Así nació la Unión Soviética: de la Revolución de Lenin a la represión y las purgas de Stalin

La recién nacida URSS ocupaba la sexta parte de las tierras del planeta, y entre su límite oriental y el occidental mediaban diez horas de diferencia. Sus habitantes habían venido padeciendo los rigores sucesivos de una Revolución y una guerra civil implacables, sumidas ambas –por si fuera poco– en el ámbito atroz de la Primera Guerra Mundial. Finalmente, se habían impuesto los soviets.

Recordemos que soviet equivale a consejo o comité, de modo que el nuevo nombre de Rusia proclamaba que el país se gobernaría desde el interior de la masa social. Pero a la vez silenciaba el hecho de que aquellos comités para los que se reclamaba todo el poder estaban vigilados y controlados por miembros mayoritarios (bolcheviques) del Partido Comunista, quienes se arrogaban el sagrado cometido de educar y conducir a las masas proletarias hacia su paradisíaco destino final. El futuro era la zanahoria que colgaba sobre el hocico del pueblo, la anhelada causa por la que valía la pena sacrificar el presente.

Todas las revoluciones se hacen en nombre del futuro y todas se deshacen cuando el futuro llega. Los soviets no dirigían el Estado soviético: eran los bolcheviques quienes dirigían a los soviets, a las diversas Repúblicas y al Estado en su conjunto. El Partido, dotado de las prerrogativas de un papa medieval, no podía equivocarse. Si el comisario político hacía una propuesta, todos sabían de dónde emanaba y también sabían que el comisario del soviet vecino haría la misma proposición a los suyos. Las decisiones del Partido eran terminantes e indiscutibles porque cualquier oposición (e incluso matización) significaba señalarse peligrosamente.

Un estado policial

La estructura estatalista había penetrado en la vida personal e íntima de las gentes. Las ventanas tenían ojos y las paredes oídos. Bajo la capa del federalismo imperaba el centralismo absoluto invocando la unidad de acción, la eficiencia política, la seguridad del Estado, la defensa ante el enemigo. No se debe olvidar que la Revolución había estallado cinco años antes, en 1917, y que los revolucionarios no habían dejado de luchar desde entonces en toda clase de trincheras. Así se entiende que su concepto nuclear de la política fuese muy parecido al de la milicia y la policía.

Toma del Palacio de Invierno
En octubre de 1917, los bolcheviques asaltaron la residencia de los zares en San Petersburgo, sede del gobierno provisional y hospital militar para soldados de la I Guerra Mundial. Foto: Getty.

La primera policía secreta soviética (Cheka) nació con la Revolución, sustituyendo a la cruel policía zarista, contra la que los revolucionarios habían luchado a brazo partido. Pero ahora se trataba de luchar contra los enemigos del Nuevo Estado, que parecían ser incontables. “Estamos legitimados – se decían los chekistas– para defender la Revolución, así que hagamos listas de los enemigos… O sea, de los traidores, los espías, los saboteadores y los agentes extranjeros. Luego seguiremos con los desviacionistas, creadores de bulos, derrotistas, desafectos, sospechosos, tibios, indiferentes, etc. Y mucho cuidado con los intelectuales”.

La mayoría de quienes preparaban las listas lo hacían de buena fe, convencidos de que la delación y la tortura de los integrantes del pueblo constituían armas legítimas para defender al Pueblo con mayúsculas. Pero claro, muchos otros no eran sino unos miserables que abusaban de su poder. El paraíso de los trabajadores se convirtió primero en un Estado policial y después en un Estado paranoico. Llegó a ser un sistema lógico cerrado en el que cada actitud o conducta se juzgaba reflejándose en el interior del propio sistema, sin tener en cuenta nada más. Esto quiere decir que el artefacto lógico era capaz de justificar cualquier cosa, hasta la más absurda, a partir de sus axiomas.

En las comisarías, las prisiones y los campos de concentración se alcanzaron cotas monstruosaslos monstruos goyescos que produce el sueño de la razón– de inhumanidad. Para entender hasta qué punto llegó aquel delirio, conviene leer los testimonios de Arthur Koestler, que fue en su momento un comunista convencido. Por ejemplo, El yogui y el comisario o El cero y el infinito.

