Desde Beijing
Solo quince minutos de caminata separan a la Ciudad Perdida -emblemática residencia de la china imperial- de un luminoso local de Apple Store, ubicado en el centro comercial de Wangfujing. En Beijing, hay lugar para todo. Autos de Tesla, BMW y Audi se cruzan con motos eléctricas y bicicletas pequeñas por las inmediaciones del Zhongnanhai, la oficina central del Partido Comunista. Visitar la ciudad es un golpe al prejuicio, pero también al ego. La escala humana se ubica en un tercer o cuarto plano frente a la inmensidad de sus edificios, parques, shoppings y autopistas. Es una capital que impone su propio espacio y tiempo. Recorrerla es moverse en dos velocidades contrapuestas: entre el vértigo de la modernidad y el silencio de sus templos; entre el desborde vehicular y la calma de sus frondosos espacios verdes.
Invitado a participar del Centro de Comunicación de Prensa Internacional de China (CIPCC), Página/12 viajó 19 mil kilómetros para conocer, entre otras cosas, una de las ciudades más antiguas del mundo y un centro neurálgico del desarrollo tecnológico. Se trata de un territorio que tiene una superficie similar a Tierra del Fuego, en el que viven la misma cantidad de personas que en la Ciudad y provincia de Buenos Aires y que genera el equivalente al Producto Bruto Interno (PBI) de toda la Argentina. Una potente economía local dentro de un gigante global.
La primera impresión al llegar a Beijing es que somos minúsculos. Todo es enorme. Lo antiguo y lo moderno. Desde la imponente Plaza de Tiananmén (construida en 1417 durante la dinastía Ming), pasando por los diez carriles de la avenida Chang’an (una de las más grandes del mundo) hasta llegar al Jin Yuan Mall, un centro comercial de 6 pisos que tiene 230 escaleras mecánicas, 1.000 locales y una superficie total que es 4 veces el estadio Monumental. En la búsqueda de impacto visual, también sobresale el China Zun. Un edificio que, con sus 109 pisos y más de 500 metros de altura, llega a tocar el cielo en el centro financiero del distrito. Son símbolos de una estética poderosa. Sin embargo, al bajar la mirada, nos encontramos que estas enormes edificaciones conviven con los llamados Hutong, los estrechos callejones de los barrios históricos de Beijing. En estos pasillos laberínticos están instaladas las casas antiguas. Pequeños hogares de un solo piso, con patios centrales, que están construidos con ladrillos grises y techos de teja. Son espacios tradicionales de una ciudad en donde el contraste habita en armonía.
La segunda impresión es que en Beijing los números no cierran. Son 22 millones de personas, pero sus veredas no están abarrotadas de gente. Una hipótesis no comprobada es que las altas temperaturas de agosto (más de 30 grados en algunos días) y la extensa red de transporte público desalientan caminar. El metro, por ejemplo, tiene una extensión de 879 kilómetros (la distancia que hay entre Rosario y Mendoza) y cuenta con 29 líneas que abrazan a toda la ciudad. Los ramales son tantos que a veces no alcanzan a distinguirse los colores de cada uno. Sobre la superficie, el contexto es más complejo. Atravesar la velocidad del tránsito es todo un desafío. Los autos eléctricos de última generación, los taxis de color xeneize y los colectivos repletos de pasajeros se enfrentan en las esquinas con motos y bicicletas, que en algunos puntos de la ciudad comparten carriles exclusivos y tienen el hábito de circular por las veredas.
El caos vehicular, habitual de las grandes metrópolis, choca de frente con la serenidad de los parques. Rodeados de verde, todos los días se puede encontrar a personas que duermen la siesta o realizan Tai Chi, una disciplina que combina artes marciales con meditación. Otros, mientras tanto, juegan al ping-pong, practican caligrafía tradicional en el suelo con agua o, simplemente, se entretienen mirando la pantalla de sus teléfonos.
La tercera, y última impresión, es que en Beijing la presencia del Estado en el control de la seguridad es total. No hay calle o esquina que no esté integrado el sistema de vigilancia. Caminar por la noche no es una preocupación, tampoco dejar olvidada una billetera o mochila en la vía pública. Los efectivos policiales no tienen protagonismo y, según las estadísticas de la ONU, la tasa de criminalidad en China es muy baja, incluso comparado con los países europeos. El efectivo y las tarjetas, por otro lado, son obsoletos. Los comercios están preparados y esperan que se les pague con código QR. Las aplicaciones esenciales que centralizan todos los servicios son WeChat y AliPay: hacer compras, pagar el Metro, pedir un taxi o utilizar las bicicletas de la ciudad. Es una sociedad milenaria que no funciona sin celular.
Estas son apenas las primeras fotografías de un viaje que Página/12 comenzó esta semana –invitado por la Asociación de Diplomacia Pública de China (CPDA) — y finalizará a mediados de diciembre. Se trata de un programa de intercambio que reúne a más de 100 periodistas de América Latina, Asia, África y Oceanía, que participaremos en actividades diplomáticas, conferencias sobre el desarrollo de China y el vínculo con los medios de comunicación del mundo, además de conocer el día a día de la cultura nacional.
Con el correr de los meses iremos ampliando las impresiones respecto de un país infinito, que trae consigo una cultura milenaria y guía el futuro. El gran desafío de la experiencia será derribar los prejuicios occidentales para intentar entender la organización social de lo que denominan “socialismo con características chinas”. Un modelo mixto y abierto, que garantiza la justicia social, y en el que coexisten los vehículos eléctricos de Elon Musk y el legado de Mao Zedong.
Cortesía de Página 12
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