En la etapa prenatal y en los dos primeros años tras el nacimiento, el cerebro es como una masa de arcilla en la que las experiencias dejan una huella indeleble. Las situaciones adversas vividas a edad tan temprana afectan muy negativamente a algunos niños, con daños que pueden llegar a la edad adulta. Otros, sin embargo, las superan sin problemas. ¿Qué hace que un crío posea una gran resiliencia o sea muy vulnerable? ¿Pesa más el entorno o la genética? Los científicos buscan las respuestas.
Los primeros años: moldeando el cerebro y la vida
No es una garantía de salud y felicidad, pero recibir amor, cuidado y estímulo en los primeros años de vida hace más probable que el bebé tenga luego una existencia satisfactoria. Las influencias recibidas en el seno materno –por el estilo de vida de la madre, su exposición a la polución…– son como las cartas que se reparten al principio de una partida de póker. Si la mano es buena, la posibilidad de ganar se multiplica.
Naturaleza vs. crianza: ¿Qué determina nuestra personalidad?
No hay dos hermanos iguales. Ni siquiera los gemelos, aunque su existencia empieza con la fecundación del mismo óvulo. Una de las grandes preguntas de la ciencia es cómo nos convertimos en la persona que somos y no en otra diferente. A lo largo de la vida, cada individuo se encuentra con experiencias únicas que ejercen un impacto sobre su encéfalo, y, en consecuencia, sobre su conducta.
Esto ocurre aunque se compartan padres y educación: cada cual tiene su carácter y hay criaturas más sensibles y susceptibles que otras. A un niño le entusiasmará la idea de empezar a ir al colegio, y a otro le causará pavor. Pero durante la etapa de crecimiento, un crío puede toparse con momentos más críticos, como la separación de los padres o la muerte de un abuelo.
Cada uno lo vive a su manera. Algunos son más resilientes y se sobreponen con rapidez al infortunio. En cambio, otros son más vulnerables y todo les afecta mucho más. “Hay experiencias tempranas adversas que ejercen una influencia en la vida adulta, y cada vez tenemos más datos de sus efectos de larga duración”, comenta Roser Nadal, profesora e investigadora del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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El impacto de la adversidad temprana en el desarrollo cerebral
Los expertos en ciencias del desarrollo advierten de que las primeras vivencias, en especial aquellas relacionadas con los traumas, pueden impedir un desarrollo normal del cerebro, crear obstáculos para un aprendizaje afectivo e incluso alterar la salud física y mental de una persona durante toda su vida.
La ciencia no tiene una respuesta que explique las diferencias entre los niños resilientes y los vulnerables, pero los investigadores sospechan que sus reacciones ante las cosas resultan de una combinación entre la biología y el entorno. De partida, uno cuenta con una carga genética que determina –hasta cierto punto– su capacidad de responder al ambiente. Pero no todo está escrito, y más allá del ADN, el entorno y las experiencias también modelan al individuo. Entre los niños más vulnerables, las situaciones desfavorables pueden tener consecuencias en la organización neuronal que les afecten de por vida.
Adversidad y estrés: el poder de la resiliencia en la infancia
Uno de los principales factores no genéticos que influyen en la fragilidad de un sujeto es su relación con el estrés: la intensidad y la frecuencia con que lo sufre y su capacidad para controlarlo definen en buena medida su perfil psicológico. Hay un tipo de estrés positivo que los psicólogos conocen como eustrés y es producido por la exposición a retos nuevos y cambiantes, que puede proteger a los adultos. También a los niños. Favorece la memoria de trabajo, o sea, la capacidad de retener una información para usarla mientras hacemos una tarea, así como el rendimiento cognitivo y otros procesos que contribuyen a la adaptación social.
Este tipo de tensión fomenta la resiliencia y las habilidades de los críos para anticipar el futuro y superar las adversidades en la vida adulta. Sin embargo, el estrés lesivo, como el causado por el acoso escolar, los maltratos y los abusos, puede amenazar el crecimiento saludable, mermar la capacidad de atención del menor y aumentar el riesgo de que este desarrolle más adelante trastornos mentales, como depresión, ansiedad, psicosis y anorexia.
Boyce: los estudios sobre el comportamiento y respuesta humana al estrés
En las últimas cuatro décadas, Thomas Boyce, ahora profesor emérito de Pediatría y Psiquiatría en la Universidad de California en San Francisco (EE. UU.), ha estudiado la respuesta humana al estrés, sobre todo en niños.
