¿De verdad crece la ciencia?: Del conocimiento al fetiche de la publicación

El artículo científico, que alguna vez fue una vía para compartir ideas y avanzar en el conocimiento, en la actualidad alcanza el nivel de fetiche académico: algo que se valora más por su existencia y circulación que por su contenido. Bajo la antigua consigna “publicar o perecer” (publish or perish), lo que antes era un estímulo a la producción intelectual se ha transformado en un mecanismo automático. Lo importante no son las ideas, sino producir más rápido. Ya no se trata de que se publica, sino de cómo publicar con eficiencia para mantenerse vivo institucionalmente. En cambio, quien no lo hace, la institución lo invisibiliza, a manera de castigo simbólico y sobrevive -institucionalmente- como puede.

En este contexto, emerge en el siglo XXI una expresión extrema del sistema. Los autores “hiperprolíficos” -aquellos que publican más de 72 artículos al año, es decir, al menos 1 cada 5 días-. Investigadores que firman decenas o centenares de artículos cada año. En 2018, Ioannidis y cols. documentaron que más de 9,000 científicos en el mundo publicaban un artículo cada cinco días. Un estudio reciente de Abramo y D’Angelo (2025) identificó casi 16 mil autores entre 2000 y 2022 en esta categoría. Se concentran principalmente en China, Estados Unidos, India, Italia, Corea del Sur, España y Arabia Saudita. Predominan los artículos de medicina clínica, biomedicina, biología, genómica y física experimental. Lo más inquietante es que muchos de estos autores hiper prolíficos mantienen altos niveles de citación, lo cual sugiere que la visibilidad sigue siendo premiada, sin importar los medios para obtenerla.

La productividad extrema no es un accidente, sino una forma de adecuación al sistema: el volumen ha desplazado al juicio, y el rendimiento simbólico se impone sobre el sentido del aporte. En esta lógica inflacionaria opera una paradoja: nunca se ha publicado tanto, pero no todos los que contribuyen reciben el crédito que merecen.

Esta distorsión afecta especialmente a quienes inician su carrera, y con mayor agudeza a las mujeres. Aunque participan activamente en los proyectos, suelen ser relegadas en el orden de autoría o excluidas del producto final. Estudios recientes, como el de Oscar Brück (2023) confirman que los hombres publican más, figuran con mayor frecuencia como autores principales y acceden con mayor facilidad a posiciones de visibilidad editorial. Así, la abundancia de publicaciones convive con estructuras de prestigio profundamente desiguales, donde el reconocimiento depende más de la jerarquía y el género que del aporte real.

En ese ecosistema, cuenta menos el contenido del texto, y mucho más las veces se menciona el nombre propio. De ahí que la cita haya dejado de ser un acto intelectual para convertirse en moneda de cambio. Se citan textos no por su valor argumental, sino por estrategia: para cumplir requisitos, para ganar puntos en rankings, para devolver favores. No se cita porque se leyó, “se cita porque se necesita”. Estudios empíricos como el de Simkin (2003) han documentado que hasta 90 % de las citas pueden copiarse sin lectura directa del artículo original, lo que convierte a la referencia académica en una unidad de circulación simbólica más que en una forma de reconocimiento.

Proponemos nombrar con el término “refcoin” a la moneda académica cuyo valor no depende de su respaldo epistémico, sino de su capacidad de circular. Así como las criptomonedas requieren validación entre pares para operar, la refcoin requiere solo visibilidad y reproducción. No hay necesidad de contenido, basta con la apariencia de prestigio.

Esta lógica inflacionaria también ha generado un terreno fértil para el crecimiento de las llamadas revistas depredadoras: publicaciones que simulan procesos editoriales, pero que aceptan cualquier texto a cambio de un pago. Su existencia no es marginal ni anecdótica: alimentan un sistema que no distingue calidad, solo cuenta productos. Ofrecen una legitimidad exprés, sin escrutinio, a quienes necesitan sumar puntos sin pasar por el tamiz del rigor. Son la representación más burda del fetiche editorial pues son la apariencia de ciencia sin pensamiento, visibles, pero sin aporte.

Frente a todo esto, la autoría académica entra en crisis. Por un lado, investigadores e investigadoras que optan por escribir en solitario, buscando preservar la voz propia, el hilo argumental y la responsabilidad sobre lo dicho. Por otro, artículos con docenas, centenas o millares de firmantes, donde la coautoría se convierte en posición simbólica negociada. En lugar de reflejar trabajo conjunto, muchas firmas son consecuencia de jerarquía, reciprocidad o estrategia. El dilema no es entre escribir solo o en equipo, sino entre firmar con sentido o firmar por sistema. La autoría debe ser un acto de compromiso: haber formulado la pregunta, contribuido al análisis, participado en la escritura, defendido el texto. Si no hay responsabilidad compartida, la coautoría se vacía de ética.

