En plena era del fitness, cuesta imaginar que hace más de 500 años, en monasterios, palacios y caminos rurales, también se hablaba de equilibrio físico, bienestar corporal y actividad física. Y sin embargo, lo hacían. Aunque no había pesas, bicicletas estáticas ni rutinas de gimnasio, los hombres y mujeres del Medievo no eran ajenos a la necesidad de moverse. Y lo hacían con un propósito muy diferente al de hoy: mantener la armonía de cuerpo y alma.
Cuerpos en movimiento, mentes en calma
A diferencia de nuestra visión contemporánea, que tiende a separar el ejercicio físico de otras esferas de la vida, los medievales integraban el movimiento dentro de un marco más amplio: el cuidado del alma. En un mundo profundamente marcado por la religión y la medicina galénica, ejercitarse no era una cuestión de estética ni de rendimiento, sino de equilibrio.
El cuerpo humano se entendía como un recipiente de humores –sustancias como la sangre, la flema o la bilis– que debían mantenerse en equilibrio para evitar enfermedades. Una caminata al amanecer, una sesión moderada de equitación o una partida de esgrima no eran solo actividades recreativas: eran herramientas para preservar ese delicado balance interno.
Aunque hoy pueda parecer curioso, existen registros de monjes escalando cuerdas, cruzando a saltos los jardines del monasterio o practicando remo como parte de su disciplina diaria. Las órdenes religiosas más estrictas entendían el ejercicio como una forma de prevenir enfermedades del cuerpo… y del espíritu. Caminar al aire libre, preferiblemente en contacto con la naturaleza, se consideraba un remedio contra la melancolía.

El noble arte de mantenerse en forma
Mientras que los campesinos ejercitaban sus músculos de manera inevitable a través del trabajo físico en el campo, los nobles, liberados de esas tareas cotidianas, desarrollaron sus propias formas de actividad física. Cazar, montar a caballo, practicar esgrima o luchar cuerpo a cuerpo no solo eran habilidades útiles en el campo de batalla: también se valoraban como formas de educación, disciplina y autocontrol.
En las cortes europeas, era habitual encontrar manuales con consejos sobre cómo conservar la salud, especialmente entre los sectores privilegiados. Estos libros, conocidos como regimina sanitatis, ofrecían pautas detalladas sobre dieta, sueño y movimiento, adaptadas a cada edad y estación del año. Para los jóvenes, se recomendaban juegos al aire libre; a los ancianos, paseos suaves bajo el sol del mediodía.
Una regla era clara: jamás se debía hacer ejercicio después de comer. Se creía que el cuerpo, ocupado en digerir los alimentos, no podía hacer frente al esfuerzo físico sin causar un desequilibrio interno. Por eso, las actividades más vigorosas se reservaban para la mañana, cuando el estómago estaba vacío y el cuerpo “limpio” de humores nocivos.
Caminar sí, correr no
Pese a lo que pudiera pensarse, los medievales no eran amigos del agotamiento extremo. La moderación era una virtud. Correr, por ejemplo, se consideraba innecesario y hasta peligroso para el equilibrio de los humores. Lo ideal era caminar a paso vivo, sin llegar a perder el aliento. La meta no era alcanzar marcas personales, sino activar suavemente el cuerpo y mantenerlo en funcionamiento.
Esta preferencia por lo moderado no impedía, sin embargo, que existieran actividades físicas exigentes. La lucha libre era popular entre caballeros, y el tiro con arco era casi una obligación entre los soldados. Incluso el baile, que en ciertas cortes adquiría formas acrobáticas, se consideraba una forma de ejercicio legítimo, siempre que no llevara al exceso.
Más allá del movimiento en sí, lo importante era el entorno. Hacer ejercicio al aire libre, rodeado de árboles, colinas o el sonido del mar, se consideraba un bálsamo para el alma. Muchos conventos y monasterios invirtieron esfuerzos y recursos en crear jardines y paseos, conscientes del impacto positivo de la naturaleza sobre el bienestar espiritual.
El deporte no era para todos
Aunque el ideal del ejercicio estaba presente, no todos podían permitirse seguirlo. La mayoría de la población –campesinos, sirvientes, artesanos– ejercitaban su cuerpo sin necesidad de consejos médicos. Su rutina diaria incluía arar la tierra, acarrear leña, transportar agua o subir cuestas con cargas pesadas. Para ellos, hablar de “hacer ejercicio” sería tan extraño como para nosotros lo sería “descansar después de dormir”.
El ocio activo estaba reservado para las clases altas. Juegos como el tenis, el ajedrez físico (una especie de esgrima deportiva) o incluso la caza con halcones, eran patrimonio de la nobleza. Mientras tanto, ciertas actividades estaban mal vistas por la élite. El fútbol medieval, por ejemplo, era considerado vulgar, violento y propio de las clases bajas. De hecho, algunos manuales de comportamiento recomendaban evitarlo por ser dañino para el cuerpo… y el alma.

Cuando el alma pesa más que los músculos
Hoy, la mayoría de nosotros asociamos el ejercicio con cuerpos esculpidos, dietas hipocalóricas y entrenamientos de alto rendimiento. Pero en la Edad Media, el cuerpo no era un templo de perfección estética, sino un vehículo hacia la vida eterna. Un cuerpo saludable era aquel que permitía servir a Dios, cumplir con los deberes sociales y mantener la mente libre de tentaciones.
El ejercicio, entonces, era una práctica espiritual. Caminar por el claustro, remar en silencio, cuidar un huerto o pasear entre las flores eran formas de cuidar el cuerpo y preparar el alma. El cuerpo debía estar en forma, sí, pero no para mostrarlo, sino para vivir bien… y morir mejor.
De alguna manera, esta visión holística del bienestar parece estar regresando. En un mundo saturado de métricas, relojes inteligentes y cuerpos de escaparate, quizás los medievales, con su equilibrio entre cuerpo y espíritu, tenían algo importante que decirnos.
Cortesía de Muy Interesante
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