En el Antiguo Egipto, la configuración del espacio físico hizo que la vida solo pudiese desarrollarse a orillas del Nilo, en donde se situaban las tierras fértiles y los recursos hídricos fundamentales para el surgimiento de la que podemos considerar la civilización más apasionante de la historia. La transición entre los fértiles campos de cultivo y el desierto era muy acusada, lo que favoreció la creencia de los egipcios en dos mundos contrarios pero estrechamente relacionados: el del bien y el del mal, el del equilibrio y el del caos, el de la vida y el de la muerte.
Desde tiempos predinásticos, la observación de la momificación natural en las áridas arenas del desierto les llevó a la convicción de que el destino del alma quedaba vinculado a la supervivencia del cuerpo, y por eso emplearon una enorme cantidad de recursos en el desarrollo de las técnicas de embalsamamiento. Pero este no era el máximo peligro al que se veía sometida el alma del difunto después de la irremediable muerte física.
Para alcanzar la salvación, el faraón –y, como él, el resto de los egipcios– se debía enfrentar a toda una serie de pruebas que tenía que superar a partir del conocimiento de unas fórmulas mágicas representadas, muchas veces, en el interior de las pirámides (o en las galerías de los hipogeos, en épocas más recientes). Según las creencias egipcias, la muerte implicaba la desintegración de los modos de existencia del individuo y, por lo tanto, el complejo ritual funerario tenía la intención de reintegrar los distintos aspectos del ser humano como paso previo a su resurrección.
Viaje en varias etapas
Así, junto al cuerpo físico y como condición previa para iniciar el viaje al más allá, se debían preservar dos principios esenciales: el ba, el aspecto inmaterial o alma del individuo, y el ka, una fuerza vital vinculada al cuerpo que requería sustento (de ahí las ofrendas de comida, agua e incienso que los sacerdotes dejaban en el interior de los templos mortuorios).
En cuanto al más allá, los egipcios creían que el difunto era llevado ante el dios de la muerte, Osiris, confinado en el inframundo o Duat. Allí era sometido a un riguroso juicio –el Juicio de Osiris– que solo podía ser superado gracias al conocimiento de diversos sortilegios presentes en el Libro de los Muertos.
Posteriormente, el fallecido debía unirse al dios Ra en su viaje por el cielo a bordo de la barca solar, viaje tras el cual le esperaba el enigmático Campo de Juncos, una especie de lugar paradisíaco en el que no faltaban campos repletos de trigo, ríos, animales, cosechas y gente de todo tipo y condición. Allí, el muerto se encontraba con los dioses y con los parientes y amigos más cercanos, pero, a pesar de ser un lugar propicio y generoso, en el Campo de Juncos era necesario trabajar, razón por la cual los egipcios se hacían enterrar junto a unas pequeñas estatuas llamadas ushebti, grabadas con sortilegios mágicos y cuya función era realizar trabajos físicos en el mundo de ultratumba.
Un más allá democrático
El registro arqueológico confirma la creencia en esta vida posterior a la muerte ya en el Período Predinástico, mientras que en el Arcaico hallamos una mayor sofisticación en la construcción de las tumbas reales: un claro ejemplo es la del faraón Djer, encontrada en la necrópolis de Abidos. Este se hizo enterrar junto a un gran ajuar funerario y un enorme cortejo de más de 300 individuos, algunos víctimas de unos sacrificios humanos que, con el paso del tiempo, irían desapareciendo en favor de prácticas tendentes a sustituir al ser físico por una serie de amuletos con propiedades mágicas. La configuración de la tumba nos permite suponer la creencia en la supervivencia del espíritu del faraón, que emprendería el viaje a partir de una apertura en el lado occidental de la estructura orientada hacia un uadi (rambla o cauce seco) situado al oeste de la necrópolis.
La evolución de este tipo de tumbas llevaría a soluciones arquitectónicas más complejas con la creación de las primeras mastabas y grandes pirámides a partir de la Dinastía IV; en un principio, solo para asegurar el triunfo sobre la muerte del faraón fallecido, pero luego se extenderían progresivamente al resto de la sociedad egipcia, en un proceso de democratización del más allá que ya se empieza a vislumbrar –para el círculo más cercano al faraón– durante el reinado de Pepi II.
Así, en la necrópolis perteneciente al faraón Zoser observamos las tumbas de los miembros de la Corte claramente diferenciadas y separadas con respecto a la pirámide escalonada del rey, mientras que en la meseta de Guiza tenemos auténticos complejos funerarios y “ciudades de la muerte” con todo tipo de sepulturas erigidas a partir de un plan predeterminado y separadas por calles en ángulo recto, ofreciendo unas pautas igualitarias de las que no disfrutaban los simples mortales.
Asegurar la vida eterna
Durante el Primer Período Intermedio surgen nuevas fórmulas mágicas y litúrgicas que después conformarán el corpus de los Textos de los sarcófagos, cuya naturaleza pone de manifiesto una visión diferente del mundo de ultratumba, en la que la familia inmediata y los amigos y servidores del difunto tienen un papel protagonista. No en vano, la arquitectura nos muestra ejemplos de esta visión del reino de los muertos, ya que empiezan a proliferar las mastabas con múltiples habitaciones para acoger los cuerpos de toda una familia, cuya relación debía continuar en la otra vida.
Tendremos que esperar hasta el Imperio Nuevo para observar cómo la esperanza de la resurrección se abre a todos los egipcios, fenómeno que se contempla en un pequeño poblado situado en uno de los lugares más inhóspitos de Egipto, en el que cientos de familias egipcias dedicaron su vida a la construcción de las grandes tumbas del Valle de las Reyes para asegurar, de esta forma, la vida eterna de su soberano.
