Dicen los vecinos más veteranos de la madrileña calle de Claudio Coello que la grieta en la calzada frente al número 104 siempre vuelve a abrirse. Esa perceptible fisura, que la geología se obstina en mantener, es una demostración de que las heridas de esta historia, la del asesinato del presidente del Gobierno de Franco, Luis Carrero Blanco, por un comando de ETA, no están cerradas del todo.
El atentado contra Carrero fue el golpe más atrevido que recibió la dictadura en sus cuarenta años de duración. La eliminación del presidente del Gobierno, el único colaborador al que Franco le había concedido su confianza sin altibajos durante décadas y al que le correspondería ejercer de guardián de las esencias cuando se produjera el previsible fallecimiento del Generalísimo, removió el tablero político que este había querido dejar “atado y bien atado”.
Al mismo tiempo, el magnicidio causó una conmoción nacional e internacional por el modo en que se llevó a cabo: no solo porque se produjo en plena capital del Estado, en uno de sus barrios más selectos y afectos al régimen, el de Salamanca, donde los etarras consiguieron excavar impunemente en el subsuelo durante meses –desde un sótano que alquilaron como si fuera para un escultor, lo que les permitía justificar los ruidos de la excavación– e introducir una enorme cantidad de dinamita, entre 50 y 75 kilos, sino porque fue una acción inédita.
Por último, la autoría del asesinato también resultó sorprendente: ETA era todavía un movimiento terrorista que solo había actuado en el País Vasco y cuyas siete víctimas mortales hasta entonces no ocupaban altos cargos. A pesar de la notoriedad internacional que había alcanzado por el Proceso de Burgos de 1970 contra 16 de sus miembros, para muchos españoles, a los que la información les llegaba con cuentagotas, resultaba una organización a la que percibían como lejana, incapaz de inmiscuirse en sus vidas.
Trampa en el número 104
Los hechos ocurrieron a las 9:36 horas de la mañana del 20 de diciembre de 1973. A esa hora, un coche oficial Dodge del modelo 3700 GT y de color negro traslada al presidente del Gobierno desde la iglesia de San Francisco de Borja, en la calle de Serrano, hacia su despacho oficial en la Castellana. El vehículo apenas ha recorrido unos metros: tras recoger a su ocupante en la puerta del templo, el chófer José Luis Pérez, de 33 años – los tres últimos conduciendo para Presidencia del Gobierno–, debe buscar la calle más próxima para ir en sentido contrario al de la conocida arteria del barrio de Salamanca. Así que gira enseguida a la izquierda por Juan Bravo y vuelve a virar, otra vez a la izquierda, para enfilar por Claudio Coello. En el vehículo, además del presidente y el chófer, también viaja un escolta, el veterano inspector de policía Juan Antonio Bueno Fernández, de 52 años.
Cuando llegan a la altura del número 104 se encuentran, curiosamente, en el lado contrario de la misma manzana en la que Carrero había asistido a misa. En ese momento, el chófer se ve obligado a escorarse hacia el lado derecho de la calzada, porque un coche en doble fila le dificulta el paso. Muy cerca, hay dos hombres vestidos de electricistas.
Ninguno de los dos es lo que parece. Se trata de terroristas de ETA, que ha desplazado a multitud de efectivos a Madrid desde tiempo antes para que pasen inadvertidos. Están esperando al coche: saben que debe llegar a esa hora, lo han comprobado hasta la saciedad y han colocado una raya vertical de pintura roja en una pared colindante para saber cuándo el vehículo estará justo encima de los explosivos depositados en el subsuelo. Uno de los falsos operarios, Jesús Zugarramurdi, alias Kiskur, grita “¡Ahora!” a su colega José Miguel Beñarán, alias Argala, y este aprieta el botón de un dispositivo eléctrico que lleva oculto. Así activa la carga subterránea, que estalla debajo del automóvil en el momento prefijado.
