
NEW HAVEN – Los líderes chinos trabajaron arduamente en los detalles del XV Plan Quinquenal del país. Mientras tanto, desde el inicio de su segundo mandato, el presidente estadounidense Donald Trump ha emitido la cifra récord de 205 órdenes ejecutivas y ha promulgado apenas un puñado de leyes. La comparación es sorprendente: mientras China cuenta con un proceso de planificación estratégica, Estados Unidos carece tanto de plan como de estrategia.
La planificación es un pilar fundamental de la República Popular China. El primer plan abarcó desde 1953 hasta 1957 y estuvo fuertemente influenciado por la relación posrevolucionaria de Mao Zedong con Iósif Stalin. Con el paso de los años, los planes se volvieron más complejos, al igual que el proceso de preparación.
La Comisión Estatal de Planificación, que a principios de la década de 1950 estableció objetivos industriales al estilo soviético, fue finalmente reemplazada por la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma (CNDR). Además de seguir las directrices del Partido Comunista de China y contar con la experiencia de los ministerios que integran el Consejo de Estado, la CNDR consulta con académicos y líderes empresariales externos. El proceso de planificación en China es extenso: tan pronto como la Asamblea Popular Nacional aprueba un plan quinquenal, se inicia la elaboración del siguiente.
Los planes quinquenales de China distan mucho de ser perfectos. Los cuatro primeros fueron auténticos desastres, marcados por el fanatismo ideológico y los excesos de Mao. El segundo plan (1958-1962) estuvo marcado por el catastrófico Gran Salto Adelante, mientras que el cuarto (1971-1975) se vio condicionado por la desastrosa Revolución Cultural.
No fue sino hasta el quinto plan (1976-1980), que dio paso a las reformas post-Mao de Deng Xiaoping y abrió la economía, que el proceso de planificación se volvió más proactivo y se centró en impulsar el crecimiento y la prosperidad. El noveno plan (1996-2000) desencadenó una ola de reformas para modernizar las empresas estatales. Los planes undécimo (2006-2010) y duodécimo (2011-2015) sentaron las bases para la estrategia de reequilibrio impulsada por el consumo en China, un punto pendiente que muchos esperan que se perfeccione en el próximo decimoquinto plan (2026-2030).
Por el contrario, Estados Unidos aborrece la planificación. La “mano invisible” del mercado, y no los objetivos ni las directivas gubernamentales, es la que asigna los escasos recursos del país. En teoría, los responsables de la política monetaria y fiscal pueden orientar e intervenir en la economía estadounidense, con la ayuda de la interacción entre la autoridad del ejecutivo y la del Congreso sobre el presupuesto federal. Pero en la práctica, ese proceso prácticamente se ha desmoronado ante la creciente polarización política.
En las últimas tres décadas, las disputas partidistas sobre los recortes de gastos (durante el mandato de Clinton), la reforma sanitaria (durante el mandato de Obama) y el muro fronterizo (durante el primer mandato de Trump) han provocado una serie de cierres del gobierno. Ahora, se avecina otra batalla en torno a los recortes de gastos de la Ley Única y la inyección de billones de dólares en el déficit que generarán sus reducciones de impuestos.
La política industrial difumina la distinción entre la planificación centralizada al estilo chino y la mano invisible. En China, la política industrial es una extensión lógica de la definición de objetivos a largo plazo y recientemente ha incluido el programa Made in China 2025, el Plan de Acción Internet Plus, el Plan de Desarrollo de Inteligencia Artificial de Nueva Generación y el reciente Plan AI Plus. En comparación, la política industrial estadounidense es reactiva: aborda las supuestas prácticas competitivas desleales de otros países en sectores que los políticos estadounidenses consideran de suma importancia.
La política industrial de Trump, centrada en acuerdos y transacciones, ha llevado a muchos a preguntarse si se ha convertido en un capitalista de Estado . Al fin y al cabo, ha intervenido en favor de Intel, US Steel y la empresa de tierras raras MP Materials; ha negociado una reducción de las ventas de chips de NVIDIA y AMD a China; y ha establecido exenciones arancelarias ventajosas para Apple y TSMC. En cierto modo, estas iniciativas son una continuación de las políticas industriales de su predecesor, Joe Biden, que incluían apoyo directo a infraestructuras, semiconductores y tecnologías de energías renovables. Sin embargo, el enfoque de Trump es menos estratégico y se centra más en la injerencia directa en la toma de decisiones de las empresas.
Ni Trump ni Biden fueron los primeros presidentes estadounidenses en impulsar la política industrial. En 1961, un mes después de que la Unión Soviética completara el primer vuelo espacial tripulado, John F. Kennedy se propuso como meta llevar a un hombre a la Luna antes de que terminara la década, objetivo que Estados Unidos logró. Además, el Departamento de Defensa de EU creó la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (DARPA) como un mecanismo interno de política industrial para apoyar la investigación de vanguardia que condujo a tecnologías transformadoras, como internet, los semiconductores, la energía nuclear, los materiales avanzados y la navegación GPS.
China y Estados Unidos no son los únicos países que recurren a la política industrial. Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón adoptó el modelo de un «estado desarrollista planificado y racional». Francia adoptó la planificación indicativa, y el milagro económico de Alemania Occidental se vio impulsado, en parte, por una política industrial destinada a apoyar a las pequeñas y medianas empresas.
Pero las acciones de Occidente, incluidas las políticas industriales japonesas anteriores, no se comparan con el enfoque estratégico e integral de China, que involucra a todo el gobierno y que no tiene parangón. El gobierno chino aprovecha el superávit del ahorro interno del país para impulsar las industrias del futuro, al tiempo que moviliza todos los recursos de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma (CNDR), las empresas estatales, los bancos estatales y los fondos de inversión estatales.
Las intervenciones transaccionales de Trump no solo carecen de una estrategia global, sino que su alcance se verá limitado por una economía estadounidense con escasez de ahorro interno y cada vez más lastrada por grandes y preocupantes déficits presupuestarios federales. Además, en medio de un brote generalizado de sinofobia, existe un fuerte rechazo bipartidista a cualquier cosa que se asemeje al socialismo de mercado de estilo chino.
A pesar de que se habla mucho de que Estados Unidos está entrando en una nueva era dorada, la política económica de Trump, en última instancia, hará poco por mejorar la competitividad estadounidense a largo plazo. De hecho, los recortes de financiación propuestos por la administración para la investigación básica corren el riesgo de dilapidar las capacidades de innovación de Estados Unidos.
El enfoque de Trump hacia la gobernanza -que prioriza la formulación de políticas mediante decretos ejecutivos en lugar de la vía legislativa- refleja una tendencia autoritaria de extralimitación del poder ejecutivo que recuerda los caóticos planes quinquenales de la era de Mao. Así como aquellos errores condujeron a la Revolución Cultural china, muchos (incluido yo) hemos argumentado que podría haber motivos para temer una agitación similar en Estados Unidos.
El autor
Stephen S. Roach, profesor de la Universidad de Yale y ex presidente de Morgan Stanley Asia, es autor de Unbalanced: The Codependency of America and China (Yale University Press, 2014) y Accidental Conflict: America, China, and the Clash of False Narratives (Yale University Press, 2022).
Copyright: Project Syndicate, 1995 – 2025
Cortesía de El Economista
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