Los años de Lenin

El primer líder indiscutible de la Unión Soviética fue Vladímir Ilich Uliánov, conocido como Lenin. Como es sabido, en los 36 años que transcurrieron desde la Revolución hasta 1953, la URSS solo tuvo dos líderes máximos, Lenin y Stalin. Un tercero, Trotski, creador del Ejército Rojo y víctima de su propia vehemencia intelectual, fue convertido en actor secundario por obra de Stalin, quien terminó por hundirle el cráneo con un piolet de alpinista en México, donde Trotski se había refugiado, de la mano de un sicario comunista catalán llamado Ramón Mercader. Trotski y Stalin no se llevaban ni un año. Lenin era ocho años mayor que ellos.

Lenin hablando a los obreros de la fábrica Putilov en 1917
Lenin fue un líder carismático que dirigía sus discursos a la clase proletaria, que debía ser el motor de la revolución (aquí, hablando a los obreros de la fábrica Putilov en San Petersburgo en 1917, según un cuadro de Isaak Brodsky). Foto: Getty.

Resulta imposible resumir en unas pocas líneas la personalidad y el pensamiento de Lenin. Durante el período soviético se escribieron bibliotecas enteras sobre él, difíciles de leer entre las nubes de incienso que desprenden, y si bien desde el hundimiento de la URSS han aparecido algunas pruebas de que podía llegar a ser desalmado (como el telegrama de 1918 en el que recomienda ahorcar al menos a 100 campesinos ricos o kulaks), no parece que se le deba considerar de la misma catadura que su sucesor.

Lenin quedó marcado en la adolescencia por la ejecución en la horca de su hermano, un prerrevolucionario perteneciente al grupo subversivo de los narodniks o populistas. Poco después, fue deslumbrado por las ideas de Karl Marx, que había muerto cuando él tenía diecisiete años, y penetró en ellas profundamente antes de tener ocasión de llevarlas a la práctica. Por eso se habla de marxismoleninismo, en el sentido de que el ruso accedió a la práctica de lo que no había sido más que una teoría para el alemán y conoció de primera mano los problemas y dilemas de su aplicación. Las publicaciones de Lenin pueden entenderse, entre otras cosas, como una libreta de laboratorio llena de enseñanzas y análisis surgidos de las aplicaciones prácticas del marxismo.

El hombre de acero

En 1922, Lenin acusó el exceso de trabajo y enfermó gravemente. Por entonces le inquietaban sobre todo dos temas: el auge de las ideas nacionalistas frente al internacionalismo comunista y la desmesura que había alcanzado el aparato burocrático del Estado. Estaba, además, la necesidad de designar un sucesor, a cuyo efecto redactó un documento en forma de carta dirigida al Congreso en la que daba su opinión sobre sus posibles “herederos” y sus respectivos defectos.

Advertía antes que nada de la animadversión entre Stalin y Trotski, que podía, en su opinión, desencadenar una escisión en el Partido. Según él, Trotski era el más capaz, si no fuese por su exceso de seguridad en sí mismo y por su visión “administrativa” de la política. Luego hablaba de aquel a quien había nombrado Secretario General del Partido Comunista en estos términos: “Stalin es demasiado brutal, y siendo ese defecto perfectamente tolerable entre nosotros, comunistas, no lo es para quien ejerce las funciones de Secretario General. Propongo a los camaradas que estudien la manera de relevar a Stalin de ese menester”.

Lenin murió en enero del 24, pero aquella carta –considerada su testamento político– solo fue conocida por unos pocos en la URSS, porque el sucesor fue el georgiano Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, que se hacía llamar Stalin (el de acero). El hombre de acero, con un pasado revolucionario que le había costado una estancia en Siberia, acumuló un poder interno fabuloso a partir de su nombramiento (por Lenin) para un cargo que nadie quería, por ser entonces meramente honorífico: Secretario General del Partido Comunista.

Efigie de Stalin en un cartel durante una manifestación en 1950
La frialdad y crueldad de Stalin le valieron el sobrenombre de “hombre de acero”. La adulación a su persona –el “culto a la personalidad”– llegó a extremos sonrojantes tanto en la URSS como en los países de su órbita (a la derecha, su efigie en un gran cartel en una manifestación celebrada en 1950 en Berlín Oriental). Foto: Getty.

Muerto Lenin, Stalin se alió con dos camaradas radicales –Kámenev y Zinóviev– para desalojar a Trotski, y se deshizo de ellos una vez conseguido su propósito. Con su archienemigo en el exilio, accedió a los pocos reductos de poder que aún no controlaba y se convirtió en el líder único y supremo. En diciembre de 1929, todos sus esfuerzos e intrigas habían cristalizado: era el amo absoluto de la URSS y se vio celebrando sus 50 años en medio de una exagerada pompa, que sería el preludio de un culto a la personalidad sin precedentes.

