El proceso de reconstrucción cobró fuerza en 1946. Con las demoliciones y reestructuraciones las ciudades empezaron a salir del caos, incluso las más arrasadas, como Varsovia o Stalingrado. Tal era el nivel de destrucción, que los arquitectos hubieron de replantear las urbes.
En Berlín, las mujeres aprendían albañilería para suplir la falta de mano de obra y el reciclaje estaba a la orden del día. Los ladrillos se reutilizaban, los cascos de la Wehrmacht se convertían en escurridores, los lanzagranadas en cacerolas, los neumáticos en suelas de zapatos… Los berlineses aprendieron a convivir con las ruinas, y la mejor prueba de su optimismo fue el aumento de la natalidad. Sencillamente, había ganas de volver a disfrutar de la vida.
También eran tiempos de cambios políticos: Italia abolió la monarquía y abrazó la república; en Francia nació la IV República; las mujeres podían por fin votar allí y en Bélgica; la banca, los transportes y la energía pasaron a manos del Estado en Gran Bretaña y Francia, donde se crearon sendos sistemas que garantizaban la asistencia sanitaria a toda la población.
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La órbita soviética
En Europa Oriental, los Estados liberados por el Ejército Rojo ansiaban igualmente recuperarse, aunque lo hicieron bajo la batuta de Moscú. Para mantenerlos bajo su influencia, Stalin ayudó a que los comunistas estuviesen presentes en los respectivos gobiernos, sobre todo en los puestos claves.
Ante esa táctica, solo mostró preocupación pública Churchill: “Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, un telón de acero ha caído sobre el continente”, advirtió. Nadie le prestó atención, pero acababa de constatar una realidad e inventar un término.
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Tampoco los gobiernos del Este dieron importancia a la “amenaza roja”, pues su único enemigo seguía siendo Alemania. En Polonia, Hungría, Rumanía, Yugoslavia y Checoslovaquia, la posguerra acabó siendo un enorme ajuste de cuentas. La población de origen germano, considerada non grata, fue la gran víctima de la venganza. En Praga se les obligó a llevar una cruz gamada y no podían entrar en restaurantes ni teatros.
Más de dos millones de personas fueron expulsadas de Checoslovaquia y también Polonia echó a su minoría alemana. Murieron a miles hacinados en campos. Y todos optaron por hacer oídos sordos, lo que provocó entre 1945 y 1947 un enorme flujo de refugiados. Más de 12 millones de alemanes iban camino de Alemania.
La violencia prosiguió en forma de limpiezas étnicas. Se diezmó a las minorías ucranianas y, como represalia, ucranianos exaltados masacraron o expulsaron a sus minorías polacas. Con el mariscal Tito, Yugoslavia asesinó a los croatas ustachas que habían colaborado con Hitler. Su régimen suprimió a más de 70.000 personas. Y la guerra civil que enfrentó en Grecia a comunistas y monárquicos se cobró más de 50.000 muertos. Europa del Este, lejos de caminar hacia la recuperación con paso firme, continuó ensangrentada.
Aunque para 1947 los desplazados estaban ya en casa, los prisioneros de guerra germanos seguían siendo expulsados. A diferencia de Europa Occidental, que terminó aceptándolos, en la Oriental estuvieron sometidos a condiciones infrahumanas. Un tercio de alrededor de un millón de prisioneros desapareció en el gulag.
Por supuesto, también los judíos que sobrevivieron al Holocausto anhelaban rehacer sus vidas. Muchos viajaron a Palestina, la tierra prometida controlada por los británicos, en barcos clandestinos. En el más famoso de ellos, el Exodus, iban en 1947 más de 4.500 personas que los británicos interceptaron y trasladaron a Francia para internarlas en campos. Aquello desató un escándalo mundial de tal calibre que las Naciones Unidas tomaron partido: en 1948 nació el Estado de Israel.
