Así se gestó la caída del Imperio Romano de Occidente: de la decadencia a la invasión bárbara

La consideración del imperialismo como algo negativo es cosa del siglo pasado, no de antes. Los británicos estaban muy satisfechos con su imperio hasta que se vieron obligados a liquidarlo tras la última guerra mundial. Los soviéticos, que no aceptaban que Polonia, Hungría o Rumanía no fuesen parte del suyo, estaban dispuestos a luchar contra el imperialismo estadounidense en cualquier lugar del mundo. La Guerra Fría no fue sino la confrontación de dos imperios por la supremacía planetaria; su desenlace, la globalización o el triunfo planetario del imperio capitalista.

Hace más de 2.000 años, una generación antes del nacimiento de Cristo, la expansión constante de Roma y el asesinato político de su gran artífice, Julio César, culminaron en la creación de un imperio que –en mejores o peores condiciones– perduraría medio milenio, el mismo tiempo que nos separa del descubrimiento de América.

Asesinato de Julio César
En esta gran obra de Vincenzo Camuccini se observa el ignominioso asesinato de Julio César en el Senado a manos de varios conjurados liderados por Bruto. Foto: ASC.

Desde luego, la colosal expansión romana había sido consecuencia de su poder militar, que suele encontrarse en el origen de todos los imperios. Pero también se debía a que las consecuencias de ser gobernados por Roma solían ser preferibles, a la larga, a padecer la tiranía de los compatriotas y librar constantes guerras con los vecinos.

Ante la presencia de las legiones romanas, las ciudades y naciones bárbaras tenían dos opciones: someterse o luchar. La primera era mala, pues significaba perder los bienes y la libertad; pero la segunda podía ser peor. Los ciudadanos de Sagunto, de Numancia, de Estepa y de otras poblaciones autóctonas hispanas decidieron luchar. Perdieron, y los supervivientes prefirieron suicidarse en masa antes que caer vivos en poder de los romanos.

El legado de Julio César

Cuando Octavio Augusto recibió del Senado el título de imperator y se convirtió oficialmente en el primer césar (27 a.C.), Roma estaba enredada de lleno en la gestión de sus conquistas. Faltaban precedentes de cómo debía funcionar un imperio, de modo que tuvieron que inventarlo todo, desde las leyes hasta las comunicaciones, desde las levas obligatorias al cobro de los tributos, en los que se cimentaba el poder de la metrópoli. Fue una improvisación que, poco a poco, se convirtió en protocolo y en ley. Había cosas que los romanos ocupantes podían hacer y otras que no (aunque, llegado el caso, también podían hacerlas). Ese era el difuso límite de seguridad en el que se movían los sometidos a su imperium.

Estatua de Octavio Augusto
Estatua del heredero de Julio César y primer emperador, Octavio Augusto. Foto: Shutterstock.

La libertad y la vida dependían de la autoridad romana de turno. La actividad de los legados, pretores, gobernadores y cónsules consistía en encontrar rápidamente los medios para enriquecerse personalmente y regresar a Roma lo antes posible, laureados por sus victorias y celebrados por su botín. Esa avidez existió en todas las épocas, aunque se manifestó de diferentes maneras. Mientras que la codicia de algunos enviados imperiales supuso la muerte miserable de miles de conquistados, otros procuraron actuar discretamente y atraerse sus voluntades con medidas más suaves en apariencia, pero no menos rapaces.

El primer césar, Octavio Augusto, murió en la cama a los 76 años tras ejercer el poder durante ocho lustros. Sus últimas palabras fueron para Tiberio, su hijo adoptivo y sucesor, a quien encargó explícitamente que no ampliase más las fronteras imperiales. Sabía, por experiencia, que los beneficios inmediatos de las nuevas conquistas y la euforia que producían terminaban pagados por Roma con la usura. La magnitud del imperio comprometía su propia existencia.

Ruinas del Foro Romano
En la imagen, las ruinas que quedan en pie hoy en día del glorioso Foro de Roma, epicentro de la sociedad romana en la era imperial. Foto: Shutterstock.

El problema de fondo que se les planteaba era el equilibrio entre fuerza y territorio: apretar o abarcar. Las fronteras eran demasiado extensas, inabarcables, y en cualquier parte de ellas o incluso en el interior del territorio –que llegó a extenderse desde Lusitania a Babilonia– podía brotar la llama de la rebelión, lo que requería movimientos de tropas y gastos militares. Lo más temido por los estrategas romanos eran los ataques combinados en la frontera, cuando la presión de los germanos se producía a la vez que la de los persas, los britanos o los sirios.

