Nacida en 1819, Victoria I fue monarca británica desde la muerte de su tío paterno, Guillermo IV, el 20 de junio de 1837, hasta su fallecimiento el 22 de enero de 1901. Su reinado de 63 años y 261 días es el segundo más largo de la historia del Reino Unido, solo superado por el de su tataranieta Isabel II. Los 122 diarios que dejó escritos sirvieron para dar a conocer su verdadera influencia política y para revalorizar su figura.
Fue ella quien apoyó sin fisuras la visión expansionista de su primer ministro, Benjamin Disraeli, convencida del efecto beneficioso que tendría el Imperio en sus súbditos, pero sus intentos de exportar los valores victorianos al mundo provocarían un choque de culturas y convicciones que haría tambalearse a la reina y a su Imperio hasta la médula.
El caldo de cultivo del conflicto
Solía haber un ejército de sirvientes que atendían las necesidades de los británicos en la India; muchos fueron fieles a las familias inglesas durante toda su vida, pero otros alimentaron un resentimiento amargo y un ansia de venganza contra los sahibs y las memsahibs cuyos caprichos tenían que satisfacer. Uno de ellos fue Azimullah Khan, que en 1850 se unió a los seguidores de un noble indio que también tenía sus quejas contra los británicos: Nana Sahib, príncipe desheredado por la Compañía y líder de los maratas.

En 1853, Azimullah viajó a Gran Bretaña para recuperar los derechos de su señor y quedó sorprendido por el humo y la miseria de Londres. No vio rastro de la riqueza y la prepotencia mostradas por los ingleses en la India y se indignó por la forma en que ‘esa’ Inglaterra había tratado a los suyos. Pronto el destino le daría la oportunidad de resarcirse.
Inglaterra estaba a punto de entrar en la primera gran contienda de la era victoriana, la Guerra de Crimea contra Rusia. Habían pasado 40 años desde la última vez que el ejército británico había luchado en un conflicto importante, y estaba mal preparado y mal dirigido. Crimea fue así escenario de una de sus derrotas más estrepitosas, la carga de la Brigada Ligera (25 de octubre de 1854). Por primera vez en la historia de los conflictos armados, el sufrimiento de los hombres y el fracaso de los generales fueron descritos al público gracias al primer corresponsal de guerra: William Howard Russell, del diario londinense The Times.

Entre los muchos que leían sus crónicas se encontraba el atribulado Azimullah, que decidió dar un rodeo en su vuelta a la India y pasar por Crimea. Lo que vio le demostró que los británicos no eran invencibles. De nuevo en su país, empezó una campaña de rumores y subversión que alimentó el resentimiento de los evangelistas, que desdeñaban las prácticas religiosas de hindúes y musulmanes. La tensión iba en aumento y la protección de los agentes británicos de la Compañía de las Indias Orientales dependía de sus tropas nativas: sims, gurkhas, patanes, hindúes y musulmanes, que en 1850 habían alcanzado los 260.000 hombres, más de 10 veces los soldados británicos en la India.
La Masacre de Kanpur
La lealtad de estos soldados era vital, pero la Compañía tomó, al parecer, una decisión desastrosa en 1857: utilizar grasa animal de vaca y de cerdo (prohibida la una para los hindúes y la otra para los musulmanes) para engrasar los cartuchos de los rifles. Verdad o rumor, el caso es que este hecho provocó el inicio de la revuelta conocida por los ingleses como el Motín Indio y por los indios como la Primera Guerra de Independencia. Nana Sahib se unió a la lucha con su ejército y su traición derivó en la Masacre de Kanpur: más de 100 mujeres y niños británicos asesinados sin piedad por los rebeldes.

Las noticias llegaron a Gran Bretaña en diciembre y la reacción fue de horror. Habían sido ultrajados. Victoria escribió a la esposa del gobernador general en Calcuta: “Nuestros pensamientos están centrados en la India. Mi corazón sangra por los horrores que se han cometido por gente otrora tan amable contra las pobres mujeres de mi país y los niños inocentes. Me atormentan día y noche”.
Miles de tropas de refuerzo llegaron al lugar de los hechos y el palacio de Nana Sahib fue saqueado, pero este había huido con sus seguidores y con Azimullah Kan a las montañas. Fueron perseguidos durante años, pero nunca los encontraron y los británicos buscaron otros en los que vengarse.
Lo que pasó en Kanpur se usó para justificar terribles crímenes. En Londres, figuras de la talla de Dickens decían: “Debemos vengarnos con medidas más feroces”. Y eso es lo que estaba ocurriendo ya. Los ingleses revelaron de pronto un salvajismo oculto que les horrorizó a ellos mismos, hasta tal punto que en Gran Bretaña poderosas voces protestaron contra esa evolución hacia la barbarie, incluidas las de la reina y el príncipe Alberto. Las noticias que llegaban de la India eran una burla de esa ‘civilización’ que decían querer extender.

