De la Meca a Jerusalén pasando por Al-Ándalus: así inició el islam su imparable y guerrera expansión

Es una de las grandes preguntas de la historia universal: ¿cómo una indisciplinada horda de guerreros sin más tradición bélica que la razia intertribal fue capaz de erigir un imperio que, en el cénit de su esplendor, superaría en extensión al romano? La respuesta exige reinterpretar la figura de Mahoma como el primer gran líder militar de la historia musulmana.

El Profeta fue un excepcional conductor de hombres y, no menos importante, la persona que cohesionó los intereses de las tribus árabes en aras de un objetivo común. Para alcanzarlo, construyó un ejército que basó su eficacia en tres pilares: disciplina, fe y agresividad. Y ese ejército le sobrevivió y siguió adelante durante siglos con su misión.

Así, tras la muerte de Mahoma y en apenas 13 años –entre 633 y 646–, el nuevo Estado islámico había subyugado, bajo el empuje del califa Omar, a las dos superpotencias políticas y militares de la época, ambas inmersas en una profunda crisis que explica su impotencia ante la invasión. La Persia sasánida dejó de existir después de la Batalla de Qadisiya en 637, mientras que el Imperio bizantino inició su repliegue con la cesión de Siria en Yarmuk en 636. La conquista fue ejecutada por un ejército muy sólido, que supo integrar a los pueblos derrotados en sus filas.

Enfrentamiento entre bizantinos y otomanos en Constantinopla
Gracias a la disciplina y la fiereza, los ejércitos islámicos pusieron en jaque a la cristiandad numerosas veces, como en las Cruzadas o en el enfrentamiento entre los imperios bizantino y otomano en torno a Constantinopla (en el cuadro). Foto: Alamy.

Los soldados de Alá

La característica esencial de dichos contingentes fue la movilidad en torno a dos elementos: caballería ligera e infantería montada en camello, capaz de desplazarse por cualquier terreno y de avanzar por el desierto sin restricciones. A ello se sumaba un privilegiado conocimiento del enemigo; muchos árabes habían servido antes como auxiliares fronterizos de las tropas bizantinas y sasánidas.

Pero fue durante el reinado de Al-Mutásim (796- 842), ya en el período abasí, cuando se produjo la definitiva consolidación del poderío militar islámico. La infantería mayoritaria combinaba la espada curva, la maza y la célebre hacha tipo tabarzin, aunque fueron los abna, infantería armada con picas procedente de Bagdad y con fama de irreductible, y los naffatin, provistos de granadas de nafta, las unidades más mortíferas. La gran revolución se dio, no obstante, en el seno de la caballería con el auge de los ghulams, jinetes arqueros reclutados como esclavos en Asia Central que, convertidos al islam, servirían como caballeros de élite.

La expansión del islam por el norte de África, empero, requirió más de un siglo de luchas que culminaron gracias al gobernador yemení Musa ibn Nusair, quien logró la pacificación e islamización del Magreb y confió el control de Tánger a un líder autóctono llamado Tariq. Y, en la noche del 27 de abril de 711, Tariq cruzó el Estrecho con unos siete mil hombres y desembarcó en Gibraltar. Poco después, los árabes derrotaban al ejército de Rodrigo y se adentraban por las antiguas vías romanas hacia el centro de la Península, derrumbando las defensas del reino visigodo.

Batalla de Guadalete
En julio de 711, el bereber Tariq venció al último rey visigodo de la península Ibérica, Rodrigo, que murió en la batalla de Guadalete (arriba, la escena recreada en un grabado coloreado del siglo XIX). Foto: Álbum.

A ambos lados del Estrecho

Inicialmente, las luchas internas entre bereberes y árabes hicieron que Al-Ándalus fuera gobernada por más de veinte emires en cuarenta años. La situación cambió con la llegada a la Península de Abderramán I, que enarboló la bandera blanca de los Omeya (la negra era la de los abasíes) y construyó un emirato con capital en Córdoba.

Mientras tanto, en el Magreb se sucedieron años convulsos en los que los pequeños reinos luchaban entre sí, hasta que hicieron acto de presencia los chiíes que habían escapado de Bagdad. Su presencia en el norte de África propició el ascenso de los idrisíes y, posteriormente, el de los dogmáticos fatimíes, fervientes seguidores de la secta islámica chií que llegarían a controlar Egipto años después. Al tiempo que el califato abasí prosperaba en la zona oriental del Imperio islámico, Abderramán II comenzó a organizar el gobierno de Al-Ándalus. Su reinado favoreció la formación de una sociedad más refinada que la de sus predecesores, aunque no por ello dejó de recurrir a las armas para hacer frente a la penetración de normandos en su territorio en el año 844.