Stalin, asesino de masas

Agarrado a su pipa y tras su mirada lobuna, el Gran Bigotudo manejaba mejor que nadie esa máxima ajedrecística de Nimzowitsch: “La amenaza es más fuerte que la ejecución”. Stalin era un auténtico maestro del miedo y, como tal, había conseguido que no fuera preciso irritarle para temerle. Podía recibir al camarada X, escucharle en silencio y despedirle con un afectuoso abrazo; seis horas después, X era detenido y viajaba forzado hacia Siberia. Con el camarada Stalin –que estaba enterado de todo– jamás se sabía lo que podía ocurrir, pero cuando clavaba la mirada en alguien le hacía confesar lo que no habría dicho bajo tortura. Había llegado hasta lo más alto a partir de su fama de duro, de campesino tosco y cazurro, de proletario sin sombra de intelectualismo. Un sujeto más listo que inteligente, intrigante, rudo, oscuro y sin escrúpulos, pero instintivo y astuto. Alguien capaz de todo, en el que las masas proletarias reconocían a uno de los suyos.

La historia también le reconoce un peldaño muy alto en el largo registro de los asesinos en masa. Si alguien mata a alguien es un asesino, pero no hay calificativo preciso para quien mata a millones de hombres, mujeres y niños. Y, sobre todo, ¿cómo es posible que aquel mismo pueblo al que el Gran Camarada exterminaba –se le han llegado a atribuir 20 millones de víctimas civiles, el doble de las que supuso la guerra entre blancos y rojos– lo idolatrase mientras lo estaba masacrando?

La NEP (Nueva Economía Política), con la que Lenin había intentado reparar la inane economía soviética, había sido materia de enfrentamiento en las altas esferas. Stalin, envuelto ya en su manto de patriarca, protector y guía de su pueblo, advirtió en 1931 de que, si en diez años no se eliminaba esa diferencia de casi un siglo, serían aplastados. De modo que la URSS comenzó a hacer un esfuerzo descomunal echando mano de todos sus recursos: se construyeron grandes presas y centrales eléctricas, se talaron cordilleras y florecieron nuevas ciudades planeadas desde el punto de vista industrial. Y, para conectarlas entre sí, surgieron nuevas carreteras y vías de ferrocarril.

Muchos de estos esfuerzos corrieron a cargo de los desdichados que habían cometido algún pequeño desliz, porque lo que de veras floreció durante el estalinismo fue la represión y el terror. La Cheka fundada por Feliks Dzerzhinski se convirtió en la GPU y luego en la NKVD, que actuó a conciencia y sin conocer otras barreras que las órdenes de Stalin. Convencido de que era necesaria una depuración enérgica de sus paisanos, puso en pie la Dirección General de Campos de Trabajo Correccional y Colonias (conocida por el acrónimo GULAG) en la que desaparecieron adversarios y críticos, intelectuales y artistas, ingenieros y filósofos que no se rompían las manos aplaudiendo al líder. Los motivos eran lo de menos. En la Sociedad de Escritores de Moscú se conserva la conmovedora carta de un condenado a diez años en Siberia por haberse retrasado en renovar su cédula de identidad.

Gulag
Stalin quería acabar con la clase social de los kulaks o campesinos ricos, y muchos fueron a parar al Gulag –red de campos de trabajo forzado (arriba)– junto a disidentes, críticos y otros “enemigos de la Revolución”. Foto: Getty.

Luego, aquel gran desagüe estalinista (ahora en forma de farsas judiciales) se tragó a los antiguos camaradas del dictador y al estamento militar. No se ahorró en purgantes: de los cinco mariscales de campo que tenía la URSS, Stalin fusiló a tres; de los 16 generales de división, fusiló a 15; de los 67 generales de brigada, cayeron 60, y así sucesivamente. También cayó el propio director del NKVD, Yagoda, un especialista en venenos, sustituido por Yezhov, cuyo nombre pasó a designar aquella Gran Purga: la yezhovschina. En 1939, la red de campos del Gulag albergaba a tres millones de personas, pero a esas alturas ya se había tragado, probablemente, al doble de esa cifra.

Cortesía de Muy Interesante



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