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- Autor, Gary O’Donoghue
- Título del autor, Corresponsal jefe de la BBC en Norteamérica
Era una cálida tarde de finales de mayo de 2024 en el bajo Manhattan. El jurado del juicio a Donald Trump por el soborno pagado por su exabogado a la estrella de cine para adultos Stormy Daniels estaba deliberando por segundo día consecutivo.
Suponiendo que nos aguardaba una larga espera, me fui a almorzar con el equipo de la BBC al mundialmente famoso restaurante Katz’s para comerme un sándwich Reuben.
Entonces se desató el infierno. El jurado estaba regresando.
Unos rumoreaban que los enviaban, otro día más, de vuelta a su casa; otro rumor sugería que ya tenían un veredicto.
Segundos antes de que saliera al aire el programa BBC News at Ten, llegué sin aliento al punto de transmisión en vivo fuera del juzgado y, con las prisas, estrellé la pantalla de mi teléfono contra el pavimento.
Uno a uno, los veredictos se filtraron: culpable… culpable… culpable… y así sucesivamente.

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Se le declaró culpable de los 34 cargos de los que se le acusaba.
Estuve en el principal boletín informativo de esa noche explicando la enormidad de la idea de que un expresidente fuera ahora un delincuente convicto, una primicia en la historia de Estados Unidos.
Como corresponsal principal de la BBC en Norteamérica, pasé meses cubriendo los numerosos problemas legales de Trump en los tribunales de toda la Costa Este. Cuatro casos penales separados; varias acciones civiles; le venían desde todos los frentes, amenazando no solo su libertad sino toda su existencia política y comercial.
Un año después, la situación ha cambiado por completo.
Tres importantes sentencias del Tribunal Supremo —una que otorga a presidentes y expresidentes amplia inmunidad procesal; la segunda que desestima el fallo que establecía que los intentos de Trump de anular los resultados de las elecciones de 2020 lo descalificaban para volver a presentarse a un cargo; y una tercera, el mes pasado, que limita la capacidad de los jueces de distrito para obstaculizar la agenda del presidente—, han envalentonado a este mandatario que, tras haber remodelado la Corte Suprema con una sólida mayoría conservadora, ahora tiene en la mira a los tribunales inferiores.

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Esos jueces federales de distrito —que a menudo emitían fallos sobre políticas migratorias que, según afirmaban, eran de aplicación nacional—, ahora se enfrentan a una embestida frontal por parte de una administración que ha cuestionado su legitimidad y, según algunos, menosprecia su propia autoridad.
La pregunta es: ¿deberían contraatacar para reafirmar su autoridad? Y, de ser así, ¿cómo podrían hacerlo? ¿Acaso todo esto alterará permanentemente el equilibrio de poderes en Estados Unidos, incluso después del final del mandato de Donald Trump?
“El ataque más grave a la democracia”
Varios jueces, tanto en activo como retirados, me han dicho que la magnitud del “ataque” no tiene precedentes.
John E. Jones III, exjuez de Pensilvania, nombrado por un presidente republicano y actual presidente del Dickinson College, declaró: “Creo que es justo decir que, en particular, los tribunales de distrito de EE.UU. están siendo atacados por la administración de una manera sin precedentes”.
Además de sus pintorescos comentarios por teléfono durante nuestra reciente entrevista, el presidente de EE.UU. ha calificado a los jueces de “corruptos”, “monstruos”, “trastornados”, “lunáticos”, “que odian a EE.UU.” y de “izquierdistas radicales”.

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También pidió la destitución de aquellos con quienes discrepa. Y amenazó con demandar a jueces.
Su subdirector de políticas, Stephen Miller, fue aún más directo y declaró que el país vive bajo una tiranía judicial.
“Cada día cambian las normas de las políticas de exterior, economía, de personal y de seguridad nacional del gobierno”, publicó en la red social X en marzo. “Es una locura. Es una locura. Es pura anarquía”.
“Es el ataque más grave a la democracia. Debe terminar y terminará”.
Amenazas de muerte y publicación de información personal
Los jueces se enfrentan a una creciente hostilidad y, en algunos casos, a amenazas de violencia por parte de la gente.
“Están viviendo amenazas que nunca antes habían enfrentado”, afirma Nancy Gertner, exjueza federal que ahora imparte clases en la Facultad de Derecho de Harvard. Fue nombrada por el presidente Bill Clinton y ejerció 17 años en la magistratura federal de Massachusetts.
“No hay dudas de que el tipo de oprobio que la administración prodiga contra los jueces con quienes no está de acuerdo es insólito”.
La jueza Gertner afirma tener conocimiento de jueces en activo que este año recibieron amenazas de muerte, aparentemente motivadas por el bloqueo o la demora de algunas órdenes ejecutivas del presidente.
No hay indicios de que Trump tuviera conocimiento de las amenazas.
Las cifras recopiladas por el Marshals Service de Estados Unidos, encargado de proteger al poder judicial, muestran que, hasta mediados de junio, se recibieron más de 400 amenazas contra casi 300 jueces, lo que supera las cifras totales de todo 2022.
Algunas de estas amenazas implican una práctica conocida como doxing, que es la divulgación de información personal o sobre su familia, algo que puede exponerlos a ataques.
Otras formas de intimidación ocurridas durante este año fueron aún más siniestras.
Según Esther Salas, jueza de distrito en funciones en Nueva Jersey, más de 100 jueces han sido objeto de pedidos falsos de pizza a domicilio.
Podría pensarse que no es gran cosa, pero estas entregas suelen ir acompañadas de amenazas. Además, en unos 20 casos, quien hizo el pedido usó el nombre de Daniel Anderl, el hijo fallecido de la jueza Salas.
Hace cinco años, un abogado descontento por un caso que llevaba Esther Salas mató a su hijo Daniel. Ademas, disparó contra su marido.
Para cometer este delito, el agresor se hizo pasar por un repartidor de pizza.