Esplendor y declive de Al-Ándalus

En 912, Abderramán III llegó al poder como emir; moriría como califa. Ocho años después de conseguir el emirato, logró liberarse de la presión que ejercían en el norte leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y catalanes abatiendo algunas de sus principales plazas defensivas. Y así, después de aquellas victorias, en el año 929 adoptó los títulos de califa y príncipe de los creyentes, lo que implicó la restauración de la antigua dinastía Omeya en Córdoba y su independencia del Califato de Bagdad. Su decisión coincidió en el tiempo con la rebelión de los fatimíes en el norte de África, que crearon en Túnez otro califato independiente del abasí.

Abderramán III (889-961) instauró el Califato de Córdoba, independiente del de Bagdad, y lo llevó a su esplendor. Este cuadro de Verdaguer (1885) muestra al califa recibiendo al embajador de Otón I. Foto: Álbum.

Aquella esplendorosa etapa inició su declive con la muerte de Al-Hakam II, el siguiente califa. Su sucesor, Hisham II, de once años de edad, reinó bajo la regencia de Al-Mushafi y su amigo el general Abu Amir Muhammad, más conocido como Almanzor. La frenética actividad militar de este, que comenzó en el año 981, se plasmó en al menos 57 expediciones contra los cristianos; en una de ellas, devastó Santiago de Compostela, que recibía ya peregrinos de toda Europa. A la muerte de Almanzor, sus sucesores fueron incapaces de evitar la desmembración del Califato de Córdoba en una constelación de reinos de taifas.

Fue entonces cuando entraron en escena los almorávides, provenientes del Sáhara y de Sudán. Bajo el mando de Yusuf ibn Tasfin, estos austeros y fanáticos guerreros desembarcaron en Algeciras y se lanzaron a la conquista, pero su fuerza inicial flaqueó cuando conocieron los placeres de la vida refinada en Al-Ándalus. Su derrumbe se produjo en 1135, tras la toma de Zaragoza por Alfonso I el Batallador. Sus sucesores serían los almohades, también procedentes de Marruecos… e igual de feroces.

estatua del rey de Aragón y Navarra entre 1104 y 1134 Alfonso I el Batallador. Foto: Álbum.

Selyúcidas y ayubíes

Entretanto, la desintegración del Califato de Bagdad fue seguida del surgimiento de múltiples dinastías que, lejos de representar un poder unitario ante la irrupción de los cruzados en Oriente, se desangraron frecuentemente en conflictos intestinos. De entre estos nacientes Estados, por su papel central en las Cruzadas y por su magnitud, destacaron los turcos selyúcidas en Siria y Anatolia y los ayubíes en Egipto.

El Imperio selyúcida había puesto de relieve su extraordinario potencial militar al derrotar estrepitosamente a los bizantinos en la Batalla de Manzikert (1071), prólogo de la Primera Cruzada. Su ejército estaba formado fundamentalmente por turcomanos del Asia Central que tenían su mejor argumento ofensivo en el arco compuesto (de forma recurva, corto y de enorme potencia, gracias a la acción mecánica resultante de combinar asta, madera y tendón). Los ghulams seguían siendo la estrella de los cuerpos de élite; cada vez más pesadamente armados, estos temibles jinetes llegaron a desarrollar tal efectividad en el disparo desde la montura que podían lanzar hasta cinco flechas cada tres segundos.

Pero fue en Egipto donde los ejércitos islámicos se aproximaron al cénit gracias la irrupción en escena de Saladino, líder ayubí que aprovechó la decadencia de los fatimíes para ofrecer a los reinos cruzados la primera resistencia de un poder islámico centralizado, con la Tercera Cruzada como escenario. Tras la muerte del último califa fatimí, el mítico caudillo reclutó un ejército propio reutilizando las huestes turcomanas como complemento de nuevas levas de caballeros esclavos: los llamados mamelucos. Con Saladino, los ejércitos esclavos iniciaron una era de esplendor; sus mamelucos, en combinación con la caballería ligera árabe, se erigieron como el mejor cuerpo a caballo del mundo medieval.

Saladino mata a Reinaldo de Chatillon
El legendario líder ayubí recuperó Jerusalén para el islam y derrotó a los cruzados en Hattin. En la ilustración, mata a Reinaldo de Châtillon, en venganza por haber atacado la caravana en la que viajaba su hermana. Foto: Arturo Asensio.

Objetivo: Jerusalén

Las Cruzadas, para la cristiandad “gloriosa reconquista de los Santos Lugares”, fueron percibidas de manera diametralmente opuesta por los árabes. De pronto, se encontraron invadidos por huestes de europeos que atacaban por todos los frentes, desde el estrecho del Bósforo hasta Palestina y Egipto. Miles de feroces cristianos habían llegado a las ciudades musulmanas a partir de 1096 para asombro de príncipes y plebeyos locales, que en un primer momento ignoraban por completo cuál era la razón que llevaba a aquellos extranjeros rubios y altos –a los que llamaron frany (francos), ya que el reino de Francia era su principal referencia en la remota Europa occidental– hasta sus territorios. Lo que ocurrió a partir de entonces propiciaría un antagonismo entre cristianos y musulmanes en el que emergerían conceptos como el de yihad que llegan hasta nuestros días.

