
Qué es lo que creemos entender al establecer un diálogo racional respecto a lo que pasa, respecto a los gobiernos y las y los gobernantes. Si entender, describir y dialogar supone algún grado de racionalización ¿qué es lo que según nosotros racionalizamos? En un esquema amplio, el análisis político pretende explicar y anticipar el comportamiento de actores, de instituciones y procesos, dentro de un sistema dado, para comprender cómo es que el poder se ejerce, cómo se toman las decisiones y la disposición de las relaciones de fuerza en una sociedad con una pluralidad de culturas, con una historia y normas. Habitualmente, al analizar obviamos las culturas, después de todo: ahí están, de en una, sólo cuando se complican las circunstancias, digamos ante sucesos de violencia extrema o frente a hechos de corrupción inauditos, apelamos a lo que como sociedad hemos prohijado, a la cultura, una sola, mexicana: explicamos y, como si nuestro ser social fuera una fatalidad, nos resignamos.
Tesis: el país está en un declive que va a desembocar al abismo. Corrimiento impulsado por varios motores. La dilución del estado de derecho (ni los gobiernos se atienen al marco legal y el federal lo cambia a conveniencia). El dominio en territorios extensos de criminales tolerados por los gobiernos o estos asociados con aquéllos. La incompetencia, moral y técnica, de quienes gobiernan (las excepciones son escasas). La desconfianza, primer punto de contacto entre las personas y el de éstas con las autoridades. Y la economía, que de la mano de los neoliberales y de los populistas que hoy rigen, no ha incluido como prioridad reducir las desigualdades (la merma de la pobreza que por estas fechas festinan, es efímera, el aumento de impuestos, la falta de servicios de salud -y otros- y la inflación, regresarán las condiciones al estado previo).
Si por entre la madeja de los problemas que tenemos buscamos la punta de la hebra para analizar, entender y luego proponer formas para detener el declive, conviene uno de los elementos del análisis descrito antes: el comportamiento de los actores (mujeres u hombres) condicionados por sus características personales. La presidenta y los gobernadores hacen lo suyo asidos a lo que Daniel Cosío Villegas determinó en su multicitado ensayo: “El estilo personal de gobernar” (1974). Escribió Cosío que es complejo entender por qué los gobernantes hacen como hacen; menciona el temperamento, que relata como un “dato biológico”, y el carácter, “dato moral”. También habla de la educación de quien gobierna; es complicado, reflexiona, considerarla determinante, muchas variables inciden, tanto en la educación formal como en la informal. Añade también la experiencia y la matiza al señalar que los seres humanos, a diferencia de otros animales, pueden no aprender de lo que les ocurre. Asienta Cosío Villegas, después de afirmar que el sistema político mexicano dispone todo para que quien detenta el Poder Ejecutivo no tenga límites, con lo que puede desplegar libérrimo su estilo personal: “Es decir, que el temperamento, el carácter, las simpatías y las diferencias, la educación y la experiencia personales influirán de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno”.
Pero, cincuenta y un años después de aquel ensayo, el modelo que presenta ¿basta para explicar, entender y remediar? Hasta cierto punto. El poder omnímodo de los presidentes, y a su escala el de los gobernadores, previo a la transición democrática, les permitía controlar muchos aspectos del contexto, hoy el contexto los rebasa; está más allá de sus capacidades personales y como los componentes legales e institucionales del país fueron minados por sus antecesores, y por ellos mismos, tampoco los tienen a su favor; su poder para variar el entorno es una simulación, y el que poseen lo practican, autoritarios, sobre quienes no pueden defenderse, ni en los tribunales ni usando la fuerza. Lo que, bien visto, sigue siendo un estilo personal de gobernar, aunque si nos atenemos al contenido de sus informes, a sus “mañaneras” y a su manera de estar en la realidad que les incomoda profundamente, deberíamos hacer una variación al título de la obra de Don Daniel: el estilo sentimental de gobernar.
Ah, cuanto esfuerzo empeñan. No duermen por su amor al pueblo, a la patria, por los que son capaces de descuidar a sus familias. Todo les duele tanto que no pueden ser considerados sino víctimas, las primeras, y si los atosigan con reclamos públicos por lo mal que están tantos asuntos, se instalan como las únicas. Nadie soporta más presiones que ellas y ellos. Y no digamos de las críticas: sufrirlas los vuelve sobrehumanos; héroes mal entendidos que, a pesar de la comentocracia, del periodismo que no deja de someterlos a la rendición de cuentas, hacen muchísimo, dicen, por las y los ciudadanos. Si nada parece progresar se debe a que también son víctimas de los perversos más terribles: sus predecesores y el desorden que les dejaron. Incluso el marco legal los ata para hacer por el pueblo todo lo que su corazón anhela y, sin embargo, no tienen empacho en asegurar que sus hechos predisponen al país, al estado para que el futuro sea magnífico. Mientras, reparten dádivas y se concentran en la obra pública: monumento duradero de sus buenos sentimientos. Sin renunciar al poder del que disponen para usarlo contra quienes ellos consideren rival o enemigo.
Escribió Edgar Morin: “El ser humano compensa los excesos de crueldad y las insuficiencias de amor con los fantasmas y los mitos. Los fantasmas aligeran provisionalmente el peso y el constreñimiento de lo real.” En la propuesta para comenzar a explicar a quienes hoy rigen, la que llamo, con perdón de Cosío Villegas, el estilo sentimental de gobernar, los gobernantes son ellos mismos sus propios mitos y crean sus fantasmas, mecanismos de su yo al que privilegian, base de sus sentimientos y boleto para distanciarse de la realidad.
Cortesía de El Informador
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