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La jueza Salas me contó su reacción al enterarse de lo que estaba sucediendo. “Decir que estaba furiosa es quedarse corta. Y luego, claro, llegar a casa y contárselo a mi esposo, que casi [muere]”.
El aumento de las amenazas comenzó antes del gobierno actual, pero la jueza Salas afirma que ahora nos encontramos en un nuevo terreno. “Se invita a las personas a hacernos daño cuando se usa una retórica incendiaria”, afirma.
“Eso es dar luz verde a cualquiera que crea que puede necesitar tomar las riendas. Y nuestros líderes lo saben”.
Muchos partidarios del gobierno actual, incluyendo a Jeff Anderson, uno de los arquitectos del programa Proyecto 2025 (que muchos consideraron un modelo para el segundo mandato de Trump), rechazan la idea de que la retórica presidencial sea la culpable de caldear los ánimos.
Anderson argumenta que la izquierda tiene más culpa de la hostilidad hacia los jueces: “La amenaza más notoria para cualquier miembro de los tribunales federales fue el intento de asesinato del juez [conservador] de la Corte Suprema Brett Kavanaugh”.
“Existe la tendencia a acusar a la administración Trump de haber facilitado esto. Creo que muchas de las ideas revolucionarias más radicales, como la de que debemos tomar la justicia por nuestra mano o que el fin justifica los medios… tienden a provenir de la izquierda estadounidense”.
Una avalancha de órdenes ejecutivas
Aunque otros presidentes se han enfrentado a los tribunales, las confrontaciones de Trump son sin duda únicas por su magnitud y furia, y quizá eran inevitables, dado que llegó a la Casa Blanca con una avalancha de órdenes ejecutivas destinadas a conseguir rápidamente lo que quería.
Solo el primer día se firmaron 26.
Hasta principios de julio se han firmado otras 140, más de las que firmó el presidente Joe Biden durante su mandato de cuatro años, y solo unas 100 menos que el presidente Barack Obama en sus ocho años en la Casa Blanca.

Trump podría haber solicitado al Congreso que promulgara leyes para implementar estas políticas; después de todo, los republicanos controlan actualmente ambas cámaras. Pero ese proceso lleva tiempo, y el Congreso ha estado ocupado con la emblemática legislación nacional del presidente —la llamada “Big Beautiful Bill”—, lo que significa que no ha habido tiempo ni capital político para otras prioridades.
Las órdenes ejecutivas están dentro de las prerrogativas del presidente.
La facultad para dictarlas proviene directamente del artículo II de la Constitución de los Estados Unidos, por lo que Trump no está desafiando ni eludiendo la Carta Magna. Está ejerciendo su influencia en el gobierno de un modo que le está permitido, siempre y cuando las órdenes citen la autoridad legislativa; y esas órdenes tienen fuerza de ley.
Lo que el presidente no puede hacer a golpe de firma es promulgar nuevas leyes ni hacer cosas que contravengan la Constitución.
Y si el Congreso no interviene, la única opción para quienes quieran impugnar las órdenes es acudir a los tribunales.

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La amplitud de las órdenes que Trump ha firmado, muchas de ellas relacionadas con cuestiones constitucionales como el derecho a la ciudadanía de toda persona nacida en Estados Unidos, ha dado lugar a docenas de medidas cautelares a nivel nacional a la espera del resultado en cuanto al fondo de cada caso.
Por eso es tan significativa la victoria de Trump en la Corte Suprema a finales de junio, que frenó dichas medidas cautelares a nivel nacional.
“Estos jueces de tribunales de distrito han estado totalmente fuera de lugar y de control”, argumenta Jeff Anderson.
¿Están los jueces bloqueando los “deseos del electorado”?
El gobierno ha esgrimido diversos argumentos. Se ha acusado al poder judicial de extralimitarse y a los propios jueces de ser activistas. Pero quizás la crítica más fundamental, y la más filosófica, es que obstaculizan la voluntad popular.
Como lo expresó Stephen Miller, “los jueces marxistas fuera de control” obstaculizan los “deseos del electorado”.
Es un argumento que, según muchos jueces, malinterpreta la constitución de manera fundamental.
“Somos una nación de leyes, no de hombres”, explica el juez John E. Jones III. “Un mandato al presidente de Estados Unidos no significa un mandato para ignorar la ley. Eso es evidente, pero esto encubre un desprecio fundamental por la ley y la constitución”.

