A veces, las historias más poderosas no empiezan con una gran explosión mediática, sino con una bocanada de azufre en medio del océano. En la madrugada de un día aparentemente ordinario frente a la costa islandesa, un pescador percibió un olor extraño, ajeno incluso para quienes están acostumbrados al fuerte aroma del mar y el pescado. Nadie podía imaginar que ese olor marcaría el nacimiento de una nueva isla y, con ella, una oportunidad científica sin precedentes para estudiar el origen de la vida sobre tierra virgen.
La aparición de Surtsey, una isla forjada por el fuego volcánico en medio del Atlántico Norte, fue mucho más que un espectáculo geológico. Su formación ofreció un laboratorio natural único para observar cómo, a partir de la nada, la vida encuentra un camino. Rocas humeantes, lluvia de ceniza, lava hirviente: un paisaje que parecía incompatible con cualquier forma de existencia, terminó por convertirse en uno de los escenarios más fascinantes para los ecólogos del siglo XX.
Lo extraordinario de Surtsey no es solo cómo emergió, sino cómo fue colonizada. Semillas llevadas por el viento, insectos náufragos arrastrados por tormentas, aves marinas con sus alas cargadas de nutrientes. Cada nuevo habitante traía algo más que su propia biología: transportaba materia, energía y elementos esenciales para que otros pudieran seguirle. El nitrógeno, ausente en las rocas volcánicas, llegó desde el cielo en forma de excremento de gaviota. Y con él, la posibilidad de que las primeras plantas enraizaran y crearan una comunidad.
Este relato no solo habla de una isla: es la historia del papel silencioso pero vital que juegan los animales en el planeta. A través de su movimiento, de su alimentación, de su respiración y también de su muerte, los animales trasladan los nutrientes que dan forma a ecosistemas enteros. No es poesía, es bioquímica en acción.
Porque sí, la vida avanza sobre el lomo de criaturas en movimiento. De las profundidades oceánicas a las cumbres más elevadas, desde las corrientes marinas hasta los más remotos acantilados, son los animales quienes bombean la sangre del planeta. Y lo hacen a través de un lenguaje tan elemental como universal: el de la materia orgánica que entra, se transforma y sale de sus cuerpos. A veces como excremento. A veces como legado.
Con este espíritu, y con el rigor de quien ha dedicado su vida a desentrañar los ciclos invisibles que sostienen la vida en la Tierra, el biólogo y ecólogo marino Joe Roman nos invita a mirar el planeta desde un ángulo poco común, pero profundamente revelador. A continuación, te dejamos en exclusiva con un extracto del primer capítulo del libro Comer, defecar, morir, publicado por la editorial Pinolia. Una obra que cambia para siempre la forma en la que entendemos el papel de los animales en el equilibrio del mundo.
Los comienzos, escrito por Joe Roman
Justo antes del amanecer del 14 de noviembre de 1963, el Ísleifur 2 había calado un palangre de fondo frente a la costa sureste de Islandia. La mayor parte de la tripulación estaba bajo cubierta, descansando antes de recuperar el palangre y desenganchar el bacalao, pero el maquinista notó un fuerte olor a azufre mientras terminaba su café matutino en cubierta. Comprobó la estela del barco. No había señales de aguas residuales, así que no había motivo para alarmarse y se unió a los otros hombres abajo.
Media hora después, el cocinero de guardia notó que el barco comenzaba a balancearse como si estuviera atrapado en un remolino. Un humo oscuro se elevaba sobre la superficie turquesa del mar. Gritó al capitán. Todos los tripulantes, ahora despiertos, miraron a ver si había un barco cercano en peligro. Pero solo vieron una columna.
A ciento veinte metros de profundidad, el fondo marino tembló. Entonces, la tefra (ceniza y lapilli, fragmentos de roca del tamaño de bolitas para conejos) brotó del océano, empequeñeciendo el barco de pesca. El humo de la explosión se elevó a mil quinientos metros sobre la superficie del mar, antes azul, ahora marrón verdoso. Cuando la columna de tefra alcanzó una altura de más de tres kilómetros, todo quedó claro: la tripulación había colocado su equipo cerca de una fisura volcánica.
