No hubo piedad para el capitán Manzano. Tras una lucha a sangre y ropera en defensa de la ciudad de Maastricht durante 1579, el antiguo oficial de los Tercios españoles besó la gélida punta de una pica enarbolada por sus antiguos camaradas. Poco más se sabe de él más allá de que fue ajusticiado. Las fuentes tan solo reseñan que fue un renegado que decidió cambiar las bondades de la Monarquía Hispánica por las de las Provincias Unidas. Aquello le costó la vida. Por el contrario, su superior, Sebastián Tapino, sí esquivó el acero del verdugo. Cosas de la felonía, que hace aflorar el rencor. El de este renegado es uno de los mil casos de traidores presentes en la historia de España. Uno de una interminable lista que hunde sus raíces hace más de dos mil años.
Roma contra Hispania
Los pueblos que habitaban la península durante la era romana fueron el perfecto caldo de cultivo para otros tantos traidores. Aunque son tres los guerreros turdetanos cuyos nombres han quedado grabados en las páginas más tristes de la historia: Audax, Ditalco y Minuro. Aquellos que acabaron con la vida de Viriato, nacido en el siglo ii a. C. Según Apiano, el autor clásico que más espacio dedicó al personaje en su Historia de Roma sobre Iberia, este lusitano se convirtió en uno de los caudillos más destacados de Hispania; un hombre que, «aun siendo bárbaro, estuvo provisto de las cualidades más elevadas de un general » y que sobresalía por su sentido del deber. «Era el primero en todos en arrostrar el peligro y el más justo a la hora de repartir el botín». Las fuentes confirman que consiguió vencer a un total de seis generales de la Roma republicana. Una verdadera proeza.
Autores como Diodoro Sículo y Paulo Orosio escribieron que, cuando el cónsul Quinto Servilio Cepión entendió que era imposible vencer a Viriato en el campo de batalla, ofreció dinero a tres de sus generales más cercanos para que acabaran con él allá por el 139 a. C. Eso es lo que sabemos. A un lado queda el mitificado episodio de «Roma no paga a traidores». Frase que no rubrican ninguna de las fuentes clásicas y que, a pesar de que representa a la perfección el resentimiento de Roma y de sus cronistas hacia los métodos de Cepión, ha sido con total probabilidad forjada por la historiografía posterior. De hecho, la única referencia a ella la hallamos en los textos de Apiano cuando especifica que, si bien el cónsul «les permitió disfrutar sin miedo de lo que poseían», les «envió a Roma» después de que le exigieron el pago del dinero.
Cónsul traidor
Menos conocida es la traición del ambicioso cónsul de la Hispania Citerior —una de las provincias en las que Roma dividió la península— Lucio Licinio Lúculo. Los historiadores de la época coinciden en que atacó a los pueblos del corazón del territorio sin la aprobación del Senado. «Estaba deseoso de gloria y necesitado de dineros por causa de su penuria. Realizó la incursión contra los vacceos, otra tribu celtíbera, que eran vecinos de los arévacos, sin haber recibido ninguna orden de Roma y sin que ellos hubiesen hecho la guerra a los romanos», escribió Apiano. El único pecado de aquellos pueblos fue contar con toneladas de comida, un lujo para la época. El militar cruzó el Tajo en el 151 a. C. en dirección a Cauca, en Segovia. Traicionero hasta la extenuación, les quiso convencer de que acudía «en ayuda de los carpetanos, que habían sido maltratados por ellos». Una falacia como cualquier otra para justificarse.
Los hispanos se retiraron hasta la seguridad de sus muros. Aunque, en palabras de Apiano, «le atacaron cuando estaba buscando madera y forraje ». Así prendió la mecha de la contienda. Los vacceos solicitaron a Lúculo la paz en repetidas ocasiones. Al parecer, porque creían que no había razón para combatir. «Al día siguiente, los más ancianos volvieron a preguntar qué tendrían que hacer para ser amigos». El cónsul se mostró de acuerdo. Aunque, a cambio, solicitó «cien talentos de plata», multitud de rehenes y exigió que 2000 de sus hombres atravesaran los muros de la urbe para asegurar la rendición. Por desgracia para los hispanos, todo era parte de un macabro plan. Cuando los legionarios estuvieron dentro se desató el caos. «A toque de trompeta, Lúculo ordenó que mataran a todos los de Cauca». Los ciudadanos murieron mientras recordaban el acuerdo al que, creían, habían llegado con el general.