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Dos bloques irreconciliables
De las ruinas renacieron dos superpotencias, decisivas para la victoria aliada: EE. UU. (capitalista) contra la URSS (comunista). Bajo el mando de Stalin, y mediante purgas y elecciones amañadas, los comunistas tomaron el poder en Rumanía, Hungría, Bulgaria y Polonia. Checoslovaquia, que se resistía, terminó cayendo. El telón de acero partía el continente en dos. Como partida en dos quedaba Corea, y pronto lo estaría Vietnam.
Las ansias expansionistas impedían la posibilidad de compartir el control de Alemania, que quedó dividida en cuatro zonas de ocupación: soviética, norteamericana, británica y francesa. Los occidentales pensaban en crear un Estado alemán independiente protegido por Washington. La antigua moneda, el Reichsmark, fue sustituida por el marco alemán.
Los soviéticos, que no reconocieron la nueva divisa, adoptaron medidas drásticas y en junio de 1948 cortaron todos los accesos terrestres a Berlín Occidental. Querían incomunicar la ciudad para forzar la retirada de sus rivales, y los berlineses se quedaron sin nada que comer. En respuesta, se organizó un enorme puente aéreo y cientos de aviones transportaron víveres, medicamentos y otras materias primas. Fue el primer gran enfrentamiento entre bloques.
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Tras meses de bloqueo, el 6 septiembre de 1948, cuando los comunistas intentaron tomar los edificios oficiales, más de 300.000 berlineses protestaron ante el Reichstag. El alcalde animó a que no abandonasen la ciudad: “Pueblos del mundo, cumplid con vuestro deber”. Berlín aguantó y se convirtió en bastión de la democracia a un lado del telón de acero.
Gracias al puente aéreo, los alemanes dejaron de ser vistos como exnazis para pasar a verse como víctimas del totalitarismo de Stalin. Ya no eran enemigos, sino aliados. En aquel contexto, Occidente firmó una alianza defensiva no contra Alemania, sino contra la URSS. Doce países firmaron el Tratado de la OTAN, con la que parte de Europa occidental se ponía bajo protección nuclear estadounidense.
Tras casi un año, Stalin levantó el bloqueo y poco después nació la República Federal Alemana (RFA), con Adenauer como primer canciller. Sin embargo, Moscú no se daba por vencido y, ante el asombro de Occidente, realizó la primera prueba nuclear soviética. Un mes después, nacía la comunista República Democrática Alemana (RDA).
Europa salió de la guerra llena de esperanza, pero cuatro años después de su fin empezaba una nueva era. Se habían conformado dos bloques enfrentados e irreconciliables. La tregua no había durado mucho.
El Plan Marshall y el “milagro japonés”
Stalin, consciente de que el Plan Marshall de Estados Unidos para ayudar a Europa a recuperarse estaba también destinado a debilitar su poder sobre el Este, había prohibido aceptar la ayuda a los países bajo su órbita y ordenó a los partidos comunistas occidentales “pasar a la acción”. En consecuencia, las huelgas se multiplicaron y los disturbios y sabotajes se reprimieron con mano dura.
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A pesar de todo, los millones de dólares del Tío Sam reanimaron las economías. Los americanos querían también ayudar a Alemania, pues un país fuerte sería más barato de mantener y serviría de muro contra el comunismo. Y realmente se fortaleció, tanto que se habló de “milagro alemán”. Como “milagro” fue el del otro gran perdedor: Japón.
Cuando el 2 de septiembre de 1945 Japón firmó la rendición, el general norteamericano Douglas MacArthur era comandante en jefe de las fuerzas aliadas para la supervisión de la ocupación del archipiélago. Washington esperaba que convocara inmediatamente al emperador Hirohito, pero él prefirió esperar.
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Como aclararía más tarde, “obligarle a venir habría ofendido los sentimientos de los japoneses y habría convertido en mártir a su emperador”. El 27 de septiembre, cuando Hirohito llegó a la sede norteamericana, fue recibido con pompa y respeto.