No había peces en la línea cuando finalmente la sacaron del mar hirviente.
A la mañana siguiente, una nueva isla se había elevado nueve metros por encima de la superficie del Atlántico Norte. La isla siguió elevándose unos sesenta metros al día en una oleada de magma y cenizas y, en una semana, la columna eruptiva, blanca de día y rosada de noche, alcanzó los diez kilómetros de altura. Los relámpagos surcaban el cielo.
Los habitantes de Heimaey, la única ciudad de las Vestmannaeyjar, las islas Vestman de Islandia, informaron haber visto brasas brillantes en el horizonte cuando el agua de mar entró en el nuevo cráter. Seis grandes terremotos sacudieron la ciudad. El 6 de diciembre, tres periodistas franceses tomaron una lancha motora desde Heimaey hasta la nueva isla y permanecieron allí unos quince minutos antes de que una erupción los ahuyentara.

La atención de los medios de comunicación en Islandia y en el extranjero hizo que la gente se preguntara cómo debería llamarse esta nueva formación terrestre. Por un momento, pareció que la primera persona que había puesto los ojos en la nueva isla, el cocinero Ólafur Westmann, podría ser honrado con que la isla llevara su nombre: Olafsey (Isla de Olaf). Otros en Heimaey preferían Vesturey (Isla del Oeste).
Los islandeses se toman muy en serio sus nombres (el gobierno todavía tiene la última palabra sobre los nombres de bebé aceptables en el país; no hay nadie que se llame ni Lucifer ni Ariel), por lo que el gobierno islandés convocó al Örnefnanefnd, el comité de toponimia, para tomar una decisión. La elección se anunció en la radio y, poco después, uno de los compañeros de tripulación de Ólafur encontró al cocinero limpiando en la cocina, con un trapo en la mano, a punto de llorar. «Le han puesto un nombre horrible —murmuró—. Surtsey». El comité se había inspirado en la mitología nórdica: durante el Ragnarök, el profetizado fin del mundo, el gigante Surtur traerá fuego para luchar contra el dios Freyr. El respiradero volcánico era de un rojo letal con agua hirviendo a su alrededor, por lo que el comité llamó a la nueva formación terrestre Isla de Surtur, Surtsey.
Los isleños de Vestman, enfadados por no haber sido consultados, navegaron hasta la costa de Surtsey y erigieron un cartel con el nombre Vesturey. Surtur respondió lanzando piedra pómez y barro a los isleños. Nadie salió herido y Surtsey se quedó.
En su primer año, Surtsey se expandió a 27,4 metros cúbicos por segundo, añadiendo cada día un área casi tan grande como la Gran Pirámide de Guiza. La llanura de lava era de un negro brillante con cordones de lava caliente que se deshacían hacia el mar.
Sigurdur Thórarinsson, profesor de la Universidad de Islandia, fue el primer vulcanólogo en desembarcar en Surtsey, unos tres meses después de la erupción inicial. Él y algunos compañeros científicos estaban recogiendo muestras geológicas a lo largo de la costa cuando notaron trombas marinas en el océano. Las bombas de lava se estrellaron contra el agua y empezaron a caer a su alrededor. Cada una de ellas, de hasta un metro de diámetro, aterrizó en la playa con estruendosos golpes mientras la arena volcánica húmeda hervía bajo la lava al rojo vivo. «En tales circunstancias, solo hay una cosa que realmente puedas hacer —recordó Thórarinsson—: reprimir las ganas de salir corriendo, tratar de quedarte quieto, mirar al cielo e intentar no esquivar las bombas hasta el momento en el que parezcan estar a punto de caer sobre tu cabeza». Detente y mira hacia arriba, pero no demasiado tiempo, o las suelas de tus botas empezarán a arder. Thórarinsson notó que el barco de investigación se alejaba de la costa, lejos del peligro.