En 1995 publicó un par de estudios en los que mostraba que las criaturas más susceptibles a su entorno eran más propensas a desarrollar asma en situaciones de estrés. Y que enfermaban menos si se criaban en entornos seguros. Aquel indicio lo llevó a pensar que las reacciones a las situaciones de tensión no dependen de rasgos innatos, sino de la susceptibilidad del menor a los contextos, tanto negativos como positivos.
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Los dientes de león y los orquídeas
A partir de las diferencias en la respuesta al estrés, Boyce dividió a los menores en dos clases: los dientes de león (una hierba resistente y que prospera en cualquier sitio) y los orquídea (una flor frágil). Para explicar estos dos patrones, Boyce siempre cuenta su experiencia personal, que recoge en numerosas charlas y en su último libro de divulgación, The Orchid and the Dandelion (‘La orquídea y el diente de león’), publicado en 2019. Él se considera una persona afortunada, con una carrera exitosa y ningún problema de salud. En cambio, describe la vida de su hermana como una sucesión de desilusiones que la llevaron al suicidio. Su relato le sirve para preguntarse de dónde provienen las diferencias entre hermanos.
Boyce estima que el crecimiento de uno de cada cinco niños podrá calificarse de problemático. Estos serían los orquídea de su teoría, muy sensibles a los contextos tanto positivos como negativos, y más proclives a tener problemas de salud, ya que sus reacciones al estrés afectan a su sistema inmune y al endocrino, encargado de la secreción de hormonas. En cambio, la mayoría de los pequeños entran en la categoría dientes de león: se desarrollan bien en casi cualquier entorno, aunque este resulte complicado. Su cerebro reacciona con suma flexibilidad al estrés y las adversidades. “Un ambiente temprano adverso no tiene por qué ser negativo, algunos niños serán muy sensibles a él, pero otros no”, aclara Nadal.
Descifrando los secretos de la resiliencia
Al margen de la hipótesis de Boyce, la mayoría de los expertos coinciden en señalar que hay niños más susceptibles que otros al estrés y distintos condicionantes sociales, pero todavía no saben explicar los porqués. Lo que parece evidente es que tales diferencias no residen en un solo gen o se deben a un factor ambiental concreto, sino que se trata de una combinación de causas internas y externas que marcan la sensibilidad personal. La infancia –sobre todo los primeros dos años de vida– y la adolescencia son muy importantes para el futuro del individuo, pero el desarrollo embrionario también debería tenerse en cuenta. Antes de nacer, el feto ya recibe la influencia del ambiente a través de la nutrición y los hábitos de vida de la madre, pero también de elementos como la contaminación ambiental.
De hecho, los científicos suelen hablar de los primeros mil días de vida para subrayar la relevancia que tienen para el desarrollo humano los nueve meses de embarazo y los primeros dos años. Lo que pasa en el vientre materno es decisivo. “El retraso del crecimiento y la prematuridad te desvían de una trayectoria normal, te hacen más vulnerable”, afirma Eduard Gratacós, director de BCNatal (Hospitales Clínic y Sant Joan de Déu) y catedrático de la Universidad de Barcelona. Experto en medicina y cirugía prenatal, hace años que observa el impacto del ambiente fetal en el desarrollo neuronal, cardiovascular y metabólico de los bebés.
Momentos críticos
En este ámbito, uno de los fenómenos que cuenta con más pruebas científicas es la forma en que la restricción del crecimiento intrauterino cambia la estructura y las funciones del encéfalo. Gratacós subraya que “hay un momento crítico” en el que cobra su máximo valor la estimulación temprana. A un prematuro le espera una mejor evolución si lo cría una familia motivada que lo estimule desde el principio.
Entre los mamíferos, el cerebro de los humanos es el que menos crece dentro del útero materno en relación con su tamaño y estructura final. En la etapa prenatal y los primeros dos años de vida el cerebro es como “una figura de arcilla”, dice Gratacós. En las fases siguientes sigue configurándose y no madura del todo hasta pasados los veinte años de edad. La última región en definirse es la corteza prefrontal, el área cerebral donde confluyen las habilidades cognitivas más complejas, como la toma de decisiones, y que nos define como especie.
“La pregunta siempre es cómo cambiar trayectorias, o hasta qué momento podemos cambiarlas”, plantea Nadal. La cuestión no es baladí, ya que en ocasiones la prevención es una quimera. A veces, la aparición de las consecuencias de la exposición temprana a situaciones negativas se demora hasta la adolescencia y la primera etapa de la vida adulta.
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¿Qué dice la ciencia sobre la exposición temprana?
La evolución de los niños criados en orfanatos (sobre todo la de los que caen en los peor gestionados) constituye uno de los ejemplos más citados en la literatura científica sobre el desarrollo infantil.
