

San Bernardo de Claraval (1090-1153), el gran impulsor de la Orden del Císter, en un viaje de intercambio cultural y religioso de cuatro años, a mediados del siglo XII, recorrió Occitania; pero, para desengaño de las autoridades de Roma, no obtuvo ningún avance entre las comunidades heréticas con sus prédicas.

La Iglesia cátara, antes al contrario, no cesaba de crecer: en 1167, en la población de Saint-Felix-de-Caraman (hoy, Saint- Felix-de-Lauragais), se celebró un concilio con la presencia de cuatro obispados cátaros en tierras occitanas (Albi, Carcasona, Toulouse y Vielha; este último, en nuestro Valle de Arán).

La Virgen se aparece a san Bernardo
Bernardo de Claraval. Abad y monje cisterciense francés, con él su orden se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de influencia religiosa; además fue el mentor de la Orden del Temple y uno de los primeros en combatir el catarismo. A la izquierda, el cuadro de Filippino Lippi La Virgen se aparece a san Bernardo (1480). Foto: ASC.

Así las cosas, el pontífice Inocencio III, al recibir información de este incremento de la fe cátara, no tardó en enviar a Occitania a un representante de la Iglesia oficial para que se encargara del asunto, misión que recayó en el español Domingo de Guzmán, viceprior de Osma (y posterior fundador de los dominicos). En 1206, el prelado burgalés fijó su residencia en la villa de Fanjeaux (Aude), donde aún se conserva la casa en la que vivió.

El estilo de predicación de Domingo, opuesto al utilizado por el mentor del Temple medio siglo antes –vestir ropas humildes, acercarse a las gentes yendo a pie, sin dinero y en parejas, al modo de los apóstoles y de los perfectos cátaros–, dio algunos frutos, pero lentos y modestos, por lo que con lúcida y profética amargura diría: “He suplicado, he llorado, pero como se dice vulgarmente en Castilla, donde no vale la bendición prevalecerá el palo”.

En 1208 apareció flotando en las aguas del Ródano el cuerpo sin vida de Pierre de Castelnau, legado papal en Occitania, e Inocencio III no dudó un instante en culpar al conde de Toulouse, el cátaro Raimundo VI, de dicho asesinato. Con ello, a pesar de que este juró –y demostró– no haber tenido ninguna vinculación con la afrenta, se puso en marcha la única Cruzada contra un territorio cristiano de la vieja Europa.

Un formidable ejército, tras recibir la bendición del arzobispo de París en la explanada de Notre-Dame, partió a Occitania comandado por Simón de Montfort, un hombre sin escrúpulos que se había formado como carnicero en el Saco de Constantinopla (1204).

Simón IV de Montfort
El jefe militar –y principal protagonista hasta su muerte en 1218– de la Cruzada albigense, Simón de Montfort, era un noble que descendía de la baronía anglonormanda y un guerrero ambicioso y con pocos escrúpulos (busto de Jean-Jacques Feuchère). Foto: ASC.

Después de tres meses de marcha, en julio de 1209 llegaron a la ciudad de Béziers, donde, en una sola jornada, asesinaron a 24.000 personas; a muchas de ellas, incluso, dentro de la iglesia de Santa María Magdalena.

Se dice que un soldado, al ver las calles convertidas en ríos de sangre, le preguntó a Arnaud Amaury, abad de Cîteaux y director espiritual de la Cruzada, cómo distinguir a los cátaros de los que no lo eran, ante lo que Amaury respondió: “¡Matadlos a todos, que Dios sabrá distinguirlos!”, frase lapidaria que ha llegado a los anales de la historia medieval gracias a la transmisión oral de los juglares y los cantares de gesta.

La ruta de la muerte

Béziers, así, fue el inicio de aquella tragedia que conmocionó a toda Europa. Raimundo Roger Trencavel, sobrino del conde de Toulouse, logró escapar de la masacre y, con parte de sus efectivos, llegó a Carcasona para refugiarse dentro de los sólidos muros de la cité.

Un esfuerzo inútil, porque, al no poder recibir ayuda, se vio obligado a capitular tras 15 días de duro asedio; atormentada la población por la falta de agua y alimento –los proyectiles cruzados habían roto las canalizaciones hidráulicas e incendiado los almacenes de víveres–, a ello se sumaron los estragos de la peste y otras enfermedades. Trencavel murió tres meses después en prisión, enfermo de disentería, y sus posesiones fueron entregadas al jefe militar de la Cruzada, Simón de Montfort.

Cátaros siendo expulsados de Carcasona
El sitio de Carcasona duró solamente 15 días, pero el hambre, la sed, la peste y otras enfermedades causaron estragos. Sobre estas líneas, miniatura del taller del maestro de Boucicaut (siglo XV) que muestra a los cátaros siendo expulsados de Carcasona. Foto: ASC.