Los vulcanólogos pronto quedaron envueltos entre nubes «cálidas y acogedoras» de piedra pómez y granos de roca tan ligeros que flotaban en el aire. Era difícil respirar y la visibilidad era nula, pero al menos las bombas más grandes habían dejado de caer. Mientras el viento se llevaba la nube de piedra pómez, Thórarinsson y sus colegas volvieron a sus botes y remaron hasta el barco.
Nadie regresó a Surtsey hasta que la chimenea dejó de explotar.
Cuando las bombas de lava amainaron, Surtsey brindó a los biólogos la rara oportunidad de estudiar la vida desde los primeros días de la aparición de una isla. Era «el mundo soñado de los ecologistas», según Charlie Crisafulli, que ha estudiado el monte Santa Helena en Washington desde que entró en erupción en 1980. A diferencia de esa erupción, que cubrió bosques y praderas, por lo que había algo de vida residual bajo la ceniza, Surtsey se elevó en medio del océano. Al principio, era inaccesible, sin animales ni plantas y con un entorno hostil. Nada más bajar del helicóptero, se dio cuenta de que Surtsey era un lugar perfecto para estudiar cómo se formaban las comunidades ecológicas.
«Los materiales que salen de los eventos volcánicos pueden ser tóxicos con compuestos de azufre, cloro y flúor —me dijo Crisafulli por teléfono unos años después de visitar Surtsey—. Esto es un gran problema para los animales y las plantas». Había demasiadas sustancias nocivas (toxinas) y no suficientes sustancias beneficiosas (nutrientes) para que algo pudiera sobrevivir en Surtsey. Los gases, la lava y la tefra que los volcanes arrojan carecen de muchos de los componentes básicos de los ecosistemas, como el carbono y el nitrógeno, pero las rocas son ricas en fósforo. «Lo que ha sucedido en un paisaje antiguo como en el que estás sentado ahora mismo: las Montañas Verdes, las Montañas Blancas, las Montañas Adirondack (estaba hablando con él desde mi casa en Vermont), es que el fósforo se ha erosionado durante largo tiempo de esas rocas —dijo Crisafulli—. Pero los paisajes volcánicos proporcionan una nueva y fresca cantidad de fósforo que a menudo puede extraerse con bastante facilidad». Así que había mucho fósforo en Surtsey, pero el nitrógeno, al menos en la forma que podían utilizar los animales y las plantas, era bastante escaso. Ambos elementos son esenciales para la vida, ya que forman los componentes básicos del ADN y las proteínas y ayudan a alimentar las mitocondrias, los caballos de batalla de la célula.
Durante la primera década de Surtsey, había poca vegetación en la arena volcánica y la lava. Cuando llovía, el agua se filtraba a través de la lava porosa y finalmente llegaba al océano; cuando no llovía, Surtsey era como un desierto o como las Tierras Altas de Islandia, que son tan áridas que la NASA las utilizó una vez para entrenar a los astronautas para el alunizaje. Cualquier planta que apareciera en Surtsey se enfrentaba a la escasez de nitrógeno en el suelo.
Nadie lo sabía todavía, pero la respuesta al problema de los nutrientes se pudo ver incluso cuando la chimenea seguía en erupción. Un par de gaviotas tridáctilas, aves marinas de pico amarillo comunes en el continente, se posaron en las escarpadas costas de color negro vinilo. Estas aves, las gaviotas y los fulmares que las siguieron entregarían el primer nitrógeno concentrado en forma de ácido úrico, una caca pastosa tras otra.
La primera vida en este nuevo paisaje llegó por mar o cayó del cielo. Pequeñas semillas de plantas dispersadas por el viento (sauces, orquídeas y helechos) llovieron suavemente sobre la isla. Para mantenerse en el aire, estas semillas viajan ligeras, llevando consigo poca comida o nutrientes. Aparecieron en las inhóspitas costas de Surtsey, pero con recursos limitados: o nunca brotaron o se marchitaron y desaparecieron al poco tiempo.