Uno de los estudios exhaustivos más recientes sobre el asunto se publicó hace dos años en la revista médica The Lancet, editada en el Reino Unido. El equipo de investigación germano-británico que lo hizo observó que los niños rumanos criados en malos orfanatos tuvieron más trastornos mentales –como el del espectro autista, falta de atención, hiperactividad y otras discapacidades cognitivas– en comparación con los que crecieron en instituciones adecuadas. “Estos estudios tienen mucho interés, aunque no son experimentos perfectos”, apunta Nadal. La experta puntualiza que “un buen cuidado parental puede mitigar y atenuar un historial vital negativo”, ya que no depende todo de un único factor, sino de varios que confluyen.
En este campo hay todavía pocos estudios con seres humanos. Hace más de medio siglo se llevaron a cabo los primeros experimentos con roedores. En la década de 1950, el psicólogo estadounidense Seymour Levine, influido por las teorías de Sigmund Freud, evaluó en ratas los efectos duraderos del trauma a temprana edad. Organizó los roedores recién nacidos en tres grupos. A uno lo separó de la madre varias horas al día, a otro lo privó de su contacto por unos minutos y al tercero lo dejó estar con su progenitora y el resto de la camada. Las ratas privadas de la presencia materna durante horas sufrieron ya como adultas diversas alteraciones físicas y conductuales que no afectaron al resto. Las separadas solo durante unos minutos de su progenitora mostraron el mismo nivel de adaptación a las adversidades que sus hermanas que no habían sufrido ningún tipo de privación.
Las huellas de la infancia: cómo las primeras experiencias nos marcan
Salvando las distancias, tanto en las ratas (y otros muchos animales) como en las personas, las primeras experiencias de la vida juegan un papel fundamental en el desarrollo del encéfalo infantil hacia una trayectoria saludable o, por el contrario, hacia una existencia salpicada de problemas de salud. Pero hay periodos más delicados que otros. La adolescencia es una etapa difícil de la vida, en la que pueden aflorar numerosos trastornos mentales. Muchas veces se trata de problemas adaptativos que tienen su origen en vivencias de la etapa prenatal y la primera infancia.
El origen de nuestra salud mental
La Organización Mundial de la Salud estima que la mitad de los problemas mentales aparecen a los catorce años, a pesar de que muchos ni se detectan ni se tratan. Entre los distintos desórdenes, la depresión es la enfermedad y la causa de discapacidad más común entre los jóvenes de todo el mundo. La salud mental es especialmente sensible en la pubertad, como ilustra el hecho de que el suicidio sea la tercera causa de muerte entre la población de quince a diecinueve años.
“Es un problema de salud pública”, sostiene Nadal al hilo del aumento en esas franjas de edad de los casos de depresión, trastornos de conducta, hiperactividad… “Los adolescentes están cada vez menos adaptados”, concluye.
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¿Qué sucede con las huellas biológicas?
Otra cuestión que preocupa a los científicos es si las experiencias tempranas dejan una huella biológica en el individuo –más allá de la vivencia– transmisible a las siguientes generaciones. Y parece que sí lo pueden hacer.
La epigenética
La epigenética estudia los cambios heredables en la función de los genes –no atribuibles a alteraciones de la secuencia de ADN– causados por factores externos al organismo. De nuevo, existen numerosos estudios que analizan esta transmisión, pero en ratas y ratones. Algunos de estos trabajos sugieren que ciertos miedos se pueden transmitir genéticamente. Aunque cuesta más establecer esta correlación en los humanos. Rachel Yehuda, psiquiatra y neurocientífica del Hospital Monte Sinaí de Nueva York, es una de las pocas investigadoras que ha analizado la posible transmisión a los descendientes de cambios en la expresión de los genes ligados a experiencias traumáticas.
Su trabajo sugiere que las personas con estrés postraumático, por ejemplo, los judíos supervivientes del holocausto o quienes escaparon vivos de los atentados del 11 de septiembre, presentan altos niveles de depresión y ansiedad, y que transmiten esta vulnerabilidad a sus descendientes, que son más susceptibles al entorno que el resto de la población. De todas formas, los estudios epigenéticos relacionados con la salud mental son aún muy recientes.
En conclusión, las primeras experiencias vitales, que abarcan desde la etapa prenatal a la adolescencia, ejercen una fuerte influencia en la capacidad adaptativa de las personas y su salud física y mental. En este sentido, el estrés no es siempre malo. Hay casos de tensión –como los retos asumibles– buenos para el crecimiento. Pero el estrés tóxico puede causar problemas mentales que afloren en la adolescencia o incluso en la vida adulta. Por eso, las intervenciones tempranas pueden tener mucho valor para prevenir dificultades en los años por venir.
Cortesía de Muy Interesante
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