La primera vacuna se creó hace más de 200 años y desde entonces estas han salvado millones de vidas. Ningún otro invento ha tenido tan benéficos efectos para la humanidad.
La viruela, una enfermedad infecciosa de gran letalidad, era devastadora cuando en la Europa del siglo XVIII crecían la población y los hacinamientos urbanos. El médico y poeta británico Edward Jenner (1749-1823), padre de la inmunología, oyó decir a una campesina que ya no la podía contraer, pues había pasado la viruela de las vacas. Investigando sobre tal posibilidad, Jenner logró en 1796 una vacuna a partir de la variante de la enfermedad que afectaba al ganado, del que tomó el nombre. El resultado lo publicó en 1798 y el sistema de inoculación se propagó con gran rapidez.

Un enorme impacto social
La invención y el uso de las vacunas están entre los acontecimientos con mayor impacto en la vida cotidiana, mayor que el de las revoluciones y las decisiones políticas sobre ordenamientos sociales. Han combatido enfermedades y erradicado epidemias. La vacunación infantil se convirtió enseguida en un hábito social y ha sido un factor decisivo en el retroceso de la mortalidad.
La vacuna de la viruela llegó a España en 1800. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, una iniciativa española sin parangón, dio la vuelta al mundo entre 1803 y 1808 para propagar la vacunación en todo el Imperio. Tuvo notabilísimos efectos, con la formación de Juntas Centrales de Vacuna en las principales ciudades americanas. Y es que las vacunas estuvieron entre las principales expresiones del progreso técnico que arrancó a finales del XVIII.

Erradicación de enfermedades
Ya en el siglo XIX, el bacteriólogo francés Louis Pasteur (1822-1895) descubrió que la inoculación de bacilos debilitados creaba defensas contra la enfermedad que causaban. Su vacuna contra la rabia (1885) fue el nuevo punto de partida. Antes del fin del siglo las había contra el tifus, la peste o el cólera, la enfermedad que provocaba en el XIX las peores epidemias: en España, la última fue en 1893.

Por entonces la elaboración era artesanal, sin métodos estandarizados, con lo que a veces hubo accidentes que provocaron recelos contra las inoculaciones. Aun así, los progresos fueron imparables. En el primer tercio del siglo XX aparecieron las vacunas que combatían la difteria, la tosferina o la tuberculosis, una de las plagas de la época.
Su propia eficacia ha amortiguado la percepción de la decisiva influencia de las vacunas. Salvo en los casos de perentoria urgencia –como la aparición de un virus que amenaza a todo el mundo–, suele pasar inadvertido este gran logro científico que ha eliminado o reducido el impacto de tantas y tantas enfermedades.
Así, en la historia de las vacunas constituyeron hitos la de la poliomielitis (1955), una enfermedad hoy casi erradicada, y en las décadas siguientes las del sarampión, las paperas, la varicela o la hepatitis B. Con mejoras técnicas en su elaboración, la proliferación de vacunas y su empleo sistemático en la infancia lograron retrocesos drásticos de enfermedades infecciosas, endémicas o epidémicas.

La extensión de las vacunas ha sido, pues, junto a la provisión de agua potable y la extensión de la higiene, la principal intervención humana sobre la salud y la primera razón de la mejoría en las condiciones de vida. No faltan sus detractores, pero globalmente se impone la confianza en las vacunas para el control de enfermedades, la mejora sanitaria y el fin de las pandemias. Algo hoy más necesario que nunca.
Cortesía de Muy Interesante
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