Los enemigos de las fuerzas fascistas en la Segunda Guerra Mundial, los llamados aliados, no dejaron de crecer en número y poder desde el inicio de la guerra. De los cuatro millones escasos de soldados con los que contaban al principio de la contienda se pasó a los más de cincuenta millones que estaban combatiendo al final. Este crecimiento de efectivos fue determinante para resolver victoriosamente el conflicto. Sobre todo desde 1942, año en que la balanza comenzó a inclinarse aceleradamente hacia su lado.
Desde 1936, China venía siendo derrotada por Japón sin que ninguna potencia occidental le prestase ayuda. Ciegas ante los peligros del expansionismo nipón, creían que aquella guerra de claros tintes genocidas era un asunto de incumbencia exclusivamente asiática y que a los Estados de Occidente no les afectaría jamás. Este desinterés no era más que una extensión de la suicida política de apaciguamiento que, hasta el momento, británicos y franceses habían practicado en Europa, en la ingenua creencia de que las claudicaciones ante Hitler alejarían el peligro de la guerra.
Solas ante el peligro
Por ello, cuando en septiembre de 1939 Alemania se lanzó contra Polonia, los aliados fueron cogidos por sorpresa sin poder reaccionar. No les quedó otra opción que declarar la guerra en apoyo de Polonia, aunque en tres semanas los polacos estaban vencidos y a partir de entonces solo pudieron aportar a la lucha unos cuantos miles de hombres reclutados en el exilio. China, Francia y Gran Bretaña estaban solas ante el peligro, sensación que se acrecentó cuando Stalin invadió tres semanas más tarde el este de Polonia, tras su pacto secreto con Hitler.
Por si fuera poco, en Estados Unidos imperaban las tesis aislacionistas que preconizaban la indiferencia ante los asuntos alejados de su continente, en donde, además, el Führer contaba con no pocas simpatías. Impotentes, británicos y galos asistieron a la imparable conquista alemana de Dinamarca y Noruega, en donde sus fuerzas expedicionarias fracasaron. Sus temerosos ejércitos, desplegados en la frontera franco-alemana, se aprestaron pasivamente a resistir, confiando ilusamente en las defensas de la Línea Maginot y renunciando a cualquier ofensiva. Simplemente, no sabían qué hacer.
Cuando en mayo de 1940 se desató la ofensiva germana sobre Francia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, todo se desmoronó como un castillo de naipes. El ataque relámpago acabó con toda la resistencia armada de sus ejércitos y del cuerpo expedicionario británico. La derrota fue colosal, Francia tuvo que rendirse –pasando a colaborar con los nazis– y solo la exitosa evacuación en Dunkerque de la mayor parte de las fuerzas británicas evitó que la derrota fuese más grave.
La Europa occidental continental estaba totalmente ocupada y Gran Bretaña había quedado aislada. En esos momentos parecía que para los aliados estaba todo perdido, pues solo restaba el gobierno de Londres como enemigo de Hitler. Pero la insularidad salvó a los británicos y, ante el fracaso en el aire de la Luftwaffe ante la RAF, los planes de desembarco en las islas se aplazaron sine die.
En ese momento el Führer cometió su más terrible y decisivo error o, más bien, dos concatenados. El primero fue pensar que, para obligar a Londres a firmar la paz, nada mejor que aniquilar a la Unión Soviética, el tradicional enemigo ideológico del nazismo. Con ello no solo ampliaría hacia el este el “espacio vital” de Alemania y sus aliados, sino que amedrentaría a los británicos ante tal exhibición de poder. El segundo fue despreciar la capacidad de resistencia de Stalin y del pueblo soviético. El curso de la guerra pronto iba a cambiar inexorablemente.
La URSS se incorpora a la lucha
Antes de atacar a Rusia, Alemania tuvo que entretenerse en conquistar Yugoslavia y resolver la toma de Grecia, en donde los italianos se habían atascado. Ello no solo le hizo distraer fuerzas sino que le obligó a demorar su ofensiva contra la Unión Soviética. El retraso se demostró fatal pues, aunque el ataque de junio de 1941 cogió por sorpresa a Stalin y fue aniquilador, las fuerzas alemanas quedaron en diciembre empantanadas ante Moscú sin el equipo de invierno necesario; se comenzaba a pagar el exceso de confianza.
En la primavera de 1942 se reanudaron las operaciones hacia el sur de la URSS, hacia los pozos de petróleo del Cáucaso. Pero por entonces Moscú ya había comenzado a recibir cientos de miles de toneladas de armas y vehículos de transporte enviados por Gran Bretaña y Estados Unidos a través del Ártico y el estrecho de Bering y desde Persia. Esto, unido a las grandes reservas humanas de las que la URSS disponía –y tras saber Stalin por su espía Richard Sorge que Japón no iba a atacar por Siberia al estar planeando su ataque a los estadounidenses–, permitió al Ejército Rojo concentrar a millones de hombres bien equipados en el oeste para hacer frente a los nazis.
Todo ello se plasmó con rotundidad, por vez primera, en la terrible derrota que los soviéticos infligieron a los alemanes en Stalingrado, entre fines de 1942 y principios de 1943, que causó más de 850.000 bajas a los invasores. Los soviéticos sufrieron aún más pérdidas, pero tenían reservas para reponerlas y, además, poseían una enorme motivación, fruto de las ansias de venganza por las atrocidades sufridas a manos de los nazis.
