Puede que los humanos no nazcamos precisamente con un pan bajo el brazo, pero sí dotados de un sistema inmunitario que es todo un portento defendiéndonos de los agentes patógenos que continuamente nos rondan. “Cuando uno nos ataca, primero actúa el sistema inmune innato, compuesto principalmente por macrófagos, que dan la voz de alarma, pero de un modo inespecífico, es decir, sin tener en cuenta el tipo de agresor”, indica en una entrevista a MUY la inmunóloga Matilde Cañelles, del Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra, en Granada.
Mientras llegan los refuerzos, los macrófagos no se lo piensan dos veces y se enfrentan a los invasores. Literalmente, se los comen. No en vano, se trata de células fagocitarias que se dedican a digerir microorganismos. Puede que sean un poco toscos, pero resultan muy eficaces como primera línea de defensa y proporcionan información clave sobre el enemigo a las células del sistema inmune adquirido o adaptativo.
En esencia, este último está formado por un ejército especializado de linfocitos –un tipo de leucocito o glóbulo blanco– entrenados para combatir individualmente a cada agente patógeno en concreto. Se toman su tiempo –a veces incluso necesitan varios días para activarse por completo–, pero, una vez que irrumpen en el campo de batalla y la milicia de macrófagos les enseña las armas del enemigo, responden de un modo implacable.
El líder del ejército
El cabecilla, por así decirlo, es el denominado linfocito t colaborador, un tipo celular que actúa como coordinador del resto del citado ejército. A fin de cuentas, es el que dispone de los receptores de antígeno altamente específicos –los antígenos son sustancias que inducen una respuesta inmunitaria en el organismo, lo que provoca la formación de anticuerpos–, capaces de reconocer y diferenciar miles de millones de moléculas diferentes.
Una vez que es fichado el adversario, no hay tiempo que perder. Urge poner en marcha a los linfocitos T citotóxicos, muy destructivos y capaces de neutralizar las células infectadas; y a los linfocitos B, que fabrican los anticuerpos o inmunoglobulinas (Ig), unas moléculas específicas para cada atacante. Además –y aquí viene lo realmente interesante– pueden recordarlo durante años. Existen cinco clases de anticuerpos, de los cuales, el que se conoce como IgG es el que proporciona mayor nivel de protección inmunitaria frente a los invasores.
En definitiva, el mecanismo defensivo de nuestro organismo se pone en marcha cuando el rápido, pero desmemoria do sistema inmune innato, liderado por los macrófagos, detecta a un agresor; y culmina cuando los batallones de linfocitos se movilizan al unísono para enfrentarse a él con todas sus armas, lo que incluye los anticuerpos que conservan una memoria inmunitaria. Esto hace que la respuesta sea más rápida, específica e intensa si tiene lugar una segunda exposición al agente patógeno, sea este un virus, una bacteria o un hongo.

Posibles consecuencias fatales y la acción de las vacunas
Todo esto sería perfecto si no fuera porque la primera vez que nos enfrentamos a un germen, el sistema inmune puede tardar más de la cuenta en coger le el puntillo. Eso implica que no siempre le da tiempo a conocer lo suficiente al enemigo para salir victorioso. De hecho, las consecuencias pueden ser fatales cuando el microorganismo al que nos enfrentamos está decidido a acabar con nosotros, como ocurre con los virus de la viruela, la rabia y la poliomielitis. Ahí es donde entran en juego los científicos.
Desde 1796, cuando Edward Jenner inoculó a un niño la primera vacuna de la historia –para combatir la viruela–, se sabía que la exposición a una variante débil de la enfermedad podía proteger de las infecciones que ocasionaban las versiones más mortíferas. En 1880, el bacteriólogo Louis Pasteur dio un paso más allá y planteó que, en vez de esperar a que los gérmenes ataquen, podíamos enseñar al sistema inmune a defenderse de ellos con antelación.
La idea era que se entrenase con microorganismos atenuados, similares a los que tendría que hacer frente, pero inocuos, incapaces de hacernos daño. Entre mayo y junio de aquel año, Pasteur llevó a cabo con éxito un experimento con animales de granja, a los que había inyectado un cultivo debilitado de bacterias Bacillus anthracis. Solo los que habían sido protegidos de ese modo sobrevivieron cuando, tiempo después, se les inoculó otro mucho más virulento.
Aquel ensayo marcó el origen de las vacunas, tal como hoy las entendemos, esto es, unas sustancias que generan inmunidad sin necesidad de enfermar.
Hasta la actualidad
Casi siglo y medio después, estas se han sofisticado notablemente. Aún las hay que se generan a partir de gérmenes completos, como hizo el mencionado Pasteur cuando desarrolló la de la rabia. Pero las hay que solo utilizan algunas partes o fragmentos de ellos.
“En las vacunas con un virus completo, este se inactiva o se atenúa, de modo que provoca una respuesta por parte del organismo, pero no puede producir la enfermedad”, nos aclara Cañelles.
Cuando se opta por las basadas en partes del virus, se utiliza ADN, ARN o alguna proteína de aquel capaz de generar esa respuesta inmune. En este último caso, el reto es encontrar un antígeno que haga que el sistema inmune reaccione con suficiente fuerza y aprenda a enfrentarse al enemigo cuando aparezca. Para ello, también se buscan adyuvantes, es decir, moléculas que amplifican la señal inicial de peligro.
Cañelles se refiere a los virus porque “históricamente se ha invertido mucho más esfuerzo en producir vacunas contra ellos que contra las bacterias, ya que estas últimas se pueden tratar con antibióticos”. Pero la creciente resistencia que muchas estirpes bacterianas han empezado a presentar a estos fármacos en las últimas décadas lleva a cada vez más investigadores a centrarse en ellas.
En cualquier caso, su obtención es parecida, excepto por una salvedad: “Como base de la vacuna para algunas bacterias se utilizan sustancias tóxicas que estas producen o azúcares de su membrana, cosa que no se podría utilizar con los virus, ya que estos ni segregan toxinas ni contienen los mencionados azúcares”, especifica esta experta del CSIC.
Pero, ¿cómo es entonces la vacuna ideal?
Enrique García Olivares, inmunólogo de la Universidad de Granada, nos dibuja un perfil rápido: es aquella que produce un nivel adecuado de inmunidad duradera, lo que evita la infección por un determinado germen, y que, a la vez, es barata, fácil de conservar y no produce efectos secundarios.
“Además, desde el punto de vista de la respuesta inmunitaria, esta debería producir anticuerpos IgG –lo que implica que será más eficaz–; y, sí el germen penetra a través de las mucosas –como hacen la mayoría–, anticuerpos IgA secretora, que están presentes en las secreciones mucosas”, advierte García Olivares.
Por su parte, Cañelles insiste en que una buena vacuna no solo debería suscitar que el organismo quede protegido frente a un agente patógeno si se cruza con él en el futuro, sino que su acción debe ser moderada y no causar esos indeseados efectos secundarios. “Por eso son tan importantes los periodos de ensayos clínicos, en los que se estudian todos estos factores en diferentes sectores de la población”, recalca Cañelles.
Es más, si quisiéramos ser puntillosos, otro requisito a tener muy presente es que la candidata a vacuna ideal no solo debería producir anticuerpos: “En el caso de los gérmenes que se introducen en el interior de las células –como los virus–, es importante que también ponga a trabajar a los linfocitos T citotóxicos, de modo que destruyan a aquellas que han sido infectadas”, puntualiza García Olivares.

Armas poderosas
Lo que resulta indiscutible es que las vacunas son una de las armas más poderosas que existen para combatir las enfermedades. Salvan como mínimo tres millones de vidas al año, una cifra que se podría duplicar si la cobertura vacunal infantil en los países en vías de desarrollo fuera completa. Es más, gracias a la vacunación evitamos que enfermen muchos millones de personas más. Y eso a pesar de que aún quedan muchas enfermedades para las que aún no se ha encontrado una.
