
Enviado por el rey Felipe II y nombrado protomédico general de las Indias, Francisco Hernández de Toledo describió en la Nueva España unas 3.000 especies de plantas y sus efectos curativos, allá por 1570. Del tomate dejó dicho: “Son redondos, están encerrados por una membrana y participan de alguna acidez. Los más grandes se llaman xitomame […] y se vuelven al fin rojos […]. Además de ser rugosos tienen ciertas protuberancias irregulares que no solo semejan las partes femeninas, sino también hemorroides y cuanto horrible y obsceno pueda verse en las mujeres”. Quién le iba a decir a este misógino avant la lettre, que un señor llamado Donald Trump entablaría una de sus guerras con México a cuenta de esas protuberancias obscenas. Allá por el verano de 2025.
México es el país del tomate al que, en su versión roja, porque hay más, le sigue llamando jitomate, salvo en el norte. Las estadísticas indican que cada persona consume en ese país 13,4 kilos al año. ¡Poquísimos! Un español en pleno verano se come esa cantidad en 13,4 días si nadie le para. El país que los inventó, además, tampoco tiene gran variedad ni las mejores, para disgusto de los europeos del sur que lo visitan. Una de las razones puede ser que apenas los consumen crudos, sino en salsas y guisos. Y otra, que la inmensa producción sale hacia Estados Unidos, donde aterrizan en una gastronomía muy pobre, véase el kétchup. Hasta ahí llega el 90% del fruto importado, unos dos millones de toneladas. El sector genera en México 400.000 empleos directos y 2.800 millones de dólares anuales.
Los agricultores estadounidenses y los mexicanos llevaban décadas mirándose de reojo por culpa del tomate. Los primeros acusaban a los segundos de prácticas desleales, es decir, de vender el producto a precios más bajos que su coste de producción para orillar a sus competidores. Pero los conflictos se habían ido solucionando con tratos diplomáticos y empresariales. Hasta que llegó Trump con su motosierra proteccionista y aplicó un arancel del 17,09% a la bella protuberancia mexicana. En la carrera de obstáculos a la que el gobierno estadounidense viene sometiendo al de México, la presidenta Claudia Sheinbaum ha tenido que orquestar algunas medidas para sortear el asunto del tomate. Se han establecido precios mínimos de exportación para este fruto en fresco que, según las variedades, van de los 0,88 a 1,7 dólares por kilo. El Consejo Nacional Agropecuario se mostró a favor de la medida, única forma de calmar al gigante del norte y conservar los empleos. Pero otros, como el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, se quejaron de que eso era admitir que hubo competencia desleal, algo que no están dispuestos a aceptar. Tampoco los anteriores, pero a ver qué se hace con Trump. Opinan que esto reducirá la exportación, se perderá una herramienta para negociar la eliminación del arancel y supondrá otra pérdida en las ganancias. Todos tienen su parte de razón, quizá también los sobrinos agrícolas del Tío Sam, pero México no está en condiciones de discutir mucho con él. Solo de salvar los trastos como pueda.
Si México deja de exportar tomates, los estadounidenses comerían hamburguesas insípidas; si deja de exportarles aguacates podrían incluso llegar a las manos. Y así con tantos productos del campo. Pero los mexicanos perderían muchos más. Esa guerra y otras se han ido taponando en los últimos tiempos con puntos de sutura que pueden reventar en cualquier momento. En el horizonte económico inmediato está la revisión del Tratado de Libre Comercio (TMEC) que mantienen los tres países de Norteamérica, o sea, los citados y Canadá, el marco comercial de una región de enorme riqueza que ahora tiembla por el inopinado proceder del magnate republicano. México ha librado por ahora los aranceles de los productos sujetos a ese tratado, pero la sombra de esa amenaza persistirá hasta que se replantee el TMEC en los meses venideros, porque Trump no va a soltar su mejor herramienta para negociar. O quizá un día se le ocurre que, igual que prefiere la coca-cola mexicana, endulzada con azúcar de caña en lugar de jarabe de maíz, se le hace más rico el jitomate del otro lado de su frontera y los agricultores mexicanos encuentran un alivio. You say tomato, I say jitomate.
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Cortesía de El País
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