Las semillas grandes y flotantes fueron arrastradas a la orilla por las corrientes oceánicas. «Si viajas por mar —me dijo Borgthór Magnússon,1 uno de los naturalistas más veteranos de la isla—, puedes permitirte llevar nutrientes para tu establecimiento ». La primera especie documentada en la nueva isla fue la oruga de mar, una suculenta que llegó a la orilla arenosa de Surtsey y arraigó. Su semilla tiene una cubierta similar al corcho que la ayuda a flotar y la protege del agua salada. Pero la lava seguía fluyendo hacia el mar en un drama de magma, océano gris, rompientes y vapor. La tefra, las cenizas y los residuos de una chimenea cercana sepultaron las plantas jóvenes. Al principio, los pioneros como la oruga de mar no eran rival para el volcán activo, pero seguían llegando y la isla se enfriaba lentamente. Al poco tiempo, las semillas de la arenaria marina y de la hoja de ostra, transportadas por el océano, llegaron a las desoladas costas de Surtsey. Las semillas de ambas especies están diseñadas para viajar por el océano y contienen los suficientes nutrientes como para echar raíces cuando llegan a la orilla. Adaptada al viento y al frío, la arenaria marina se aferró a las áridas arenas donde pocas otras especies podían sobrevivir. Formaba una campana de hojas suculentas y brillantes sobre el suelo; sus raíces profundas se extendían por debajo, absorbiendo agua y nutrientes de las grietas y la arena. En sección transversal, la arenaria marina se asemeja a una carabela portuguesa: una vela verde sobre la superficie y largos tentáculos por debajo. Décadas más tarde, la arenaria marina todavía cubre partes de Surtsey en llamativos patrones como si se tratara de manadas: las plantas más atractivas de la isla.
La hoja de ostra es tan marinera como su epíteto de especie, maritima, implica. No se podría traer a un mejor pionero para una nueva isla en el Atlántico Norte. Las semillas de hoja de ostra suelen permanecer aletargadas hasta que sufren un choque térmico por el frío mar (las temperaturas de treinta grados favorecen la germinación). Cuando las semillas llegaron a Surtsey, estaban listas para crecer. Las plántulas de las hojas de ostra se quedaron cerca de las rocas, en los bordes rocosos de la isla, manteniendo sus cabezas fuera del viento. Durante la primera década de Surtsey, las flores bajas de las plantas proporcionaron raros toques de azul en contraste a un paisaje monocromático.

La vida seguía siendo escasa al principio. Solo las plantas más resistentes y bien provistas podían sobrevivir. No había invertebrados peatonales: ni arañas de patas largas ni hormigas obreras ni grillos, los sospechosos habituales que aparecen en la piedra pómez de los volcanes, pero llegaron algunos insectos. El primero registrado fue una polilla migratoria y luego un par de mosquitos. Muchos de estos insectos, llamados fauna de la lluvia radiactiva, murieron posiblemente por fatiga, desecación o bajas temperaturas. Un zoólogo describió a los primeros insectos que llegaron a un paisaje volcánico como «naufragios de dispersión».
No obstante, lenta pero inexorablemente, los animales (primero insectos y aves y luego focas) se abrieron camino hacia la joven isla.
No hace tanto tiempo que muchos científicos desestimaban a los animales como actores secundarios en el planeta y las plantas y los microbios ocupaban el centro del escenario. Pero en la última década, más o menos, ha habido un cambio radical en nuestra comprensión de cómo el mundo está formado por depredadores y herbívoros. Estudios históricos de aves marinas, ballenas, nutrias marinas, salmones, ñus, bisontes, arañas, saltamontes, cigarras y otros animales, han demostrado que pueden alterar los paisajes terrestres y marinos donde viven con importantes repercusiones en la función ecológica y los servicios que estos animales proporcionan. Gran parte de esto permanece invisible; pocas personas se dan cuenta de que cuando se recuestan en las blancas arenas de Hawái y otras playas tropicales, están tumbados en los desechos de los peces loro, los excrementos de su alimentación a base de coral.