Este efecto sorpresa hizo que los musulmanes de Palestina fueran incapaces de organizar a tiempo un ejército que resistiera la embestida, de modo que los cruzados sitiaron Jerusalén y la tomaron en apenas un mes, en julio de 1099. Según Ibn al-Athir, cronista árabe contemporáneo a los hechos, “a la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo y los frany estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita de Al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas”.

Toma de Jerusalén por los cruzados en 1099
Los cruzados tomaron Jerusalén en julio de 1099. Este cuadro historicista del siglo XIX, obra de Carl Theodor von Piloty, recrea la conquista. Foto: Álbum.

Con esta conquista, que culminó la Primera Cruzada, llegó la creación del reino cristiano de Jerusalén, que dominaría Palestina durante doscientos años. Aun así, algunas ciudades resistieron muchos años bajo gobierno musulmán. Las más importantes fueron Trípoli, que los árabes perdieron en 1109 tras un interminable cerco de dos mil días, y Tiro. La conquista de esta se produjo en 1224, marcando el cénit del poder de los cruzados.

Tras la caída de Jerusalén, no faltaron llamamientos a la reacción: la comunidad islámica esperaba que el sultán abasí de Bagdad la liderase, pero fue en vano, dada la decadencia del califato. Tampoco duró mucho el liderazgo del prometedor Zengi, gobernador de Mosul y Alepo, que unificó bajo su mandato gran parte del territorio sirio y que logró una resonante victoria con la reconquista de Edesa en la Nochebuena de 1144, que marcaría un giro en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos; fue asesinado dos años más tarde. Hubo que esperar a que en 1169 Saladino fuese proclamado visir de Egipto para que, como se dijo, el islam volviese a resurgir de sus cenizas y plantara cara a la cristiandad.

De origen kurdo y nacido en Tikrit (Irak), su llegada al puesto fue bastante azarosa. Su tío, el general Shirkuh, había sido enviado por el sultán de Siria, Nur al-Din (hijo de Zengi), a combatir la invasión frany de Egipto, y había pedido que Saladino lo acompañase. El Califato Fatimí aún existía, aunque lo gobernaba un joven de veinte años, Al-Adid, enfermo y muy dependiente de sus consejeros. Por sugerencia de estos, muerto Shirkuh en extrañas circunstancias, dieron el cargo de visir a Saladino confiando en que su juventud lo haría manejable. Nada más lejos de la realidad: mientras el califa agonizaba, el visir dio por extinguido el califato y asumió las riendas del poder en el país del Nilo.

En pocos años, Saladino se hizo con Libia y Yemen, derrotó a los nubios y, cuando Nur al-Din murió en Damasco, viajó hasta Siria para ser proclamado sultán. En sucesivas campañas asentó su poder en toda Siria y toda Mesopotamia y, en 1187, invadió el reino de Jerusalén e infligió una espectacular derrota a los cristianos en la célebre Batalla de los Cuernos de Hattin (4 de julio), con la que se iniciaron la Tercera Cruzada y la leyenda de Saladino como general invencible. Poco después, tras un breve asedio de doce días, recuperó para el islam la Ciudad Santa. Esta volvería a cambiar de manos varias veces en los siguientes años, pero ya sin su concurso: murió de muerte natural en Damasco en 1193.

Batalla de los Cuernos de Hattin
Lusignan y los suyos se internaron en el desierto sin agua y, camino de las fuentes de los Cuernos de Hattin, los hombres de Saladino los masacraron (óleo del s. XIX). Foto: Álbum.

Irrumpen los mongoles

Trece años después de la muerte de Saladino, se produjeron importantes acontecimientos en Asia central que convulsionarían los cimientos del islam. En 1206, el jefe mongol Gengis Kan unificó las tribus de las estepas y creó un gran imperio. Su nieto, Möngke Kan, organizaría dos ejércitos al mando de sus hermanos: Kublai, que invadió China, y Hulagu, que lideró las tropas que aniquilaron definitivamente el Califato Abasí. Kublai Kan, que ya profesaba la fe islámica, se proclamó emperador de la dinastía china Yuan, con lo cual se gestó un enorme imperio musulmán mongol que se extendía desde el mar de China hasta Polonia, Hungría y Bohemia, cruzando toda Asia.

Al mismo tiempo, su hermano Hulagu Kan dirigió sus ejércitos hacia los territorios selyúcidas del sultanato turco de Rüm, derrotándolo en la Batalla de Kose Dag (1243). Aniquilados los selyúcidas, Hulagu encaminó a sus tropas hacia Bagdad y derrocó a la dinastía Abasí. Además de provocar la casi completa destrucción de la capital del califato (1258) y una gran devastación en la parte oriental del imperio, la victoria de los mongoles hizo que el islam se replegara sobre sí mismo.

Cortesía de Muy Interesante



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