Ya no podemos fingir que estas distorsiones son desconocidas. Las instituciones evaluadoras lo saben. Lo saben los comités de estímulos, las agencias de investigación, los organismos que reparten fondos. Y, sin embargo, persisten en premiar la cantidad sobre la calidad, en usar indicadores como fetiches, en legitimar trayectorias infladas sin exigir coherencia ni impacto real. La pregunta no es si saben. La pregunta es qué están haciendo para evitar que la ciencia se vuelva un simulacro autorreferencial. ¿Dónde están los mecanismos que detecten hiper productividad sin sentido? ¿Qué criterios separan una cita relevante de una refcoin inflada? ¿Qué reformas están dispuestas a emprender para que la evaluación deje de premiar lo que se repite y empiece a reconocer lo que verdaderamente transforma?

Algunas instituciones han comenzado a explorar herramientas digitales para enfrentar la sobreproducción sin sentido. Plataformas como Publons, SciVal, Dimensions u OpenAlex permiten detectar autorías sospechosas, publicaciones duplicadas, auto-citas masivas o redes de coautoría cerradas. No obstante, muchas de estas herramientas requieren licencias institucionales costosas, lo cual plantea una tensión persistente: ¿invertir en tecnología de evaluación más precisa, o conformarse con versiones gratuitas y menos potentes?

Este dilema no debe resolverse solo en términos contables. Lo gratuito no siempre es lo mejor, pero lo costoso tampoco garantiza valor. La decisión debería guiarse por la capacidad real de estas herramientas para diferenciar calidad de cantidad, relevancia de simulacro. De lo contrario, corremos el riesgo de trasladar la automatización del fetiche editorial a la evaluación misma. Evaluar exige juicio humano: no basta con métricas elegantes si no se recupera el criterio.

El problema va más allá de lo técnico. Es cultural, institucional y político. Mientras las universidades y agencias de evaluación sigan premiando el volumen sin criterio, cualquier herramienta será cosmética. Combatir el exceso requiere volver a valorar lo que no siempre se mide bien: la relevancia, la originalidad, la capacidad de síntesis, el pensamiento incómodo. Para eso se necesita modificar las reglas del juego, no solo los tableros digitales.

En este contexto, cabe recuperar un concepto ilustrativo: el de “paperware”. Así como en tecnología el bloatware se refiere a programas que ocupan espacio sin aportar valor, el paperware designa esa enorme cantidad de artículos que existen solo para llenar repositorios, currículos y rankings, sin aportar pensamiento significativo. Son textos funcionales para el sistema, pero irrelevantes para el conocimiento. Detectarlos no es solo cuestión de software: es una tarea ética, editorial e institucional. Aunque las revistas depredadoras son buenos vehículos para generar paperware, no todo el paperware viene de esas revistas. También las publicaciones indexadas pueden alojar textos redundantes o productos de la estrategia del salami publishing (fragmentación innecesaria de un solo estudio).

Pensar para no desaparecer

Tal vez ha llegado el momento de considerar seriamente abandonar la consigna. Ya no basta con publicar para no perecer. Hay que pensar para no desaparecer. ¿Será que al publicar menos, se puede decir más? Citar con responsabilidad, no por inercia. Habrá que escribir con otros cuando tiene sentido, pero también atreverse a firmar solo cuando el camino lo exige. Recuperar el sentido profundo de por qué investigamos, por qué escribimos, por qué nos exponemos a la crítica. No como carrera de puntos, sino como búsqueda colectiva de verdad, comprensión, y entendimiento.

“Publicar o perecer” ha sido consigna, advertencia, espejismo y falacia. También ha sido lema, mantra y, en más de un sentido, engaño. Porque nos hizo creer que la visibilidad bastaba. Que la cita —esa refcoin académica— era equivalente al pensamiento. Que lo cuantificable podía sustituir lo valioso. Hoy sabemos que el verdadero riesgo no es el silencio, sino la repetición sin reflexión.

Ya Horacio advirtió —y Kant lo recordó siglos después— que atreverse a pensar es el punto de partida para romper la inercia, el miedo y la obediencia ciega.

Por eso, hoy más que nunca, el llamado es claro: atreverse a pensar otra vez.

Referencias

Brück, O. A bibliometric analysis of the gender gap in the authorship of leading medical journals. Commun Med 3, 179 (2023). https://doi.org/10.1038/s43856-023-00417-3

Ioannidis JPA, Klavans R, Boyack KW. Thousands of scientists publish a paper every five days. Nature. 2018;561(7722):167–69.

Abramo G, D’Angelo CA. Hyperprolific authorship: Unveiling the extent of extreme publishing in the ‘publish or perish’ era. 2025. ResearchGate. Disponible en: https://www.researchgate.net/publication/391356749

Simkin MV, Roychowdhury VP. Read before you cite! Complex Systems. 2003;14(3):269–274.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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Cortesía de El Economista



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