Caída Carcasona, Montfort emprendió la conquista de todo el Languedoc. A finales de 1209 ya había tomado cuarenta poblaciones, pero todavía quedaban las más inexpugnables en manos de la causa cátara; eran las plazas que custodiaban la frontera con el reino de Aragón, en la zona de Les Corbières. En 1210, Montfort puso sitio a Minerve, prácticamente inasaltable por su ubicación entre dos profundos barrancos.

Este asedio, en realidad, tuvo como origen la queja de los bodegueros de Narbona por la competencia de los vinos de Minerve. El 20 de junio, los cruzados levantaron la temible catapulta apodada La Malevoisine para destruir el recinto amurallado de la población y sus correspondientes reservas de agua potable. Los templarios ayudaron a los defensores, pero el gobernador de la plaza, Guillaume de Minerve, se vio forzado a capitular por el hambre y la sed tras siete largas semanas de asedio.

Entre abjurar del catarismo o morir, los defensores eligieron el camino más difícil, y los 180 supervivientes fueron quemados vivos, iniciándose así en este lugar la estremecedora serie de grandes hogueras que jalonarían cada conquista de los cruzados. Aún se conserva la encomienda templaria de la villa de Minerve.

El siguiente paso fue Termes, a mitad de camino entre Quillan y Carcasona. Fue en el mes de agosto de 1210 cuando Montfort inició el cerco a esta fortaleza. Raimundo II de Termes estaba bien provisto de armamento y víveres; además, contaba con el apoyo de 500 aragoneses y catalanes. El castillo resistió valientemente cuatro meses, pero las enfermedades hicieron mella en la guarnición defensora y el 22 de noviembre, con las primeras nevadas de aquel duro invierno, fue ocupada la fortaleza.

Castillo de Termes
Ruinas del Castillo de Termes. Foto: Olivier de Termes / Wikimedia Commons.

El conde y algunos hombres –los que podían valerse por sí mismos– lograron escapar a través de los subterráneos. Al entrar Simón de Montfort, la plaza era una montaña de cadáveres. Mientras tanto, Raimundo VI de Toulouse fue llamado por el papa a explicarse, puesto entre la espada y la pared; sus argumentaciones no contentaron a las autoridades eclesiásticas y el 6 de febrero de 1211 sería excomulgado. Solo quedaba el camino de la guerra.

Montfort se lanzó luego sobre el castillo de Lavaur, propiedad de una mujer, Gerarda de Lavaur, acérrima defensora del catarismo, que fue capaz de resistir dos meses los violentos ataques de los cruzados. Gracias a las sofisticadas maquinarias bélicas que Montfort iba obteniendo tanto del rey francés como de la nobleza y de la Iglesia, los cruzados lograron romper los sistemas de defensa y, tras la conquista de la plaza, un total de 400 cátaros fueron quemados vivos en Lavaur en la que se convirtió en la mayor hoguera de la Cruzada albigense, mientras que la guarnición fue pasada a cuchillo. Una paloma esculpida al vacío en una roca recuerda a los habitantes de Lavaur aquella pesadilla.

Los cuatro castillos de Lastours (Cabaret, Tour Regine, Fleur d’Espine y Quintilleux, que recuerdan canciones de gesta), enlazados entre sí por galerías subterráneas, fueron el siguiente objetivo de Montfort. El sólido conjunto, levantado en el siglo XII y gobernado por el noble Pierre Roger de Cabaret, se había convertido en el refugio de los principales obispos cátaros.

Cuando los cruzados penetraron en esta quebrada región, fueron sorprendidos por los certeros arqueros occitanos, quienes, además, capturaron al primo del líder de la Cruzada, Bouchard de Marly. En febrero de 1211, Pierre Roger de Cabaret cambió a su prestigioso prisionero por la paz y Montfort, humillado por primera vez, se vio obligado a respetar los cuatro castillos de Lastours.

Castillos de Lastours
Construidos por los cátaros en un contrafuerte rocoso y aislado en Languedoc- Roussillon, los Cuatro Castillos de Lastours son monumento histórico francés desde 1905. Foto: ASC.

La siguiente etapa de terror en la ruta de la muerte iba a ser la “Montaña Negra”, sobre los tejados de Mazamet. En agosto de 1212, Simón de Montfort inició el asedio de la escalonada fortaleza de Haut-Poul, gobernada por Izarn de Hautpoul, señor de Auxillon, protector de cátaros. Ante el poderoso ejército invasor, el sitio duraría cuatro días escasos.