Aunque el Dodge pesa más de dos toneladas, la fuerza de la gran cantidad de explosivo colocada lo eleva en el aire más de 20 metros hasta superar la altura del edificio más próximo, el convento de los mismos jesuitas a quienes pertenece la iglesia, y cae por su patio interior, donde aterriza. Mientras en la calle se desata el terror, uno de los religiosos acude con santos óleos para dar la extremaunción, aunque desconoce a quién está administrando el sacramento. Todavía no ha muerto ninguno de los tres ocupantes: fallecerán todos, minutos más tarde, en el hospital al que son trasladados.
En Claudio Coello ha quedado, como testigo mudo de los hechos, un inmenso boquete que se va llenando de agua hasta sumergir a uno de los coches aparcados. Los etarras, entretanto, han sembrado la confusión gritando “¡Gas!, ¡gas!”, y aprovechan el aturdimiento colectivo para salir corriendo hasta la cercana calle de Diego de León, donde les espera otro terrorista, Javier Larreategi, alias Atxulo, con un coche en el que escapan.
“No hay mal que por bien no venga”
Más allá de su impacto material, el explosivo de Claudio Coello 104 fue un trallazo directo al corazón del régimen franquista. E hizo mella. Franco, que padecía ya la enfermedad de Parkinson, rehusó presidir el cortejo fúnebre que trasladó por las calles de Madrid el féretro de Carrero Blanco; en su lugar lo hizo el príncipe Juan Carlos. Sí que acudió Franco a la misa funeral, pero quienes allí lo vieron contemplaron al antaño imperturbable general llorando y sollozando en público al darle el pésame a la viuda (imagen luego publicada en los diarios). ¿Había logrado ETA darle la puntilla al franquismo?
A corto plazo, no. Lo que consiguió el atentado fue apuntalar a los sectores más duros del régimen, que vieron en el atrevimiento de ETA una demostración de sus tesis de que las medidas aperturistas solo podían traer desastres. Esta visión era defendida tanto por los falangistas, la familia del régimen en la que predominaban sus representantes más intransigentes, como por un núcleo tanto o más influyente: la familia –la de verdad– del propio Francisco Franco. Su esposa, Carmen Polo, era reacia a las reformas y sería una de las principales defensoras de que, en la tesitura de escoger un sucesor para Carrero Blanco, se nombrase a Carlos Arias Navarro, por entonces ministro del Interior.
Franco le haría caso y el día 29 se anunció la elección de Arias. La decisión causó perplejidad: como responsable de la cartera de Interior, era la persona a señalar por un fallo de seguridad tan evidente como el que había permitido a unos pocos terroristas acabar con la vida del máximo responsable ejecutivo del gobierno de España en plena capital.
El asombro se vería refrendado cuando, un par de días después, durante su tradicional discurso de Fin de Año, el dictador utilizase el popular refrán “No hay mal que por bien no venga” en su intervención. Todo el mundo lo interpretó en relación al atentado contra Carrero y, desde entonces, los analistas siguen preguntándose qué quería decir Franco con una alusión aparentemente tan desconsiderada.
La explicación podría estar en la limpieza de personajes aperturistas que Arias iba a emprender nada más tomar posesión como presidente y que indicaba un deseo de Franco de volver a las esencias: los adscritos a la familia tecnócrata opusdeísta, principales artífices de las medidas liberalizadoras de la economía en la década anterior y vinculados a Carrero, perdieron sus carteras ministeriales. El prometedor Laureano López Rodó, su figura con más proyección y cercano colaborador de Carrero desde años atrás, que meses antes había sido promocionado a ministro de Asuntos Exteriores, fue desposeído de su puesto y relegado al cargo de embajador en Viena.
Con la perspectiva del tiempo, sin embargo, los principales analistas coinciden en que este enroque de los franquistas más duros no hizo sino reafirmar a quienes consideraban imprescindible evolucionar hacia una democracia homologable a las europeas, posición que abanderaría decisivamente el príncipe Juan Carlos, que salió de la crisis claramente reforzado en su perfil público frente a otros personajes más atrabiliarios. Visto así, a medio plazo el atentado sí que habría llevado al final del franquismo.
