Del ciudadano al consumidano: La nueva e incierta relación política con el Estado (Parte 1 de 3)

Agradezco la colaboración del Mtro. Jhonatan López Samperio

Prefacio. Este artículo analiza las transferencias para el consumo, distintivas de los principales programas sociales en México, como la Pensión para Adultos Mayores, Jóvenes Construyendo el Futuro o Becas Benito Juárez, entre otras, observando en ellas la manifestación de una transformación de la relación entre Estado y ciudadanos.

Estas transferencias son parte sustancial de los programas sociales que iniciaron en México desde finales del siglo pasado con el PRI. Continuaron con los gobiernos federales panistas hasta 2012 y, asimismo, con mayor fortaleza a partir de 2018.

Construyo sobre ideas de diversos autores. Destaco cuatro: Frank Trentmann, “Empire of Things” (2016); Thomas Piketty, “El Capital en el Siglo XXI” (2013) y “Capital e Ideología” (2019); Joseph Stiglitz, “The Price of Inequality” (2012), y Howard Zinn, “A People´s History of the United States” (1999).

Derechos del ciudadano. Aunque hay referentes en las antiguas Grecia y Roma, para este artículo interesan los estados nacionales posteriores a la Revolución Francesa, cuya ciudadanía se erigió históricamente como una apropiación del Estado; como una ampliación de la influencia de los individuos sobre la estructura y propósito de las instituciones. El punto neurálgico ha sido la capacidad de elegir autoridades. El derecho al sufragio ha tenido un decurso de siglos en el que progresivamente el voto se confirió a electores selectos: varones pudientes para, posteriormente, ampliarse a otros varones menos acaudalados, a minorías y más tarde (¡muy tarde!) a mujeres.

En esta larga jornada de configuración de la ciudadanía, una época clave es la del voto ampliado a las masas, que a la clase trabajadora permitió una creciente influencia en los asuntos públicos. La aparición de las ideas marxistas supuso un reto especial. Al cabo, las tentaciones y riesgos autoritarios provenientes de la izquierda comunista y socialista, y de la derecha fascista, fueron conjurados por sociedades liberales mediante su transformación hacia el Estado de Bienestar, cuya amplia oferta de beneficios, en forma de salud y educación públicas, pensiones, apoyos asistenciales, etc., formaron un dique efectivo contra impulsos revolucionarios y, en gran medida, siguen siendo nuestro entendimiento de qué es y para qué sirve el gobierno.

Aspiraciones del ciudadano consumidor. El históricamente insólito desarrollo económico que gran parte del mundo experimentó en el tercer cuarto del siglo XX, satisfizo en amplios sectores de población necesidades nunca antes colmadas e infundió la esperanza de haber superado definitivamente la pobreza o carencias en las que la mayoría de la gente vivió durante siglos, al tiempo que alimentó expectativas de un bienestar permanente y progresivo.

Los cambios de gobierno en sociedades democráticas tienen una parte importante de su origen en la tensión entre tales aspiraciones y la existencia de ciclos económicos que periódicamente conducen a crisis económicas que ponen a prueba la capacidad de autoridades en turno, cuyo desempeño es implacablemente calificado por la ciudadanía en las elecciones.

La(s) sociedad(es) de consumo. Hecha posible por los aumentos de productividad desde la era industrial, hizo asequibles productos en cantidades y variedad antes desconocidas.

A partir de Keynes se juzga que el gasto de los consumidores es un componente esencial que impulsa producción y empleo, por lo que el consumo se ve como una fuerza positiva en el corto y mediano plazos.

En tal contexto, es claro que a cualquier persona le es imposible sustraerse de la publicidad que pone ante sus ojos miles y miles de bienes y servicios apetecibles que ofrecen no solo beneficios concretos por su uso, sino que vienen acompañados por un cierto halo promisorio de una más feliz existencia.

Sin embargo, es notorio que la participación activa en el consumo difiere entre personas y entre grupos. Muchos no lo hacen más allá de sus necesidades básicas. Dada esta desigualdad económica, en la realidad la Sociedad de Consumo se compone de varias sub-sociedades que consumen en variable proporción, generando brechas y frustración.

