Cuando el helado se cae, enseñar a los niños a ser estoicos

Hace unos días vi a un niño de unos seis años llorar desconsolado porque su helado se había caído al suelo. Su padre, con paciencia, se agachó y le dijo: “No podemos evitar que a veces las cosas malas pasen, hijo. Pero sí podemos decidir cómo reaccionar”.

Esa frase, tan simple y poderosa, me hizo pensar en lo poco que hablamos con los niños sobre la fortaleza interior, sobre el arte de aceptar lo inevitable y seguir adelante. En una cotidianidad que premia la inmediatez y castiga la frustración, enseñar a los niños a ser estoicos podría ser uno de los regalos más valiosos que podemos ofrecerles.

Ryan Holiday, autor de El obstáculo es el camino, ha popularizado en los últimos años esta antigua filosofía como una herramienta práctica para la vida moderna. Su mensaje es claro: no podemos controlar los eventos externos, pero sí cómo interpretamos y respondemos ante ellos. En esa idea tan sencilla pero a la vez tan profunda, se esconde una auténtica revolución educativa.

Imaginemos que, en lugar de protegerlos de toda incomodidad, ayudáramos a los niños a entender que la frustración, el error y la pérdida forman parte de la vida. Que un examen reprobado, una derrota en el campo o un desacuerdo con un amigo no son tragedias, sino oportunidades para aprender autocontrol, perspectiva y humildad.

Si los niños aprenden que los desafíos no son enemigos, sino maestros, crecerán con una mentalidad capaz de convertir la adversidad en crecimiento. En lugar de enseñarles a huir del malestar, podemos mostrarles a mirarlo de frente, respirar y avanzar.

Una práctica sencilla que Ryan Holiday retoma de los filósofos estoicos es la del diario personal. Marco Aurelio escribía sus Meditaciones para recordarse a sí mismo qué podía controlar y qué no. Si un niño, cada noche, escribe qué cosas le hicieron enojar o entristecer y distingue cuáles dependían de él, está aprendiendo una lección que muchos adultos aún no dominamos, la serenidad comienza con el autoconocimiento.

El estoicismo no busca endurecer el corazón, sino educar la mente y las emociones. Enseña que el ego es el enemigo, que la gratitud es una forma de sabiduría y que la verdadera libertad consiste en no ser esclavo de las circunstancias. En una era donde los “likes” parecen medir el valor personal, esta filosofía puede ser un antídoto poderoso contra la ansiedad y la búsqueda constante de validación.

En las escuelas deberíamos enseñar estoicismo con la misma importancia con la que enseñamos matemáticas o lectura, porque los niños necesitan aprender no solo a resolver problemas externos, sino también a gestionar su mundo interior. Enseñarles a distinguir entre lo que pueden controlar y lo que no, a mantener la calma ante la frustración y a ver los errores como oportunidades, les daría una fortaleza que los acompañará toda la vida. Porque sencillamente la vida está llena de caídas y altibajos que no dependen de nosotros, pero sí de cómo reaccionamos a ellos.

Educar en el estoicismo no significa volverlos insensibles, sino ayudarlos a distinguir entre lo que pueden cambiar y lo que deben aceptar. Es enseñarles que, aunque el helado se caiga, se puede reflexionar que podría se podría hacer la próxima vez para que no pase de nuevo, y que acciones inmediatas se pudieran tomar. Porque la verdadera fortaleza como diría Holiday no está en el control, sino en la calma.

Cortesía de El Economista



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