Al otro lado del mundo
Y de aquella Hispania, a la primitiva España que empezaron a forjar los Reyes Católicos tras quedar unidos en santo matrimonio. El siglo xvi, ese en el que cientos de soldados se embarcaban hacia las Américas en busca de fortuna, fue también un tiempo idóneo para los traidores. Uno de los más conocidos en la época —que no en la actualidad— fue Francisco de Carvajal. Nacido como Francisco López Gascón hacia 1470 en tierras abulenses, este personaje de carácter desenfadado y un humor más negro que el betún sentó plaza de soldado en los ejércitos de Su Majestad, con los que combatió en Rávena y Pavía. Pronto sintió la llamada de las riquezas que ofrecía el otro lado del Atlántico y se embarcó hacia México primero, y Perú después. Ya talludito, ayudó a Francisco Pizarro a sofocar una revuelta indígena en 1536. Aquello le unió al clan del conquistador.
Hasta aquí, la suya es la historia de un soldado fiel. Pero todo cambió cuando Carlos I promulgó las Leyes Nuevas para controlar a los encomenderos, los conquistadores que habían conseguido tierras y poder en el Nuevo Mundo a golpe de trabajo nativo. Carvajal, debido a su cercanía con los viejos españoles que se habían enriquecido, traicionó al monarca y abrazó la rebelión de los encomenderos. A las órdenes de Gonzalo Pizarro, hermano del mítico conquistador, se enfrentó y venció en 1543 al enviado real, Blas co Núñez de Vela. Por entonces, ya rozando los ochenta veranos, se ganó el apodo del «Demonio de los Andes». Y es que, según el cronista Francisco Jerez, «era de mala y cruel condición» y «mataba a quien le parecía». Poco después fue capturado por Pedro de Lagasca, quien le juzgó y le ajustició en 1548. Su cuerpo fue desmembrado y enviado por trozos a todo Perú.
Dos décadas de traición
Más pintoresca si cabe fue la vida de Gonzalo Guerrero, una historia a caballo entre la realidad y la ficción. Algunos cronistas narran sus hazañas, como Bartolomé de las Casas en su Descubrimiento del Mar Pacífico o Bernal Díaz del Castillo, quien, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, confirma que «era hombre de la mar natural de Palos» y que nació en torno a 1470. Su pista se pierde hasta 1511, año en que se embarcó con Diego de Nicuesa, gobernador de la actual Panamá, en dirección a Santo Domingo. No pudo salir peor el viaje. Cuando se hallaban próximos al destino, una tormenta desvió a la flota de su rumbo y les empotró contra unas rocas ubicadas cerca de Jamaica. La embarcación de los sobrevivientes alcanzó las costas de Yucatán, a cuya costa arribaron una veintena, para ser apresados por los mayas. Al poco, las enfermedades y los sacrificios hicieron que solo quedaran vivos dos españoles: Guerrero y el clérigo Jerónimo de Aguilar.
Ocho años pasaron hasta que Hernán Cortés arribó a México en 1519 y, tras desembarcar frente a Yucatán, se enteró de que había dos españoles que vivían entre los nativos. Si se unían a él, su conocimiento del idioma local le facilitaría el avance. El conquistador les hizo llegar sendas cartas pidiendo que combatieran en su expedición. El clérigo aceptó; Guerrero, no. «Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras», dijo. Se tiene constancia de que el de Palos se enfrentó a los españoles que intentaron conquistar la zona, como antes lo había hecho contra las expediciones de Hernández de Córdoba (1517) y Juan de Grijalva (1518). Pasó veinte años combatiendo junto a sus nuevos hermanos mayas. Su rastro se pierde hasta 1536, cuando, tras viajar a Honduras, murió de un disparo de arcabuz.

Pendencieros e interesados
No todos los traidores se paseaban a miles de kilómetros de la vieja Europa. Madrid, sede la corte, fue un jardín abonado para que brotaran mil y un personajes que hacían de la deslealtad su bandera. Antonio Pérez (1540-1611) fue uno de ellos. En 1566, durante los años en los que España se hallaba en el cénit de su poder militar y económico, este arriacense bien posicionado obtuvo el puesto de secretario de Estado. Para entonces contaba ya con una buena fortuna, estaba bien relacionado y se había ganado el favor de Felipe II. Casi nada. Sin embargo, empezó a cavar su tumba cuando envió a uno de sus ayudantes, Juan de Escobedo, a espiar a don Juan de Austria, su némesis a nivel político. No le salió bien aquella jugada, pues el agente decidió cambiarse de bando. Y, con la ingente cantidad de secretos que atesoraba, podía convertirse en un problema severo.
La tensión estalló la noche del 31 de marzo de 1578, en Madrid. Un grupo de delincuentes asaltaron a Escobedo y le dieron una estocada mortal. A partir de aquí, arrancó la locura. Felipe II, que conocía el odio que sentía Pérez hacia el fallecido, ordenó apresarle junto a la Princesa de Éboli. Los trapos sucios no tardaron en salir del cajón. Se descubrió que el secretario había vendido secretos reales y que mantenía relaciones con Portugal y los Países Bajos. Mal apaño. Fue condenado a una década entre rejas, pero, tras varias correrías, consiguió recalar en Francia, donde se dedicó a narrar las desgracias y los secretos de la Corona en sus Cartas y Relaciones. Todo aquel odio que rezumaba contra su patria, contra el monarca y contra Castilla fue la columna vertebral sobre la que se levantó la Leyenda Negra. Una a la que se asieron ansiosos Inglaterra y Holanda.