Los animales importan. Las criaturas, a veces con pelaje o escamas, a veces con dientes y garras ensangrentados, tal vez con zarpas y alas, salvajes y en libertad, son un mecanismo fundamental para mantener la vida y una fuente de los nutrientes que esta requiere. Solo después de miles de años de agotamiento reiterado por parte de nuestra especie, los científicos están empezando a comprender la interconexión de estas transferencias de energía.
Siguiendo con los nutrientes. Los elementos esenciales de carbono, nitrógeno y fósforo se mueven en el tiempo geológico, transportados por la gravedad, el viento y las corrientes. Hacia abajo. A favor del viento. Río abajo.
Si llegan a las profundidades marinas, las moléculas de fosfato y amoníaco (las fuentes comunes de fósforo y nitrógeno) pueden quedar atrapadas en las profundidades del océano durante cientos de años, a menos que lleguen a una zona de surgencia donde las aguas son atraídas hacia la superficie (estas zonas son poco frecuentes en el océano). Hay otra forma de que estos nutrientes vitales asciendan miles de metros por la columna de agua: pueden viajar en el estómago de una ballena.
Los cachalotes se alimentan de calamares gigantes y otras criaturas de las profundidades marinas, pero deben volver a la superficie al menos una vez cada hora para respirar después de comer. Allí descansan, digieren y, a menudo, liberan enormes columnas fecales ricas en fosfatos, nitrógeno y hierro. Los nutrientes de estas pueden ser recogidos por el fitoplancton (también conocido como microalgas) y consumidos por el zooplancton, como el krill o los diminutos copépodos. El krill o sus depredadores, los peces, pueden ser consumidos por las aves marinas (gaviotas, fulmares, charranes, pingüinos, petreles, pardelas, albatros, alcatraces y fregatas magníficas) y transportados por el aire a sus zonas de reproducción. Cuando vuelven a sus nidos, las aves alimentan a sus crías regurgitando sus comidas marinas y excretando ácido úrico rico en nitrógeno (la llamativa pasta blanca que se libera junto con las heces) en la tierra.
Podemos seguir estos elementos desde las profundidades marinas hasta las costas, ríos, bosques, sabanas y montañas del mundo. Un viaje geológico que llevaría miles o millones de años (las placas tectónicas bajo Islandia se mueven a un ritmo de aproximadamente tres centímetros y medio por año, más o menos la velocidad del crecimiento de las uñas) y que puede revertirse en una sola inmersión, un corto vuelo de regreso a una roca estéril y a una salpicadura como la de un abadejo.
Los animales son el corazón latente del planeta. De la misma manera que los árboles funcionan como los pulmones de la Tierra, inhalando dióxido de carbono y exhalando oxígeno, los animales bombean nitrógeno y fósforo desde las gargantas de las profundidades marinas hasta los picos de las montañas y a través de los hemisferios, desde los polos hasta los trópicos. Billones de animales viven una vida itinerante: vuelan, corren, nadan, caminan e incluso cavan. Los animales grandes y medianos (ballenas, elefantes, bisontes, salmones y aves marinas) pueden transportar nutrientes cientos y, a veces, miles de kilómetros, a través de océanos, arroyos, montañas, valles, praderas e islas volcánicas remotas. Estos viajeros de larga distancia son las arterias del mundo. Las cigarras, los mosquitos, el krill y otros invertebrados, si llevamos esta idea un paso más allá, son los capilares que llevan los nutrientes a los tejidos de la Tierra.
No se trata solo de excrementos y cadáveres. Los animales también cambian el mundo a través de su consumo. Se alimentan de plantas. Se alimentan de animales herbívoros. Cambian la química del mundo con solo infundir miedo.
Los ecosistemas son seres vivos que emergen, maduran, mueren e, incluso en la muerte, añaden riqueza a la red de la vida. Los animales tienen una gran influencia en estos sistemas y en los ciclos geoquímicos de los que dependen los seres humanos y todas las formas de vida para sobrevivir. No se me ocurre mejor lugar para comenzar mi exploración de estos caminos que la roca antaño estéril de Surtsey.

Cortesía de Muy Interesante
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