El conocimiento de cualquier cosa, dado que todas las cosas tienen causas, no es adquirido o completo a menos que sea conocido por sus causas. (…) Por lo tanto, en medicina debemos saber las causas de la salud y la enfermedad”. Eso escribió Avicena hace mucho tiempo. Corría el siglo XI, y el gran galeno de la Edad Media puso sobre la mesa la necesidad de un diagnóstico, de determinar las causas de cualquier dolor o mal.
En este sentido, ponía coto a algo que el historiador Laín Entralgo comprende como una de las consecuencias de la peste negra: la exaltación de las supersticiones y de ciertas prácticas religiosas viciosas, como –por ejemplo– la procesión de los flagelantes para expiar los pecados. No había pecados que expiar frente a la peste, sino mucho que higienizar y aislar. Su énfasis en la atención minuciosa al paciente lleva a la medicina actual.
Cuarenta días de aislamiento
En uno de los cinco volúmenes de Al-qanun fi al-tibb o El Canon de medicina, la obra magna de Avicena que se convertiría en siglos posteriores en uno de los ejes de los estudios de la medicina occidental, se describe el método de aislamiento durante un período determinado que él denominaba arbainiyaa, del árabe arba’in (cuarenta), que es lo que nosotros conocemos como cuarentena. Y es que Avicena había reparado en que, antes del inicio de la peste, las ratas comenzaban a morir en las calles, pero nadie en muchos siglos había encontrado una explicación.
Durante las primeras pandemias, ya se había observado que el riesgo de enfermar aumentaba al aproximarse a los afectados; es decir, que los enfermos transmitían el mal. Pero ¿cómo podía ocurrir esto cuando no había contacto directo? Debido al contagio aéreo, se decían, un término que afloró por entonces. Siglos antes del estudio minucioso bajo el miscroscopio, Avicena recogió en su obra que una patología podía dispersarse mediante partículas muy diminutas. Esas partículas se mantenían flotando en el aire, contactaban. Tiempos después, se observó que podían posarse en las ropas de los fallecidos y que de este modo también podía transmitirse el mal.
Estas observaciones fueron confirmadas ampliamente durante la peste negra, pues dada su duración y extensión permitió constatar la importancia de la higiene, de la profilaxis y de términos como el aislamiento (apartarse) y el acordonamiento (cuarentena, cierre y protección de fronteras).

Álbum.
Barcos anclados en alta mar
La palabra cuarentena, en el ámbito occidental, proviene de quaranta giorni en italiano, que a su vez deriva de la palabra quadraginta en latín, que se traduce como cuatro veces diez y posee origen religioso (recordemos los cuarenta días que Cristo permaneció en el desierto ‘limpiando’ su alma y luchando con el diablo). Se empezó a usar con sentido médico con el aislamiento de cuarenta días al que se sometía a personas y bienes sospechosos de portar la peste bubónica durante la pandemia de Venecia, en el siglo XIV.
Porque la bella ciudad de los canales, conocida por su tradición mercante con Oriente, decretó que un barco debía esperar cuarenta días anclado en alta mar antes de atracar en su puerto, ya que ese era el período en que se consideraba que se podía incubar la peste hasta dar la cara con síntomas. Así, del decir veneciano procede la palabra cuarentena que hoy todos usamos.
Quién era Avicena
Abu Alí al-Husayn ibn’Abdallah ibn’Alí Ibn Sina, conocido con el nombre españolizado de Avicena, nació en el año 980 en una pequeña aldea cercana a Bujará, entonces capital del Imperio samánida y hoy quinta ciudad más poblada de Uzbekistán. Perteneciente a una familia acomodada chiita, fue educado por su padre Abdallah, un funcionario que llegó a ser gobernador de Balja, pueblo situado en la zona septentrional de Afganistán, y prefecto de un distrito en Bujará.

Su madre, Sitora, procedía de una familia campesina humilde. Desde niño aprendió griego y latín y, ya joven, realizó estudios de geometría, cálculo, gramática, mística, poesía, música, derecho, religión y medicina. A los 16 años, dominaba todo lo que se conocía de dichas disciplinas, y a los 18 se le consideraba un experto en medicina y escribía literatura científica variada.
Fue un viajero incansable que recorrió numerosos lugares de Persia. Así, hasta el año 1012 vivió en Gorgán, y luego en Rayy y en otras ciudades. Hablaba persa, pero no conocía el árabe en profundidad, por lo que estudió durante tres años literatura y gramática árabes. Se le describe como un hombre modesto y sincero, de buena presencia, activo, con una extraordinaria capacidad intelectual y amante de las artes y los placeres.

Médico del emir-sultán
Estudió medicina, su gran pasión, desde la adolescencia, leyendo prácticamente todo lo escrito por sus predecesores en esta materia, como por ejemplo Galeno e Hipócrates. En el año 1002 compuso una obra para corregir los errores que había apreciado en sus tratados. Por sus conocimientos, a los 17 años se convirtió en el médico y consejero del sultán o emir de Bujará, quien lo convocó por sentirse enfermo, tras haber fracasado varios médicos. Lo curó de una intoxicación por beber en una copa pintada con pigmentos de plomo.

Gracias a esto, el sultán le dio acceso a su biblioteca, conocida como “El santuario de la sabiduría”. Cuando esta biblioteca fue destruida por un incendio fortuito, se dijo que no había que preocuparse, ya que todo su legado estaba guardado y atesorado en la cabeza de Avicena.
‘El Canon de medicina’
En 1012, a los 32 años, comenzó a escribir El Canon de medicina, obra que abarcaba todo el saber de su tiempo e incluía análisis de teorías y preceptos médicos antiguos. Este compendio, que compitió con La Biblia en número de impresiones y fue halagado por su contenido y por su lenguaje, tanto literal como metafórico, se convirtió en el texto básico de las escuelas de medicina de Occidente en el siglo XIII (por ejemplo, se estableció su enseñanza en la Universidad de Salamanca, porque se consideraba más consistente que los textos de Galeno).

Se trataba de una compilación sistematizada de aportaciones no muy extensas –para que pudiesen ser memorizadas por sus discípulos– sobre salud e higiene, fisiología, patología terapéutica y otras materias médicas, tomadas de estudiosos indios, persas, griegos y romanos (Hipócrates, Galeno, Dioscórides, Aristóteles…) y enriquecidas con aportes de sabios árabes, con observaciones y nociones de lógica y física propias de Avicena.
Sin embargo, en 1521, en la noche de San Juan, Paracelso, el profesor más joven de la Universidad de Basilea, arrojó al fuego una copia del Canon de Avicena. Con ello, el que es conocido como “alquimista de Dios” –descubrió que “lo símil se cura con lo símil”, principio de la homeopatía– daba carpetazo a toda una época. Porque, desde los presupuestos alquímicos, Paracelso simbolizaría la ruptura con el método galénico, basado en la curación mediante emplastos de plantas y animales y con el que se identificó el Canon de Avicena. Con la alquimia y el empleo de tres principios alquímicos (mercurio, azufre y sal) como receta médica, fundó las bases de la química y de la medicina modernas. Avicena quedaba atrás, pero no puede obviarse su inmenso saber.

Cortesía de Muy Interesante
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