Un difícil equilibrio

Los ciudadanos exigían pan y diversión; los aristócratas, privilegios; los comerciantes, protección, y los soldados, su paga. Aumentar los impuestos a los ciudadanos era sinónimo de disturbios y motines. Aumentárselos a los poderosos, sinónimo de intrigas y conjuras intestinas. A los pueblos conquistados, que siempre creyeron que pagaban demasiado, sinónimo de guerra. Pero de alguna manera había que pagar a los soldados, pues no hacerlo significaba la rebelión militar, lo que implicaba más riesgos y más gastos.

Fotograma de La legión del águila
Mantener el ejército de Roma, que conoció muchas lealtades, siempre fue causa de problemas administrativos. El Tesoro debía alimentar muchas bocas a riesgo de perder capacidad defensiva (dcha., Channing Tatum en una escena del film La legión del águila, 2011, de Kevin Macdonald). Foto: Alamy.

Por su parte, la mayoría de los césares tampoco se distinguieron por su austeridad. El pueblo conocía sus vicios y sus excesos, que les llegaban filtrados desde medios palatinos o a través de la red de información que mantenían los esclavos. Entonces no existían medios de comunicación como tales, pero la gente estaba informada y circulaban muchos bulos interesados.

Tras Octavio Augusto (gobernó entre el año 27 a.C. y el 14 de nuestra era), Tiberio (del 14 al 37) ejerció el poder durante 33 años. Le siguió Calígula (del 37 al 41), un enorme error que terminó asesinado antes de cuatro años. Vino luego su tío Claudio (del 41 al 54), envenenado a los 14 de su imperio, y Nerón (del 54 al 68), otro vesánico que acabó suicidándose a la fuerza y con quien concluyó la primera dinastía imperial, la de los Julios. Le sucedió la dinastía Flavia (del 69 al 96), compuesta por seis emperadores de los que tres fueron asesinados y uno se suicidó.

El Imperio Romano no parecía dar mucho de sí, pero al llegar el siglo II empezó a enmendarse con la dinastía Antonina, que ejerció el poder a lo largo de todo el siglo (del 96 al 192) con habilidad y sabiduría. La prueba es que sus césares (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Lucio Vero y Marco Aurelio) fallecieron por causas naturales excepto el último, Cómodo, hijo del prudente y sabio Marco Aurelio, que fue asesinado en su bañera después de haber dado motivos suficientes.

Asesinato del emperador Cómodo
Grabado que recrea el asesinato del emperador Cómodo en el año 192. Foto: ASC.

El juego de la muerte

Los 15 emperadores anteriores habían permanecido en el trono una media de 14 años. En el baño mortal de Cómodo, durante la Nochevieja de 192, se sitúa el inicio de un larguísimo tobogán de tres siglos por el que iba a discurrir el imperio. En la dinastía siguiente, la de los Severos (del 193 al 235), se sucedieron diez césares que reinaron cuatro años de media y de los que solo uno, Septimio, murió por causas naturales.

Para comprender mejor en qué se había convertido a esas alturas el imperio, detengámonos en la figura de uno de aquellos césares, Heliogábalo, el penúltimo de la dinastía Severa, un joven de 15 años a quien la ambición de su madre y su abuela convirtió en un estandarte con el que arrastrar al ejército contra el usurpador Macrino, asesino del emperador Caracalla (quien había asesinado a Geta). Las dos mujeres lo forzaron a mentir ante las legiones declarando que era hijo bastardo de Caracalla.

Las legiones, sublevadas por aquel embuste, vencieron a las de Macrino, lo ajusticiaron y proclamaron emperador a Heliogábalo, quien se presentó en Roma repartiendo oro, plata, comida y animales exóticos. De acuerdo con la brillante descripción de Indro Montanelli, entró en la ciudad “vestido de seda colorada, con los labios pintados de carmín y las pestañas teñidas con henna, un collar de perlas, brazaletes de esmeraldas en muñecas y tobillos y una corona de brillantes en la cabeza. Pero el pueblo lo aclamó igualmente: ya no le escandalizaba ninguna mascarada”.

Durante cuatro años, aquel jovenzuelo convertido en el amo del mundo –y en el instrumento de su abuela, Julia Mesa– vivió en medio de la promiscuidad y el derroche. Rodeado de ondulantes efebos, se casó cinco veces y trató de cambiar a los dioses romanos suplantando a Júpiter por el dios Sol, del que había sido sacerdote en Siria. Le encantaban las bromas pesadas. Se contaba que en una ocasión mató a un grupo de amigos que habían disentido ligeramente de su opinión asfixiándolos bajo una masa inmensa de rosas y violetas que hizo descargar sobre ellos por sorpresa. La guardia pretoriana, harta de presenciar desatinos (y quizá alentada por la propia abuela del joven, a quien la borrachera de poder había vuelto inmanejable), se encargó de eliminarlo cuando iba a cumplir 19 años.

Heliogábalo ahogando a adláteres en una montaña de pétalos
Antes de morir a manos de sus tropas, se dice que Heliogábalo mandó ahogar en una montaña de pétalos de rosas y violetas a unos adláteres que habían osado contradecirle, escena que reproduce este cuadro. Foto: ASC.