Las transferencias. Desde principios del siglo XX el Estado contemporáneo se vio obligado a construir una sólida base fiscal para contender con los retos de sociedades demandantes. Si bien los orígenes de esta nueva fiscalidad tuvieron mucho que ver con el gasto armamentista, especialmente por la Primera Guerra Mundial, la fortalecida organización impositiva se orientó posteriormente a la construcción del Estado de Bienestar: salud, educación y pensiones, como sus componentes fundamentales iniciales.

Ahora bien, en todos los países el Estado de Bienestar ha evolucionado para ampliar progresiva y decididamente el conjunto de transferencias asistenciales a población: seguros de desempleo, apoyos para alimentación, a grupos vulnerables, etc.

El espectro de los programas sociales que actualmente existe en México se corresponde claramente con esa tendencia mundial.

La fuente del bienestar. A todo esto, cabe recordar que lo que hace posible el gasto para el bienestar es la riqueza generada principalmente por el capital y el trabajo. Es decir, la actividad económica de empresarios y sus empleados, o de quienes trabajan por su cuenta. Por ello fue solo natural que las primeras prestaciones sociales estuvieran ligadas al fruto del trabajo y de hecho se fondearan con aportaciones tomadas de salarios y utilidad empresarial. Por ejemplo, para los sistemas de salud pública, los de pensiones o, donde existen, seguros de desempleo.

¿Inversión o gasto? Hay una aspiración general a que los desembolsos por transferencias resulten en dotar a las personas de mayores y/o mejores capacidades que les permitan incorporarse a actividades productivas que sean sostenibles, con impacto económico positivo en su entorno y, consecuentemente, contribuyan al bienestar general. Esto es claro en la inversión pública en educación y salud.

No obstante, tratándose de individuos en situación de, por ejemplo, pobreza extrema, antes de pensar siquiera en lo antes señalado, hay claramente un propósito asistencial de rescatarlos de un estado de privación generalizada que comprometa su viabilidad mínima, su salud y vida.

En México se observa, sin embargo, y particularmente desde el sexenio anterior, una creciente tendencia a hacer transferencias de recursos públicos a personas mediante programas sociales que no parecen tener concordancia plena con lo antes indicado. Es decir, no aparenta tratarse de inversión en capacidades o de la paliación de la indigencia, sino que algunos de ellos consisten en la simple entrega indiscriminada de efectivo a diversos grupos sociales, sin relación con el grado de marginación de sus integrantes; un mero gasto no enfocado a dotarlos de habilidades que los faculten a mejorar su nivel de vida autónomamente.

¿Son más de los mismo? En este orden de ideas, cabría pensar que las transferencias para consumo, que han proliferado en los últimos años en México, son una extensión de las prestaciones sociales originales, aquellas ligadas y fondeadas directamente por el trabajo de sus beneficiaros actuales o potenciales, pero no.

Notoriamente, las transferencias para consumo se sufragan con cargo al presupuesto general de egresos. No hay, por ello, una relación directa entre su provisión y la generación de recursos para pagarlas y mantenerlas, mucho menos para ampliarlas. Todo sale de la misma bolsa: el presupuesto de egresos construido con los impuestos recaudados o, lo que es riesgoso para nuestro tema, la contratación de deuda.

El efecto multiplicador. En el caso mexicano, el conjunto de programas sociales fue ampliado considerablemente durante el sexenio anterior, tanto en sus modalidades, número de beneficiarios y gasto público involucrado. Respecto de algunos, figura apartarse de un modelo donde exista un efecto multiplicador de la inversión pública que propenda a generar beneficios individuales y sociales permanentes y que a largo plazo favorezca un cambio estructural en la condición socioeconómica de sus destinatarios.

Por el contrario, y toda vez que la información disponible (Coneval) sobre indicadores, seguimiento, o evaluación no permite sostener que las transferencias generen esa capacidades individuales o colectivas de que hablamos, se presume que el gasto de recursos públicos en tales programas apoyaría casi exclusivamente lo que podríamos denominar como un efecto multiplicador limitado a los niveles de demanda agregada en la economía, porque amplía la canasta de consumo de los receptores, si bien está identificado que se destinan en grado importante a necesidades esenciales como la alimentación o servicios básicos (Consultora Kantar, 2025).