Los alemanes pierden terreno
Al disponer de muchas reservas humanas, la estrategia se basó en la masiva acumulación de medios, en oleadas y oleadas de soldados que eran enviados al combate como carne de cañón, a veces sin armas, debiendo coger las del camarada caído. Los comisarios políticos de las distintas unidades se encargaban de que nadie flaquease en el combate, castigando con la ejecución inmediata cualquier muestra de debilidad o retirada ante el enemigo. Era una estrategia cruel, pues despreciaba la vida de los combatientes, pero sin duda efectiva, ya que permitía explotar la superioridad numérica ante un adversario cada vez más falto de recursos.
Desde la primavera de 1943, a pesar de los intentos de contraataque nazis –como el que ese verano provocó la batalla de Kursk, el combate de tanques más grande de toda la historia–, los alemanes fueron perdiendo terreno de modo inexorable, lo que anunciaba el inevitable final. Para añadir más presión, en ese mismo verano británicos y estadounidenses desembarcaban en Italia tras haber expulsado al Eje del norte de África; Alemania estaba cada vez más cercada.
Mientras tanto, en diciembre de 1941, Japón se lanzó a la guerra contra Estados Unidos atacando Pearl Harbor. Al mismo tiempo, conquistaba fácilmente Indochina, Malasia, Indonesia y Filipinas. En otro exceso de confianza y despreciando al enemigo, pensaba que el golpe sería demoledor para los norteamericanos y que estos no se lanzarían a la guerra, presos de su política aislacionista.
Pero Washington se había ido involucrando progresivamente en la guerra desde hacía más de un año, prestando y vendiendo armas y toda clase de productos a británicos primero, y luego a soviéticos, y perdiendo numerosos mercantes en el Atlántico a manos de los sumergibles alemanes. Los americanos fueron sorprendidos, pero recogieron el guante y se lanzaron a reconquistar paso a paso el Pacífico. Su potente industria, siempre a salvo de ataques, se puso a producir a un ritmo frenético y suministró armas, equipos, alimentos y medicinas tanto a sus hombres como a los británicos y chinos que combatían en Asia contra los invasores japoneses.
En otro acto de incomprensible irresponsabilidad política y militar, Hitler dio un salto adelante y aprovechó el ataque de los nipones para declarar también la guerra a Estados Unidos. Creía ciegamente en la potencia militar japonesa, impresionado por sus éxitos fulgurantes de los primeros meses en el Extremo Oriente y el Pacífico. Ciertamente, el ejército norteamericano estaba oxidado y no tenía la preparación de sus enemigos, pero sí contaba con motivación, con unas enormes reservas demográficas y, sobre todo, con una potencia económica, industrial y científica superior a la del resto de contendientes.
Cuando toda esta maquinaria se puso en marcha, solo era cuestión de pocos meses que sus tropas comenzasen a adquirir experiencia. Se habían visto atacados por sorpresa y les sobraban motivos de venganza ante Japón, pero además necesitaban la victoria de los británicos y soviéticos contra los alemanes si querían recuperar las inversiones económicas en préstamos y ventas que les habían hecho.
Arranca el teatro del pacífico
Millones de soldados americanos fueron a la guerra. En primer lugar, se centraron en recuperar las islas del Pacífico que les habían arrebatado los nipones. Su potencia aeronaval fue decisiva en este teatro de operaciones aunque, como es sabido, en este escenario la guerra no concluyó hasta agosto de 1945, cuando lanzaron las bombas nucleares sobre Japón que demostraron su superioridad tecnológica y científica.
En segundo lugar, se centraron en el norte de África y en Europa, apoyando a los británicos y a los franceses de De Gaulle que se negaban a obedecer al gobierno colaboracionista de Vichy. Así, en noviembre de 1942, más de 100.000 hombres de las fuerzas británicas, estadounidenses, de la Francia Libre y de países de la Commonwealth (sobre todo canadienses) desembarcaron en Marruecos para acabar con las fuerzas francesas colaboracionistas. Luego, desde Argelia, avanzaron sobre Túnez y Libia y obligaron a las fuerzas del Eje a evacuar definitivamente África en mayo de 1943, para pasar dos meses después a Sicilia. La invasión de Italia provocó, además, la destitución de Mussolini y que parte del ejército italiano se pasase ahora a las filas aliadas, reforzándolas aún más.
Pero la aportación más determinante de los militares estadounidenses fue, sin duda, el famoso desembarco de Normandía en junio de 1944. Desde hacía tiempo, Stalin exigía a sus aliados la apertura de un frente en el oeste que le aliviase del casi exclusivo esfuerzo de combatir a los nazis en Europa. En Italia se avanzaba muy lentamente y era preciso abrir otro escenario más decisivo. Cerca de dos millones y medio de soldados desembarcaron en ese mes en las playas de Francia, en la operación anfibia más nutrida de la historia. Iban a bordo de unos 7.000 buques y apoyados por 11.000 aeronaves.
Más de la mitad serían estadounidenses, y el resto británicos y, en menor medida, canadienses. También había varios miles de holandeses, belgas, polacos y franceses, estos últimos ansiosos de participar directamente en la liberación de su país. Una vez vencida la resistencia nazi, y a pesar de esporádicos contraataques como en las Ardenas, el camino hacia el corazón de Alemania estaba abierto. Se iniciaba ahora una carrera entre anglosajones y soviéticos por ver quién llegaba antes a Berlín, cosa que lograrían los segundos en mayo de 1945, poniendo fin de ese modo a la Segunda Guerra Mundial.
Una derrota anunciada
Mientras Alemania se había quedado sin reservas humanas y materiales, los aliados las habían ido acumulando incesantemente y de modo creciente. Obviamente, la moral también jugó su papel: los aliados estaban cada vez más convencidos de la victoria, mientras que en las fuerzas del Eje no dejaba de cundir el desánimo ante una derrota que ya se percibía como inevitable. Fue esa desproporción la que acabó, finalmente, decidiendo la suerte de la contienda.
Cortesía de Muy Interesante
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