Izarn y algunos caballeros emprendieron la huida mientras el resto de los defensores eran pasados a cuchillo por los cruzados. Empero, el catarismo en Haut-Poul, como en otros muchos lugares de Occitania, se ha conservado vivo, en silencio, y la historia transmitida por los trovadores –y generacionalmente, de padres a hijos– sigue formando parte de su existencia cotidiana.

Cae Simón de Montfort

Entretanto, Raimundo VI observaba desde Toulouse la inexorable marcha sangrienta de Simón de Montfort, quien en menos de tres años se había situado frente a la capital de su condado. Por ello, decidió solicitar ayuda a su primo, el monarca aragonés Pedro II el Católico –uno de los grandes vencedores en la batalla de las Navas de Tolosa (1212)–, quien tampoco veía con buenos ojos la penetración hacia el Midi de un vasallo del rey de Francia y protegido del papa.

Con la llegada de Pedro II, no tardó en producirse el enfrentamiento, que tuvo lugar a las afueras de la ciudad de Muret (a 12 km al suroeste de Toulouse). El monarca aragonés murió por un error táctico, y los cruzados vencieron. La intervención de Inocencio III, ofreciendo la paz, salvó a Raimundo VI de las garras de Montfort.

Monumento que recuerda la Batalla de Muret
La Batalla de Muret fue un choque decisivo de la Cruzada albigense, librado el 12 de septiembre de 1213 en una llanura de esta localidad occitana (en la imagen, monumento que recuerda la batalla) entre las fuerzas de Montfort y las de Pedro II de Aragón. Foto: ASC.

En 1215 se celebró en Roma el IV Concilio de Letrán, con tres objetivos: reformar la Iglesia, reconquistar los Santos Lugares en Palestina y extirpar de una vez por todas la herejía cátara en Occitania. El conde de Toulouse, que acudió al concilio, fue condenado a abandonar sus tierras, y las posesiones conquistadas por la Cruzada albigense fueron entregadas a Simón de Montfort. El hijo del primero, el futuro Raimundo VII, recibió a la edad de 19 años las tierras ocupadas a título meramente nominal.

El papa Inocencio III falleció el 15 de julio de 1216. Montfort, que no paraba de incrementar su poder a consecuencia del pillaje y de la guerra, hubo de enfrentarse finalmente en Beaucaire al joven Raimundo, en agosto de ese año. Este, fuertemente atrincherado dentro de los muros de la fortaleza, obligó a Montfort a levantar el cerco y, al hacerlo, el hijo del conde de Toulouse cayó sobre los cruzados infligiéndoles su primera gran derrota en campo abierto.

Colérico, Montfort se dirigió hacia Toulouse para conquistar sin más la capital del condado, pero también fracasó en el intento y, tras largo asedio, el 12 de septiembre de 1217 Raimundo VI entró victorioso en la ciudad y volvió a tomar posesión de ella, aunque en octubre sería otra vez sitiada por los cruzados. Toda la población participó en la defensa, y fueron precisamente las mujeres y los niños de Toulouse los que, el 25 de junio de 1218, lanzando piedras desde las almenas, alcanzaron a Simón de Montfort y le rompieron el yelmo mientras este socorría a su hermano Guy, herido por una flecha. Los restos de Montfort descansan dentro de una sepultura de pared en la basílica de Saint-Nazaire, en Carcasona.

Simón de Montfort
Simón de Montfort (en el grabado) y sus cruzados arrasaron a sangre y fuego Occitania desde la masacre de Béziers (julio de 1209, 24.000 muertos) hasta que, en el enésimo sitio de Toulouse, el 25 de junio de 1218, el caudillo fue abatido de una pedrada. Foto: ASC.

Más tarde, los soldados de Luis VIII se verían obligados a levantar el sitio ante los muros de Toulouse. En el verano de 1226, el ejército de Luis VIII volvió a fracasar, y la prematura muerte del monarca capeto (a los 37 años) parecía simbolizar el entierro de la Cruzada albigense. Pero en la primavera de 1227 los cruzados volvieron a sitiar Toulouse portando los más sofisticados medios militares; Raimundo VII cayó prisionero y, llevado a París, fue flagelado públicamente ante la fachada de Notre-Dame y encerrado en una mazmorra.

Tras nuevas tensiones, el 12 de abril de 1229 se firmó el Tratado de Meaux –ciudad cercana a París–, que daría lugar a uno de los acuerdos políticos más trascendentales de la Edad Media, por el cual el Languedoc quedaba incorporado definitivamente a la corona francesa. Una hija de Raimundo VII, Juana, se casaría con uno de los hermanos del rey, Alfonso de Poitiers, con el propósito de que, a la muerte del conde de Toulouse, sus posesiones pasaran directamente a la corona capeta. La herejía cátara volvió a ser condenada y su erradicación se consideró objetivo primordial.