La Operación Ogro
A principios de 1974 se publicaba en el País Vasco francés un libro que llevaba el explosivo título de Operación Ogro: cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco. El Ogro no era otro que el presidente del Gobierno, a quien denominaron así en clave los etarras por sus espesas cejas.
La obra, contada desde la perspectiva del comando autor del atentado, estaba escrita en un tono entre el reportaje y el thriller, con multitud de detalles humanos sobre los terroristas, y la firmaba un desconocido Julen Agirre. Este, se sabría después, era el seudónimo bajo el que se escondía un personaje que había sido clave para el éxito de la acción: la catalana Genoveva (Eva) Forest, hija de anarquistas y militante de los círculos de la izquierda más radical, que por aquel entonces vivía en Madrid y ayudó a los etarras en la logística de su instalación en la capital gracias a sus contactos con activistas antifranquistas.
El libro, en el que la autora procuró incluir algunos datos inventados que dieran pistas falsas a la policía y los servicios de información para entorpecer su investigación, es la fuente de la que nacen toda una serie de enigmas y controversias sobre el magnicidio.
El principal aspecto que sigue hoy alimentando teorías es la referencia a un misterioso personaje vestido con gabardina que, en una reunión con los terroristas Argala y Wilson (Iñaki Pérez Beotegi) en la madrileña cafetería Mindanao, les habría informado de la invariable costumbre del almirante Carrero Blanco de acudir a la misa diaria matinal en el mismo templo y realizando siempre el mismo itinerario. Este dato resultaría clave para ETA, porque inicialmente la banda había planeado un secuestro, no un asesinato. La decisión de acabar con su vida vendría al comprobar este extremo –los terroristas acudieron a la misma misa que el presidente del Gobierno para corroborarlo– y llegar así al convencimiento de que acabar con la vida de la tercera autoridad del Estado estaba, en cierta forma, al alcance de la mano.
No está comprobado que el misterioso soplón existiera, pero la impecable información junto a otros datos colaterales –la cercanía del lugar de los hechos a la embajada estadounidense (en la calle de Serrano) y la visita a Madrid del secretario de Estado de EE. UU., Henry Kissinger, hasta el día anterior al atentado– han llevado a muchos periodistas y autores a apostar por una implicación de la CIA. Se han citado multitud de circunstancias que podrían haber llevado a los servicios secretos americanos a utilizar a ETA, sin que esta lo supiera, como brazo ejecutor. Carrero Blanco, según esta versión, era visto por los americanos como un “más de lo mismo”, que a la muerte de Franco ejercería de tapón para la conversión de España en una democracia homologable con las occidentales.
Conspiraciones y polémicas
Además de la CIA, se ha dicho también que dentro del régimen hubo sectores interesados en acabar con Carrero. No se llevaba bien con el búnker franquista, que encabezaban entonces el falangista Girón de Velasco y otros influyentes generales “azules”, así como la propia familia de Franco: su esposa, Carmen Polo, y su yerno, Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de Villaverde.
Sin embargo, las teorías conspirativas no han acabado de encontrar documentos que las apoyen. En los archivos de la CIA que se han ido desclasificando no ha aparecido la esperada prueba que relacione a la agencia con el magnicidio. Y se ha apuntado que el misterioso “hombre de la gabardina” no fue más que un personaje urdido para su libro por Eva Forest, otra pista falsa para no incriminarse ella misma, que habría sido quien obtuvo la información clave. Los que podrían aportar más luz ya no están: Argala fue asesinado en 1978 en Francia por el Batallón Vasco Español, en venganza por haber sido el autor material del atentado, y tanto Forest como Wilson fallecieron de muerte natural en 2007 y 2008, respectivamente.
El atentado, por su significación, es uno de los que más se recuerdan de la triste historia de ETA, y su influencia sobre el fin del franquismo hace que algunos lo justifiquen, con la consiguiente controversia. En 2018, llegó al Tribunal Supremo el caso contra una tuitera que bromeó sobre el suceso aludiendo a él con el título de la película Tres metros sobre el cielo. Fue absuelta, pero la polémica demuestra que la grieta no acaba nunca de cerrarse.
Cortesía de Muy Interesante
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