Lo anterior es referido no en un sentido peyorativo, sino como un hecho observable, como lo es también que representa, especialmente, en los deciles de menores recursos, una elevación significativa de su nivel de vida y que, para la mayoría de los destinatarios, en cualquier nivel de ingreso, supone un beneficio altamente apreciado que se ha reflejado, es patente, en la votación federal reciente.

Justificación. A partir de lo anterior es posible entender el esquema de transferencias para el consumo como un modelo en ciernes de renovada relación política entre la ciudadanía y el Estado. No es una maquinación electorera desde las dirigencias político partidistas. Es la respuesta a una demanda social amplia, sea ésta la de integrarse a la Sociedad de Consumo o de mejorar su posición en ella. Es el efecto de una demanda social y una oferta política que se alinean y se retroalimentan.

Una narrativa de validación es siempre útil y en el caso que nos ocupa ha sido la de la justicia social. En efecto, es indudable y medible que la entrega de transferencias para el consumo eleva el nivel de vida de forma inmediata. En México, con datos verificables, se atribuye a los programas sociales, cuyo componente principal son las transferencias para el consumo, una parte sustancial del mérito de haber sacado a más de una decena de millones de mexicanos de la pobreza.

Réplica. Ahora bien, la reducción de la pobreza pudiera no ser definitiva ni, lamentablemente, duradera. Las transferencias para el consumo elevan el ingreso en el corto plazo y ello puede situar a los receptores encima de la línea de pobreza de forma inmediata, sí, pero esto es una obviedad.

Sin embargo, no es claro, todo lo contrario, que esas transferencias estén dotando a los beneficiarios de habilidades adquiridas que les permitieran mantenerse fuera de la pobreza sin aquéllas. Menos aún hay evidencia, o indicios siquiera, de que el gasto en transferencias para el consumo esté generando un entorno de valor agregado ni, por tanto, de desarrollo en las comunidades.

Sin capacidades individuales o colectivas incrementadas que hagan posible un desarrollo autónomo, auto sustentado, de individuos y grupos, seguir fuera de la pobreza solo será posible en tanto subsistan las transferencias para el consumo.

Consecuentemente, las transferencias para el consumo, al generar una elevación de ingreso verificable, pero incierta por ser contingente en función de recursos fiscales y no propender a la obtención de capacidades, pueden considerarse estructural y funcionalmente no como un sistema para superar la desigualdad económica, sino para paliarla, con el riesgo de disimularla o enmascararla, dándola por atendida, y favorecer así su perpetuación.

Elección e Incertidumbre. Por lo anterior, las transferencias para el consumo no parecen acarrear una base de desarrollo sólido a nivel individual, colectivo o nacional en el largo plazo.

La situación del beneficiario que fuera súbitamente privado de tales transferencias muy probablemente volvería a ser, al menos, la de su pasado inmediato, sin que en el ínterin haya adquirido activos tangibles o intangibles que le permitan mantener su nivel de vida. La mayor libertad, la de la marginación, que las transferencias prometen, parece limitarse a una “libertad” dependiente (aparente contrasentido) y temporal, por más que las transferencias se prolonguen en el tiempo, puesto que hay clara conciencia de que sin ellas se extinguiría.

La libertad que el beneficiario tiene para decidir en qué gastar es real y le da acceso a satisfactores, sin duda, pero su relevancia es menor si de lo que se habla es del problema histórico de la desigualdad y de las medidas de política pública que en otros países han permitido su efectiva atención.

El beneficiario de transferencias para el consumo, especialmente el de bajos ingresos, queda atrapado así en un modelo de relación política donde su estatus económico es incierto, de zozobra, siempre en espera de la siguiente entrega. Su nuevo bienestar se articula en una relación de dependencia de y apoyo al sistema político que le ofrece y garantiza su continuidad.

No es por ello extraño que tales apoyos se plasmen incluso a nivel constitucional, como un juramento solemne de permanencia, aunque ni siquiera el texto constitucional pueda garantizar la disponibilidad de caudales en un sistema construido de manera tal que demanda recursos para el consumo de forma creciente.