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Hay indicios de que algunos miembros del gobierno, a pesar de sus afirmaciones en sentido contrario, podrían estar jugando con la idea de desacatar la autoridad de los tribunales.
El “zar de la frontera” del presidente, Tom Homan, apareció en televisión para hablar sobre los intentos de un tribunal de evitar la deportación de varios cientos de venezolanos y declaró: “Me enorgullece ser parte de este gobierno. No nos detendremos… No me importa lo que piensen los jueces”.
Sin embargo, en la entrevista que me concedió la semana pasada, el presidente negó estar desafiando al poder judicial, señalando que, cuando los fallos han sido en contra, ha buscado soluciones judiciales.
“Le tengo demasiado respeto como para desafiarlo. Le tengo un gran respeto al poder judicial. Y eso se nota”, me dijo, y añadió: “Por eso estoy ganando la apelación”.
“Una situación catastrófica”
Algunos críticos acérrimos del presidente van más allá y afirman que está destruyendo todo el sistema de controles y contrapesos en el que los tres poderes del Estado (la presidencia, el Congreso y el poder judicial), todos ellos con iguales atribuciones, actúan como freno entre sí.
“Este es un punto de inflexión crucial para el país”, afirma el profesor Laurence Tribe, uno de los principales expertos constitucionales del país, quien se ha convertido en un fuerte crítico del presidente.
Argumenta que el Congreso ha dejado de ejercer su función de supervisión y teme que “Estados Unidos se enfrente a una situación catastrófica”.
“La idea de los tres poderes se concibió en nuestra fundación, antes del auge de los partidos políticos y de demagogos tan eficaces y carismáticos como Trump”, me dijo. “Todo el sistema está completamente desequilibrado”.

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Ese equilibrio del que habla el profesor Tribe ha sido objeto de debate durante mucho tiempo, y el desplazamiento del poder hacia la presidencia no es una queja nueva.
Tras el escándalo de Watergate en la década de 1970, que vio al presidente Richard Nixon burlarse de muchas de las normas seguidas por presidentes anteriores, se aprobó una serie de leyes para limitar al ejecutivo y aumentar su rendición de cuentas.
Sin embargo, algunos de los cambios implicaron simplemente la adopción de nuevas normas, como la publicación de las declaraciones de impuestos presidenciales y la prevención de conflictos de intereses financieros, y este presidente ha mostrado poca preocupación por ser visto cumpliendo dichas normas.
El poder judicial contraataca
Sin embargo, en lo que respecta a la relación entre la presidencia y los tribunales, incluso Nixon se libró de desafiar su autoridad, entregando finalmente las infames cintas de Watergate, tras meses de negarse a hacerlo, una vez que la Corte Suprema lo ordenó por unanimidad.
Trump ha rozado el desafío.
En una ocasión, tras recibir la orden de facilitar el regreso de Kilmar Ábrego García, un hombre deportado injustamente a El Salvador, la administración fue acusada de retrasar el proceso de cumplimiento de la decisión de la Corte Suprema.
Incluso la fiscal general de Trump, Pam Bondi, declaró: “No va a regresar a nuestro país”.
La administración tardó dos meses en acatar la orden de la corte. Los críticos del presidente lo interpretaron como un anticipo de lo que podría suceder.
Después de todo, solo hay dos maneras de exigirle cuentas a un presidente: una es mediante la destitución en las elecciones; la segunda, mediante un juicio político en el Congreso, y Trump ya ha superado dos de ellos.

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Pero si realmente existe un plan para desafiar o neutralizar a los tribunales, el poder judicial no se rendirá sin luchar.
Incluso después de que la Corte Suprema dictaminara a finales de junio la restricción de esas medidas cautelares a nivel nacional (por cierto, presidentes de ambos partidos se han quejado de estas medidas en el pasado), otro juez impuso una nueva orden a la política de asilo de Trump.
A principios de este mes, un juez de distrito estadounidense emitió un nuevo bloqueo a nivel nacional a la orden ejecutiva de Trump que restringe el derecho automático a la ciudadanía para los bebés nacidos de inmigrantes indocumentados o visitantes extranjeros, lo que provocó nuevas declaraciones furiosas de la Casa Blanca.
Esta batalla está en curso, pero está lejos de terminar, y sus consecuencias para este y los futuros presidentes son impredecibles.
Créditos de la imagen superior: Bloomberg vía Getty y EPA-EFE/REX/Shutterstock

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Cortesía de BBC Noticias
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