Según explicó en sus memorias, MacArthur quedó impresionado por la valentía y entereza de Hirohito, más aun teniendo en cuenta que probablemente le esperaba la muerte. Porque era mucha la gente y eran muchos los medios de comunicación que exigían su cabeza, una idea que no compartía el general. Pensaba que eliminar a una figura de culto –el “hijo del Sol”– en un país masacrado por dos bombas atómicas acarrearía consecuencias, así que escogió utilizarlo para gestionar la ocupación del país.
Convenció a Washington de que su papel en la guerra había sido estrictamente ceremonial, de que había sido prácticamente víctima de una conspiración y había estado cautivo en su palacio y de que matarlo supondría grandes responsabilidades e inversiones, y propuso reconstruir el país a imagen y semejanza de Estados Unidos, convirtiendo “una sociedad medieval en un Estado democrático”.
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Finalmente, el primer ministro, Hideki Tojo, y otros seis miembros del gobierno fueron juzgados y ejecutados, pero Hirohito se salvó. El mismo MacArthur se encargó de comunicar al emperador, a través de su interlocutor, el almirante Mitsumasa, que no era preciso que abdicase. Y se empezó a trabajar para que tanto Hirohito como otros miembros de la familia real implicados quedasen exonerados de responsabilidades y de cualquier sospecha. Japón estaría ocupado por los norteamericanos hasta 1950. Y pese a la devastación, gracias a su red industrial y a su sociedad cohesionada, obró su propio milagro de recuperación.
Tratados de paz y crímenes contra la humanidad
Además de querer evitar las duras condiciones aplicadas a Alemania tras la Primera Guerra Mundial, que habían facilitado el ascenso de Hitler, tras la Segunda se creyó necesario que los norteamericanos se implicaran en la reconstrucción. Durante la contienda, los aliados se reunieron varias veces para diseñar la estrategia bélica y preparar la posguerra.
Los encuentros más importantes fueron los de Teherán (noviembre-diciembre de 1943) y Yalta (febrero de 1945), en los que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, que decidieron la división de Alemania. Y ya en el verano del 45, la Conferencia de Potsdam: allí se planteó una organización común para las cuatro zonas, la división de Austria y la de las ciudades de Berlín y Viena. Y se creó un tribunal internacional para juzgar a los criminales nazis.
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Acabadas las conferencias, se firmó el Tratado de París (10 de febrero de 1947), que afectaba solo a Alemania, Italia, Finlandia, Bulgaria, Hungría y Rumanía; el acuerdo con Austria no se rubricó hasta 1955. El Tratado de San Francisco (1951) con Japón sería suscrito por todos los aliados menos la URSS, China y la India. Por fin, en 1956, la Declaración de Moscú terminó con el enfrentamiento entre soviéticos y japoneses.
Por vez primera, los crímenes de guerra se juzgaron como “crímenes contra la humanidad”. El 1 de octubre de 1946 acabó en Núremberg el macrojuicio contra los dirigentes nazis; las penas fueron de la cadena perpetua a la pena de muerte. De 4.850 peticiones de procesamiento, se acusó finalmente solo a 611 jerifaltes; entre los más conocidos, Hermann Göring, Rudolf Hess y Joachim von Ribbentrop. Y, el 12 de noviembre de 1948, un Tribunal Militar Internacional juzgó en Tokio a 25 jefes militares, políticos y funcionarios japoneses. Varios de ellos fueron condenados a morir en la horca.
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Aunque celebremos ahora el 80º aniversario del final de la guerra, el impacto de las dos bombas atómicas sobre territorio japonés continúa profundamente arraigado en el inconsciente colectivo. ¿Cómo olvidar a las 66.000 personas que murieron al instante en Hiroshima y a las 69.000 heridas? ¿O a las 70.000 víctimas mortales de Nagasaki? Y eso sin contar los miles que fallecerían en el futuro a consecuencia de la radiación. Tras agosto de 1945, las guerras y el mundo no volverían a ser iguales.
Cortesía de Muy Interesante
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