El ciudadano, claro, puede tener libertad para elegir a quienes le prometan la continuidad y ampliación de transferencias para el consumo. Es todo lo que puede hacer y no es poco.

El consumidano. En México y en el mundo, desde la segunda mitad del siglo XX, la ciudadanía tradicional, formada sobre la adquisición de derechos políticos, inicialmente, y sociales en época posterior, ha generado paulatinamente una nueva estructura adyacente, orientada hacia sus necesidades y aspiraciones de consumo, que lleva a que el centro de gravedad de esta ciudadanía reconfigurada se desplace crecientemente hacia esta zona ampliada en la que una porción sustantiva de los votantes, no solo de bajos ingresos, valora especialmente la capacidad del gobierno en turno para satisfacer tales pretensiones de consumo; de darles la capacidad económica de adquirir una canasta de bienes y servicios en aumento, con independencia y sin reparar en cuestiones estructurales como la condición general de la economía, la oferta de empleo o el nivel de salarios.

Tal situación es gravemente irónica, pues sin estabilidad en estas variables la capacidad de consumo muy probablemente se verá deteriorada.

Este es el consumidano: el ciudadano que reclama el derecho a consumir como una prerrogativa fundamental, sin cortapisas. Derecho que asocia al ejercicio de su libertad personal, como soberano mandante ante el Estado que le sirve.

El Estado Satisfactor. Concurrentemente, el Estado se reconfigura, bajo la presión de los votantes, para responder a ese reclamo de consumo garantizado y en ascenso, donde las transferencias ya no se limitan a la inversión para generar capacidades y autonomía en las personas, o rescatarlas de la indigencia, sino para ampliar las canastas de consumo de los electores y recibir reconocimiento por ello en las urnas.

El Estado de Bienestar viene, por tanto, mutando hacia un Estado Satisfactor: el ciudadano-consumidano como un cliente a satisfacer, no solo en la provisión de servicios públicos y sistemas de seguridad social apropiados, sino particular y esencialmente en esta faceta económica de consumidor en progreso que demanda una canasta de bienes y servicios ascendente.

Este nuevo Estado Satisfactor se revela como la construcción política apropiada y necesaria para comprender y contender con una sociedad fragmentada en múltiples colectivos de intereses e identidades variadas y dispersas, pero que en su conjunto se aglutinan en torno de un sello común y grandemente apreciado: la necesidad y ambición de consumir.

El Estado Satisfactor conserva características del leviatán hobbesiano y de la maquinaria burocrática absorbente y dominante, aunque en esta nueva faceta es también un gigante amistoso, un genio que satisface deseos, aunque acotados en variedad e importe.

De la lucha de clases al arreglo intraclase. La frustración y enojo acumulados en la antigua clase trabajadora, que en aquellos tiempos hizo posible el surgimiento del marxismo y su concreción en estados comunistas, puede tener hoy día un eco, remoto y distorsionado sí, pero real, en los grupos poblacionales de acceso limitado a la sociedad de consumo, sean o no trabajadores.

Ahora la desigualdad no cobra la peligrosa (para el sistema) dicotomía de explotados y explotadores, de posiciones irreconciliables y juego suma cero, sino que se diluye en múltiples capas o niveles de consumo que solamente buscan una constante escalada dentro del sistema, sin cuestionar su legitimidad integral e intrínseca. Al cabo ricos, clase media y pobres son todos una sola clase: la de consumidores, en la que cada cual quiere fluir hacia capas de consumo superior o mantenerse en una deseada.

Es paradójico que la conciencia de clase, forjada en su momento por la pertenencia a la clase trabajadora, se haya dispersado hacia un variado mosaico de colectividades de todo tipo con las que los individuos se identifican, lo que, si bien por una parte ha limitado en general la posibilidad de que las personas se agrupen en un haz con la contundente fuerza que tuvieron movimientos obreros o campesinos en el siglo pasado, por otro lado, y casi residualmente, ha llevado a forjar una extendida conciencia compartida, aunque no esencialmente militante sino un tanto pasiva, en torno de uno de los pocos atributos que les son comunes y muy apreciados: el ser todos consumidores y apetecer un consumo creciente o conservar el alcanzado.

Cortesía de El Economista



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