De este modo, el 7 de febrero de 1233, el monarca aragonés Jaime I fijó un ordenamiento específico sobre herejes; justo dos años después de que el papa Gregorio IX –sucesor de Honorio III– creara oficialmente la Inquisición. No debemos olvidar que, entretanto, el catarismo seguía bien vivo en toda Occitania.

Raimundo VII en una moneda del siglo XIII
El conde de Toulouse (Raimundo VII) y sucesor de Raimundo VI representado en una moneda del siglo XIII. Foto: ASC.

La represión inquisitorial, encomendada por el pontífice a los dominicos, generó además un repunte de la secta y, a consecuencia de todo ello, volvieron a producirse revueltas en toda la región avivadas por Raimundo VII, que salió de prisión con el deseo de recuperar sus tierras y bienes y estableció acuerdos en ese sentido con otros nobles occitanos; fruto de ello, por ejemplo, fue la recuperación de importantes fortalezas en Les Corbières.

La sinagoga del diablo

Pero el ejército francés, dirigido ahora por Luis IX –San Luis Rey–, derribaba todas las resistencias que se le ponían por delante; aunque fueron más bien los esbirros del Santo Oficio quienes frustraron cualquier posibilidad de éxito de la fe cátara (entre ellos, Bernardo Gui, descrito con todo lujo de detalles por Umberto Eco en su magnífica novela El nombre de la rosa). La venganza no se haría esperar. El 28 de mayo de 1242, Guillaume Arnaud, uno de los principales inquisidores de Occitania, que días antes había sido expulsado de Toulouse, llegó a Avignonet, donde fue asesinado aquella noche, junto a sus acompañantes, por Pierre Roger de Mirepoix; otros once inquisidores serían degollados en la misma jornada.

La muerte de todos estos miembros del Santo Oficio puso en bandeja al pontífice la promulgación de un decreto para aplastar la resistencia herética en el que se fijó como objetivo primordial la fortaleza de Montségur. Calificada por la Iglesia romana como “la sinagoga del diablo”, era el máximo símbolo de la resistencia y la filosofía cátara en todo el Languedoc.

Montségur, sobre la empinada cumbre del Pog (1.207 metros), de cortado desnivel e inaccesible por las laderas norte, sur y oeste, constituye el ejemplo de una tenaz resistencia al desequilibrio moral y social de una época contradictoria. Esta singular fortaleza representa la identidad con un orden de vida y, durante cuatro décadas, fue el altar sagrado y el refugio del catarismo occitano.

También encontraron asilo en este castillo, de planta pentagonal, las mujeres cultas del Languedoc y numerosos feidits (nobles que apoyaban el catarismo); todos ellos coincidían, además, en rechazar el sometimiento a la autoridad del monarca francés y a las imposiciones de la Iglesia de Roma.

Un numeroso ejército cruzado partió de Avignonet para el asedio de Montségur; en 1209, Montfort ya había fracasado en esa empresa. Occitania entera, aterrada en el silencio de la clandestinidad, alentó la moral y la resistencia física de los defensores. Pero, después de un año de durísimo asedio, la rendición era inevitable: la fortaleza cayó, finalmente, por sed y hambre, y también por el ataque sorpresa realizado la noche anterior por un grupo de mercenarios vasco-navarros que superaron las afiladas crestas del sector norte de la montaña para coger desprevenidos a los defensores, que fueron degollados.

Carcasona
Pese a que la caída de la fortaleza de Montségur y la consiguiente quema de herejes en el Camp dels Cremats, el 16 de marzo de 1244, puso fin a la Cruzada albigense, el catarismo sobrevivió en la cultura y las tradiciones de ciudades occitanas como Carcasona (en la imagen). Foto: ASC.

Era el domingo 16 de marzo de 1244. Los doscientos veinticinco supervivientes, tras recibir el consolamentum, se arrojaron a la hoguera entonando cánticos de júbilo, ante el asombro de los inquisidores; la pira se hallaba en el lugar hoy conocido como Camp dels Cremats (Campo de los Quemados). Aquella tragedia significó el fin oficial del catarismo en Occitania, aunque de forma clandestina sobrevivieron focos hasta bien entrado el siglo XIV. Tras la caída de Montségur, miles de familias occitanas emigraron mayoritariamente hacia el sur y entraron en el Reino de Aragón, tras cruzar los Pirineos, a través del Camí dels Bons Homes.

Una estela discoidal, erigida en 1960 al pie del sendero que asciende hacia la cima de la colina donde se alza el castillo, rinde un justo homenaje a las víctimas del holocausto cátaro y a todas aquellas personas que perecieron por defender un cristianismo diferente al oficial. Ante este monolito pétreo, siempre hay poetas e historiadores occitanos entonando versos o leyendo poemas sobre el catarismo.

Cortesía de Muy Interesante



Dejanos un comentario: