Bombardeos, razias y limpiezas étnicas

El ataque de Israel a la República Islámica de Irán fue anunciado por Donald Trump (foto) días previos a que se llevara a cabo. Una vez ejecutado, sugirió a las autoridades de Teherán que acepte las condiciones exigidas por Estados Unidos –en relación con el programa nuclear– “antes de que no quede nada”. Mientras el mandatario estadounidense cumple el rol del “policía bueno”, Benjamín Netanyahu se ocupa de enviar una docena de aviones de combate táctico F 35 Adir a bombardear 17 objetivos en la región septentrional persa. Una decisión militar de estas características no pudo ser tomada, por el alto mando israelí, sin la connivencia del Pentágono.

Los ataques al Estado persa están prologados por la decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) de solicitar la captura, en noviembre de 2024, del primer ministro israelí, su exministro de defensa, Yoav Gallant y el comandante de Hamás, Mohammed Deif. Todos ellos han sido acusados por “presuntos crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad” ejecutados durante el conflicto armado iniciado el 7 de octubre de 2023. Argentina es un país firmante del Estatuto de Roma que conformó el CPI. Sin embargo, su presidente, Javier Milei, firma memorándum de entendimientos con el mismo mandatario israelí que tiene pedido de captura. El estatus de convicto dispuesto contra Netanyahu y la coincidencia geopolítica mantenida con Trump motivaron la decisión de avanzar en el viejo sueño de interferir y/o ralentizar el programa bélico iraní. Las acciones militares de Israel están orientadas a garantizar la ventaja nuclear que poseen desde la década del ´60 del siglo pasado y evitar al mismo tiempo el apoyo de Teherán a Hamás, Hezbolá y los combatientes Hutíes de Yemen

La política exterior de Tel Aviv es subsidiaria de la de Washington. Supone una división del trabajo. Ambas se asemejan, cada vez más, a lo que disponen para sus conciudadanos a nivel doméstico. En el caso de Israel, hacia la población árabe israelí (unos 2,5 millones) y sobre todo hacia los palestinos afincados en Cisjordania y Gaza, con una población de más de cinco millones. Esas coincidencias son cada vez más sintomáticas: se avalan las incursiones aéreas israelíes y se persigue a quienes se solidarizan con los civiles palestinos masacrados. Se ejecutan guerras comerciales mientras se estigmatizan a los estudiantes de origen asiático y se prohíbe el ingreso de países árabes a los Estados Unidos. Se amenaza, en forma reiterada, a Panamá y Groenlandia con potenciales invasiones, al tiempo que se realizan redadas racistas contra trabajadores latinoamericanos y caribeños. Se bombardea El Líbano, Siria e Irán y se propagan en forma paralela discursos islamofóbicos. Se estigmatiza a los organismos dedicados a la promoción de los derechos de las mujeres y se destruyen las instituciones federales responsables de su fomento. Se culpabiliza a los países vecinos del narcotráfico mientras se lavan en el mercado financiero los ingentes beneficios económicos de su comercialización.

Trump ha decidido latinoamericanizar (o palestinizar) el trato hacia los estadounidenses mientras una parte de su sociedad se escandaliza. Esa misma fracción –aparentemente democrática– observó con indiferencia, y en ocasiones con complacencia, las operaciones monroístas, las prácticas injerencistas guiadas por el Gran Garrote y los Planes Cóndor impulsados desde las entrañas de las oficinas burocráticas de Washington. Aquello que sufren los países latinoamericanos y caribeños, en términos de prepotencia policial y represión a las comunidades, hoy aparecen replicarse en las redadas de niños, mujeres y familias operativizadas por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por su sigla en inglés).

Estados Unidos asume de forma progresiva el síndrome del carcelero, consistente en reproducir al interior de su sociedad lo que ha diseminado en otras latitudes, sobre todo en aquellas que siempre ha considerado inferiores y/o despreciables. Para la derecha reaccionaria trumpista, el sujeto hostil no es solo extranjero, ni migrante: es un enemigo interno que se ha infiltrado en la pureza estadounidense y la está carcomiendo desde el interior. El 12 de junio, el magnate devenido en mandatario pronunció un discurso en Fort Bragg, la base militar más grande de su país, ubicada en Carolina del Norte. Una de las frases pronunciadas por Trump, más reproducidas por los analistas políticos, refería a que “Generaciones de héroes del ejército no derramaron su sangre en costas distantes solo para ver cómo nuestro país es destruido por una invasión y por la anarquía que produce el tercer mundo, aquí en casa.” En referencia a las redadas llevadas a cabo por el ICE en Los Ángeles, California, consideró que sus víctimas no son más que “un montón de basura” que habilitan “vecindarios bajo el control de los criminales”.

La limpieza étnica tiene formatos estadounidenses e israelíes. En el primer caso, instaurado por una historia esclavista que todavía pervive en el sentido común supremacista. En el segundo caso, como producto de una lógica colonial que exige el sometimiento de “los pueblos originarios”. Para Washington, los países de Latinoamérica integran –de forma despreciativa– su patio trasero, razón por la cual se arrogan el derecho de enviar a sus militares del Comando Sur, cual si fuesen pretores imperiales.

Para Tel Aviv, la Autoridad Nacional Palestina –que incluso desconoce a Hamás– no merece contar con su Estado soberano, pese a que la Asamblea de las Naciones Unidas dispuso por mayoría de 143 miembros, contra apenas 9 votos, el estatus de país independiente que Israel desconoce. Mahmud Abás, el presidente de la Autoridad Palestina –casi encerrado en Ramala–, ha repetido en todas las instituciones multilaterales su compromiso de llegar a una paz duradera con Israel como lo hizo Egipto en la década del ´70 del siglo pasado. Esa posición de Abás es la que explica por qué Netanyahu financió a Hamás, a través de Qatar –durante dos décadas–, para evitar un escenario de negociación diplomática y política.

Estados Unidos e Israel son socios también en la ostentación de su perfil militarista. El último jueves 12, apenas dos días antes de la conmemoración del día de la bandera, coincidente con el 250 aniversario del ejército y con el cumpleaños de su majestad, el rey Trump. El desfile previsto para esa fecha incluye el desfile de 6700 soldados, 28 tanques y otros 28 vehículos militares de combate. Dicha celebración motivó la organización de miles manifestaciones a lo largo y ancho del país, agrupadas bajo la consigna de “No al Reinado de Trump”. Por su parte, quienes se comprometieron a movilizarse al desfile, en formato de protesta, fueron advertidos por el inquilino de la Casa Blanca que serán reprimidos como “gente que odia nuestro país”.

Una de las respuestas más contundentes contra Trump provino del general de Infantería de Marina James Mattis, quien también fuera secretario de defensa. En relación con el pantagruélico desfile señaló que “Nunca imaginé que las tropas que hacían ese mismo juramento serían obligadas, bajo ninguna circunstancia, a violar los derechos constitucionales de sus conciudadanos, y mucho menos a proporcionar una extraña oportunidad fotográfica al comandante en jefe electo, con los líderes militares a su lado (…) En casa, deberíamos usar a nuestros militares solo cuando nos lo soliciten, en muy raras ocasiones, los gobernadores estatales.” En el caso de Israel, el último 8 de junio un colectivo de 550 ex Comandantes de la Seguridad y diplomáticos israelíes compartieron una carta abierta en la que señalaban que las masacres en Gaza son repudiables e insostenibles desde una perspectiva moral y política. Demasiadas coincidencias. 

Cortesía de Página 12



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