Luego sobrevino una larga noche para el Imperio Romano: medio siglo (del 235 al 285) de la llamada anarquía militar o crisis del siglo III, en la que se sucedieron 23 césares que permanecieron vivos dos años de promedio y de los cuales solo cuatro murieron en la cama. Los otros 19 fueron asesinados por los suyos, perecieron en batalla hasta a manos de sus tropas o se suicidaron in extremis. Fueron años en los que el imperio sobrevivió por su miedo a desaparecer y por la red de intereses económicos que había creado: todo se compraba y se vendía con la mayor desfachatez. Sobre todo, los cargos políticos y militares.

El principio de la decadencia

Era evidente que las cosas no podían seguir así, y el nuevo césar, Diocleciano, que sería el último emperador auténtico, se propuso cambiarlas con lo que hoy llamaríamos “un giro radical a la derecha” o una vuelta a la Roma eterna. Aquel período, el Dominado (del 284 al 476) –tras el Principado (del 27 a.C. al 284)-, duró casi dos siglos entre los estertores del imperio y pasó de considerar al emperador un princeps (príncipe) a estimarlo un dominus (amo, señor), el término servil que usaban los esclavos para referirse a su dueño. Era un intento de reforzar la tambaleante autoridad imperial, aunque la dimensión del imperio aconsejaba otra división, la territorial.

Busto del emperador Diocleciano que se conserva en la sala de los emperadores del Museo Capitolino de Roma. Foto: Getty.

El Dominado empezó con la escisión del poder entre cuatro amos, la Tetrarquía, y con la del territorio en dos mitades, que terminarían siendo el Imperio Romano de Oriente y el de Occidente. Diocleciano decidió también que para recuperar el antiguo esplendor había que restaurar a los dioses que lo habían favorecido, lo cual chocaba con la presencia de la religión cristiana, que a esas alturas (principios del siglo IV) había llegado hasta el corazón del imperio. Así se desencadenó la persecución virulenta y sistemática de los cristianos, que empezó purgándolos en el seno del ejército.

En 303, Diocleciano emitió cuatro edictos. Por el primero, del mes de febrero, se privaba a los cristianos de sus derechos civiles; el segundo, de abril, ordenaba encarcelar a todos los clérigos cristianos de cualquier rango; el tercero obligaba a los clérigos presos a ejecutar sacrificios ante los altares paganos bajo pena de muerte y el cuarto decretaba la ejecución de cualquiera que se declarase cristiano. La represión fue durísima, pero el gran número de mártires tuvo el efecto opuesto al deseado y reforzó la fe de los supervivientes.

Las antorchas de Nerón, de Henryk Siemiradzki
Las antorchas de Nerón, del pintor polaco Henryk Siemiradzki (1843-1902), muestra al emperador atacando a los cristianos, a los que acusaba del Gran Incendio de Roma, según cuenta Tácito. Foto: Getty.

El cristianismo tenía la misma edad que el Imperio Romano y se había desarrollado con él, a pesar de que muchos ciudadanos detestaban a aquellos nuevos fanáticos. El imperio permitía todos los cultos, cuyos fieles adoraban a sus dioses respetando a los de Roma, pero los cristianos no admitían otro dios que el suyo. Aunque se los consideraba buenos ciudadanos, respetuosos con las leyes y puntuales pagadores de impuestos, eran profundamente sectarios y habían organizado una sociedad aparte en el seno de la romana.

Su triunfo definitivo se produjo poco después de la muerte de Diocleciano, con la llegada al poder de Constantino, que murió cristiano, y de Teodosio, un hispano que reinó medio siglo –y doce césares– después y volvió a reunir en su persona las dos mitades del imperio, que tras él jamás volverían a juntarse. Teodosio tuvo un reinado tumultuoso, y su fe cristiana era tan profunda que se dedicó a atacar a los paganos, quienes por primera vez eran perseguidos en lugar de ser los perseguidores. Después de Teodosio, el imperio, agotado y vacío de contenido, solo existía porque a sus enemigos no les convenía destruirlo del todo. Cada vez era más aparente y menos efectivo.

El siglo V fue un desastre en el que se sucedieron 17 césares, algunos de ellos bárbaros o impuestos por los bárbaros, los cuales saquearon Roma en tres ocasiones, hasta que el último emperador nominal de Occidente, Rómulo Augusto (‘Augústulo’), fue confinado en Nápoles por el hérulo Odoacro, que se autoproclamó rey de Italia en 476. Así, la senda de Europa se internó en el bosque crepuscular de la Edad Media.

Fotograma de La última legión
Fotograma de la película La última legión (2007, Doug Lefler), en la que Thomas Brodie- Sangster da vida a Rómulo Augusto. Foto: AGE.

Cortesía de Muy Interesante



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