Tutmosis I, uno de los grandes faraones de la Dinastía XVIII, creó un recinto con treinta y seis viviendas ocupadas por gentes de muy diversa procedencia. En este primer poblado de constructores había nubios, hebreos y egipcios, aunque en su mayoría eran cautivos hicsos capturados en años anteriores, durante las guerras de liberación emprendidas por las dinastías tebanas para conseguir la reunificación de las Dos Tierras. La estructura de este asentamiento era muy sencilla, con casas estrechas y de una sola planta que se adosaron a ambos lados de una pequeña calle central. El conjunto estaba protegido por un muro de adobe, ideado para reforzar el aislamiento de esta comunidad y así poder mantenerla apartada del resto del mundo. Su ubicación en el antiguo lecho del río, que quedaba oculto a la vista del valle, no hizo sino incrementar su soledad, más aún cuando se estableció un sistema de control policial para mantener la seguridad y evitar contactos con el exterior.
Las necrópolis de Deir el-Medina
Desde los primeros años, tenemos evidencias de enterramientos muy poco elaborados en la colina oriental del uadi para los habitantes de Deir el-Medina. En la parte baja encontramos sencillas sepulturas de niños, depositados en canastillas domésticas hechas de fibra de palma trenzada. Junto a ellas hay otras tumbas en las que los muertos son introducidos en simples cajas de madera, sin decoración ni ningún tipo de ajuar funerario. Ascendiendo por la ladera del uadi, sorprende la existencia de unas nuevas sepulturas que pudieron pertenecer a un grupo de músicos (por la presencia de diversos instrumentos musicales), mientras que más arriba se enterraron las momias de las personas de más edad, en pequeños ataúdes con decoración pictórica.
Progresivamente, el poblado de Deir el-Medina fue ampliando su capacidad: durante el reinado de Seti I se añadieron unas setenta viviendas más, lo que trajo consigo el aumento del número de tumbas, que se situaron en una nueva necrópolis ubicada en la montaña próxima al enclave. En esta ocasión, el significado simbólico del cementerio es manifiesto, al orientarse hacia el este, por donde nace la luz del sol cuando inicia su itinerario vital hasta ocultarse tras las montañas tebanas y entrar en el mundo gobernado por Osiris. El momento de máximo apogeo en la historia de esta ciudad de los muertos se produjo durante el reinado de Ramsés II, quien ordenó ampliar el poblado y levantar otras cuarenta viviendas fuera del mismo, mientras que las situadas en el interior se subdividieron para aumentar su capacidad.
Duras condiciones laborales
Las condiciones de vida de los trabajadores de Deir el-Medina tuvieron que resultar especialmente duras, teniendo en cuenta que el Valle de los Reyes es uno de los lugares más calurosos y áridos de Egipto por estar encerrado entre unas montañas que no dejan pasar la refrescante brisa procedente del norte. Sus semanas laborales solían durar unos diez días, y durante todo ese tiempo se veían obligados a pernoctar en la parte alta de las colinas que rodeaban el Valle de los Reyes, no pudiendo regresar a sus hogares hasta que un nuevo grupo llegase hasta la necrópolis para continuar con su trabajo. Antes de salir del poblado, los escribas del visir se encargaban de pasar lista y comprobar que todos los utensilios estuviesen perfectamente preparados, especialmente los cinceles de bronce (propiedad del Estado) y las lámparas con sus tiras de lino y grasa para alumbrarse en el interior de las tumbas.
Una vez allí, el contacto con el resto del mundo era prácticamente inexistente: solo recibían la visita esporádica de los encargados de transportar los asnos cargados con la comida y el resto de provisiones que diariamente llegaban hasta el corazón del valle. A pesar de estas duras condiciones, sorprende el excelente humor y las ganas de vivir que reflejan los ostrakones (fragmentos de caliza o cerámica) encontrados por los arqueólogos, en los que vemos unos dibujos satíricos que ofrecen una perspectiva de la vida que tenían estos obreros de las tumbas reales. Su visión optimista de su existencia terrenal tal vez se deba al hecho de vivir en una comunidad cerrada, con excelentes lazos de solidaridad entre sus miembros, y a la convicción de poder disfrutar de la mejor recompensa como fruto de su trabajo: la inmortalidad.
Entre las imágenes, destacan la de un hombre amaestrando a un babuino para que trepe a una palmera y le consiga dátiles o la de unas madres amamantado a sus hijos y mirándose a un espejo con actitud despreocupada. Otra escena nos muestra de forma jocosa a un gato guiando a seis gansos. Tampoco faltan los motivos religiosos, como la representación de la serpiente Meretseger (diosa de la medicina), invocada para evitar picaduras y otro tipo de peligros a los que se tuvieron que enfrentar en su día a día, antes de emprender el camino hacia el más allá.
Los trabajadores de Deir el-Medina vivieron para la muerte, porque una gran parte del poco tiempo libre que tenían lo emplearon en preparar sus propias tumbas. La mayor parte de ellas se situaron en la necrópolis aneja al poblado. Estas moradas para la eternidad solían ser de pequeño tamaño y casi siempre se orientaban hacia el templo funerario del faraón para el que habían servido, lo que nos demuestra su convencimiento de que podrían compartir el destino de un rey que, tras su muerte, se había convertido en dios. Las tumbas se estructuraban en torno a un patio abierto, desde el que se abrían unos pozos funerarios en donde se enterraba a los miembros de una misma familia. Desde el pozo se accedía a diversas habitaciones y a la cámara funeraria, con paredes decoradas que mostraban al fallecido disfrutando de aquella nueva vida que con tanto esfuerzo se había ganado.
Cortesía de Muy Interesante
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