Victoria escribió al gobernador general: “Debo desaprobar cualquier represalia contra ancianos, mujeres o niños. ¿Cómo podríamos esperar ningún respeto o estima hacia nosotros en el futuro?”. La reina declaró el 7 de octubre Día Nacional de la Humillación “para que nosotros y nuestro pueblo podamos humillarnos ante Dios todopoderoso para obtener el perdón de nuestros pecados y orar a su divina majestad para la restauración de la tranquilidad”.
Victoria toma las riendas
En 1858, el gobierno británico decidió que un país de las dimensiones de la India no podía ser dirigido por una empresa comercial privada. Fue el fin del gobierno de la East India Company. El príncipe Alberto ayudó a redactar el edicto real merced al cual la corona británica asumía el mando directo. En él, la reina aseguraba a su súbditos indios: “El profundo vínculo de Su Majestad con su religión y el bienestar y felicidad que derivan de su consuelo la excluirán de cualquier intento de interferir con las religiones nativas, y sus sirvientes recibirán la orden de actuar escrupulosamente según sus directrices. Que el edicto sea el principio de una nueva era que corra un velo sobre el pasado triste y sangriento”.

Así se ponía fin a la ambigüedad de la posición británica en la India, pues se estableció un orden social en el que la corona británica se consideraba el centro de la autoridad, tanto para británicos como para indios. Los príncipes nativos eran ahora los “leales feudatarios indios” de la reina Victoria, a quien debían deferencia y lealtad a través de su virrey, depositario de su autoridad en la India.
Como símbolo de confianza en sus nuevos súbditos, a partir de entonces en casi todas las ocasiones en las que aparecía en público iba acompañada de dos ayudantes indios, pero ya no tendría a su lado al hombre que le había enseñado a gobernar un Imperio. En diciembre de 1861, el príncipe Alberto enfermó en el Castillo de Windsor. Los médicos sospecharon que había caído víctima de una enfermedad mortal que acechaba en los desagües del castillo medieval: el tifus. Su muerte el día 14 de ese mes cambió el curso del Imperio.

Dios salve a la emperatriz
El 8 de febrero de 1876, por vez primera desde la muerte de su esposo, la reina Victoria inauguró las sesiones del Parlamento. Para sorpresa de la oposición liberal, anunció en su discurso que se presentaría una propuesta de ley al Parlamento para hacer adiciones a su dignidad y títulos reales. En la alocución se refirió al “sincero afecto” con el cual sus “súbditos indios” habían recibido a su hijo, el príncipe de Gales, en su viaje por la India.
El heredero de Victoria había hecho una gira de seis meses entre 1875 y 1876, muy importante porque afianzó el vínculo de los príncipes y los pueblos de la India con su monarca británica, pero también porque fue reseñada ampliamente en la prensa londinense.
En 1858 se había considerado prematuro hacer emperatriz a Victoria por las inestables condiciones en la India, pero este viaje del futuro Eduardo VII le había dado a entender a la soberana que los indios vivían “felices” bajo su gobierno y eran “leales” a su trono, en sus propias palabras. Disraeli estaba de acuerdo: la visita del príncipe había estimulado un sentimiento mutuo de simpatía entre los dos países y el primer ministro estaba convencido de que un título imperial daría “gran satisfacción no solo a los príncipes, sino a las naciones de la India”.