Los avances en bioinformática, ingeniería y edición genética auguran un futuro prometedor en este campo. Así, entre otras muchas cosas, las actuales vacunas inyectables empezarán a verse desplazadas por otras equipadas con microagujas que se colocarán como tiritas, aerosoles nasales y otros formatos indoloros, seguros y fáciles de administrar. De ese modo, no será preciso que las aplique personal sanitario especializado y su uso se extenderá.
Si hay algo que detestamos los humanos del siglo XXI es que nos hagan esperar. La pandemia ocasionada por el coronavirus SARS-CoV-2 es prueba de ello.
Los pasos para una vacuna
Los pasos a seguir para dar una vacuna por válida están sólidamente establecidos. “Primero se deben generar unos conocimientos mínimos sobre la composición y la estructura del virus, patogenia, clínica y respuesta inmune del huésped, entre otras cosas”, nos explica Juan Emilio Echevarría Mayo, jefe de la Unidad de Aislamiento y Detección Viral del Centro Nacional de Microbiología, en Madrid. Luego toca elegir y obtener “el elemento que se vaya a utilizar como inmunógeno, ya sea el virus entero inactivado o atenuado, un virus recombinante, una proteína recombinante vírica, ARN o ADN”.
Le siguen los ensayos in vitro sobre eficacia y seguridad, los ensayos en animales de experimentación y, finalmente, los ensayos clínicos en humanos, en tres fases consecutivas (1, 2 y 3), con poblaciones crecientes de participantes.
Durante la fase 1, en concreto, los científicos trabajan con una población pequeña y sana. Ello les permitirá evaluar tanto la toxicidad de la vacuna como la respuesta inmunológica que induce. La fase 2 se lleva a cabo con un mayor número de personas. Así, tratarán de confirmar los datos obtenidos durante la fase 1 e identificar la influencia de diferentes factores, como la edad y el sexo. En la fase 3 participan entre miles y decenas de miles de sujetos. De ese modo, será posible evaluar la seguridad y la eficacia en un grupo grande.
El procedimiento se alarga aún más si tenemos en cuenta que, como nos explica Echevarría, cada vez que se finaliza un ensayo hay que generar un informe y pedir autorización a diferentes comités para iniciar el siguiente. “Lógicamente, las exigencias de seguridad para dichas autorizaciones van siendo paulatinamente más estrictas, y muchos prototipos son desechados por no poder satisfacerlas”, señala este virólogo.

Organismos reguladores
Finalmente, para cada uno de los pocos prototipos que logren superar con éxito todo el proceso se ha de generar un dosier con toda la información acumulada, que ha de ser presentado a los organismos reguladores. En nuestro caso, se trata de la Agencia Española del Medicamento y la European Medicines Agency.
“Son estos organismos quienes, a la postre, deben autorizar su uso en unas determinadas condiciones y para unos supuestos concretos”, puntualiza Echevarría. Este experto lo califica como “un proceso muy garantista con la salud de la población que irremediablemente lleva tiempo”. El necesario para asegurarse de que solo las vacunas con una actividad intachable llegan al final del proceso.
Lo ratifica Vicente Larraga, profesor de investigación ad honorem en el Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas del CSIC, en Madrid. “La primera y principal virtud de cualquier medicamento o vacuna es no hacer daño; después, curar o prevenir la enfermedad subraya Larraga. Y añade–: Por lo tanto, no podemos tener dudas de que lo que inyectamos en un paciente es cien por cien seguro, y eso supone pasar por todos los controles necesarios”.
Además, hay que comprobar su eficacia, “porque existen vacunas que son inocuas, pero proporcionan una protección ínfima, y eso no nos sirve”, explica Larraga. Según indica, lo mínimo exigible hasta hace poco para las nuevas era un 60 %.
Cortesía de Muy Interesante
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