Príncipes traidores
Con todo, no fue hasta tres siglos después que se sucedió la mayor ignominia de la historia de España. Y fue a cargo de un llamativo cuarteto de la familia real. Corría principios de 1807 cuando, en un episodio de telenovela, Carlos IV nombró a su valido poco válido Manuel Godoy gran almirante de España e Indias. Fue la enésima concesión del monarca a un político que se le había subido a las barbas y que solía bajar —según las malas lenguas— las enaguas de la reina María Luisa. El movimiento crispó los nervios de Fernando de Borbón, quien vio peligrar su futura ascensión al trono. Por ello, el Príncipe de Asturias empezó a mover los hilos para darle un buen correctivo y separarle del camino a la poltrona. Y, si destronaba a su padre de paso, pues no había queja. Fue el comienzo de la «Conspiración de El Escorial». El plan no tuvo desperdicio. Fernando contactó con Napoleón Bonaparte y le solicitó contraer matrimonio con una princesa gala para ganarse su favor. Todo ello de la mano de Juan Escóiquiz. A la par, elaboró un escrito en el que acusaba a Godoy de «graves delitos» como «intentar subir al trono y acabar con la familia real». El príncipe dejaba entrever que, si la situación se complicaba, habría una alternativa de liderazgo. Pero Carlos IV se enteró de aquellas injurias gracias a un pliego anónimo que encontró en su pupitre. Ahí comenzó la caza de brujas. El rey fue a los aposentos de su hijo y descubrió una ingente cantidad de informes relacionados con la trama. Todo terminó con los usurpadores desterrados o entre rejas y una carta de perdón: «Papá mío, he delinquido, he faltado a V. M. como rey y como padre, pero me arrepiento y le ofrezco obediencia».
El culebrón no terminó en ese punto. Tras unos meses, Napoleón le pidió a Godoy un permiso de paso a través de España para conquistar Portugal. Y el valido, a cambio de la promesa de obtener un trozo del país luso, aceptó. El llamado Tratado de Fontainebleau supuso una traición tácita, pues el «Pequeño Corso» se garantizó cruzar los Pirineos y llegar a Madrid sin oposición militar con un objetivo soterrado: hacerse con España. En mitad de aquel embrollo, el príncipe aprovechó y arrebató el trono a su padre durante el Motín de Aranjuez; una locura. El último movimiento de esta compleja partida de ajedrez se sucedió los días 5 y 6 de mayo de 1808. En Bayona, el empereur logró que Fernando devolviese la corona a Carlos IV a cambio de una parte de Portugal y, acto seguido, que el nuevo rey le cediese la corona a Francia.

Golpe a la democracia
El último traidor de esta lista irá siempre unido a una frase; un grito que pudo cambiar la historia de España: «¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo!». El 23 de febrero de 1981, a las 18 horas y 23 minutos de la tarde, el teniente coronel Antonio Tejero entró en el Congreso de los Diputados durante el debate de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo. El oficial de la Guardia Civil materializó lo que, en los círculos más reaccionarios, se denominaba un «cambio de timón»: el presumible regreso a una dictadura. El golpe de Estado siguió su curso y, a eso de las siete de la tarde, Jaime Milans del Bosch, capitán general de la III Región Militar, sacó los tanques a las calles de Valencia como demostración de fuerza. Por suerte, todo terminó el 24, después de que Juan Carlos I se dirigiera a la población para mostrarse a favor de la democracia.
Hasta aquí, la historia más conocida. Lo que no se suele contar es que, poco antes, el 11 de noviembre de 1978, Tejero ya había intentado orquestar otro golpe de Estado que no llegó a materializarse. El teniente coronel se reunió entonces con el capitán de la Policía Armada, Ricardo Sáenz de Ynestrillas, y otros tantos mandos en la Cafetería Galaxia, en el centro de Madrid. La idea del grupo era asaltar el palacio de la Moncloa mientras Juan Carlos I estaba de viaje en México. Allí, apresarían al Consejo de Ministros para detener la reforma política que se aproximaba. Al final, uno de ellos se fue de la lengua y el plan se volatilizó. Tras la muerte del dictador, aquello hedía a naftalina de tal manera que los periódicos se lo tomaron a chanza. Unos tildaron el encuentro de «charla de café»; otros, más explícitos, la definieron como «una maniobra de cuatro locos».
Cortesía de Muy Interesante
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