En su discurso, Disraeli subrayó la diversidad de la India describiéndola como “un antiguo país de muchas naciones”, de variados pueblos y razas “que difieren en religión, costumbres y leyes –algunos altamente dotados y civilizados, y muchos de ellos de una rara prosapia”. Una vasta comunidad gobernada, bajo la autoridad de la reina, “por muchos príncipes soberanos, algunos de los cuales se sientan en tronos que fueron ocupados por sus ancestros cuando Inglaterra era una provincia romana”.
Y era cierto: la India era pura diversidad. Aunque a algunos gobernantes indios se les llamaba príncipes, sus títulos en lenguas indias correspondían a los de reyes, por ejemplo maharajá, de modo que con el título imperial de Victoria el orden jerárquico sería claro e inequívoco: la ambigüedad existente en la relación de estos príncipes con los soberanos británicos se reduciría si el monarca británico tenía título de emperador. Por eso mismo, se insistía en aseverar que los británicos eran los sucesores de los mogoles, quienes tenían una corona imperial entendida por todos los indios.
Así pues, se aprobó la Ley de Títulos Reales y se recibió la sanción real el 27 de abril de 1876. Victoria fue la primera en ostentar el título de Emperatriz de la India y lo fue desde el 1 de enero de 1877 hasta su muerte. La monarca aprendió hindi, se hacía acompañar en público de ayudantes indios, vistió el sari en alguna ocasión e incluyó el curry en sus menús, pero jamás puso un pie en la India.

Jorge V, esplendor imperial
Para conmemorar la coronación del rey y la reina del Reino Unido se celebraba en India el Delhi Durbar o Durbar Imperial (el término deriva de la palabra mogola durbar, que significa corte noble). Era una celebración de masas en Coronation Park, Delhi, que se llevó a cabo en tres ocasiones: 1877 (Victoria), 1903 (Eduardo VII) y 1911 (Jorge V), pero la única a la que asistió el monarca en persona fue esta última.

Eduardo VIII abdicó en diciembre de 1936, antes de realizarse la ceremonia, y su sucesor, Jorge VI, estuvo a punto de visitar la India y tener su propio Durbar, pero el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el movimiento por la independencia de la India (el Congreso Nacional Indio llamó al boicot) lo impidieron.
En diciembre de 1911, seis meses después de haber sido coronados en la abadía de Westminster, Jorge V y su esposa la reina María llegaron a la joya de su corona para asistir al Delhi Durbar de su proclamación como emperadores de la India. Como era la primera vez que un rey británico pisaba el país, los eventos que rodearon la visita fueron espectaculares. Prácticamente todos los príncipes gobernantes indios, nobles, terratenientes y personas notables de la colonia acudieron a rendir pleitesía a sus soberanos.

En medio de un deslumbrante despliegue de pompa y poder, Jorge utilizó la impresionante Corona Imperial de la India. Creada ex profeso para la ceremonia (las Joyas de la Corona no pueden abandonar suelo británico), está fabricada con esmeraldas, rubíes, zafiros, 6.100 diamantes, un gran rubí coronándola y un capuchón de terciopelo y armiño. Desde ese acto, no ha vuelto a ser utilizada y está guardada junto a las Joyas de la Corona en la Torre de Londres, aunque no es parte de ellas.
La emperatriz lució una tiara magnífica, llamada Tiara del Durbar de Delhi. Los emperadores aparecieron en un balcón del Fuerte Rojo para saludar al medio millón de personas que habían acudido a verles y luego viajaron a lo largo del subcontinente.

Parecía que el dominio británico de la India había alcanzado su cénit, pero bajo este extravagante despliegue se escondía una gran fragilidad. La realidad era que el poder británico sobre la India se estaba desmoronando. El Reino Unido, que parecía haber olvidado la sangrienta revolución de 1857, seguía sin dar un trato justo a los campesinos.
En 1917, Gandhi viajó en tren por toda la India escuchando sus quejas. Tiempo después, junto al Congreso Nacional Indio, encabezó grandes actos de desobediencia civil; el más importante, en 1942, el movimiento ‘Abandonad la India’, al que se unió el 75% de la población. En su discurso, el Mahatma dijo: “Aquí hay un mantra que te doy. Puedes imprimirlo en tu corazón y dejar que cada aliento tuyo lo exprese. El mantra es: ‘Haz o muere’. O liberar a la India o morir en el intento. No viviremos para ver la perpetuación de nuestra esclavitud”. Fue como decir: “Ya hemos tenido suficiente”. Después de la Segunda Guerra Mundial, la disolución del Raj solo era cuestión de tiempo.
Cortesía de Muy Interesante
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