
La historia de cómo México cuenta sus homicidios no es una simple sucesión de métodos y tablas: es una historia de poder. Cada cifra publicada es el resultado de disputas sobre qué se mide, quién lo mide y para qué sirve el número que se produce. Siguiendo su rastro desde el siglo XIX hasta hoy, el homicidio ha cambiado de objeto, de lógica y de función política: de contar al desviado, a registrar la desviación, a medir la consecuencia y, finalmente, a aislar el dato como termómetro de seguridad y gobernabilidad.
En el siglo XIX, lo que entró en las primeras tablas estadísticas no fue el homicidio, sino el homicida como figura social. Leticia Mayer (2011) lo documenta al analizar los trabajos de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística: el interés estaba en identificar a las personas que encarnaban la desviación moral y social. La estadística de los asesinos o perpetradores era un marcador de “civilización” o “atraso”, un símbolo útil para que las élites ilustradas trazaran la frontera entre un grupo dominante “ordenado” y una masa popular etiquetada como peligrosa o viciosa. Contar desviados no pretendía resolver el problema de la violencia letal; servía para legitimar jerarquías, reafirmar el control y proyectar la imagen de un Estado vigilante y moralizante. La estadística se inauguró como un instrumento de orden simbólico.
En la segunda mitad del XIX, el foco se desplazó. No bastaba con señalar que existían homicidas, había que contar cuántos homicidios ocurrían. El dato dejó de asociarse con la identidad del autor y pasó a agregarse por tipo de delito. Esta nueva lógica no medía al enemigo moral, sino la frecuencia de la conducta tipificada. En el Porfiriato, este tránsito se complejizó con la criminología médico-social. Erika Speckman (2002) muestra cómo la Dirección General de Estadística volvió a individualizar para tipificar biológica y socialmente al infractor: estatura, color de piel, alfabetismo, tatuajes, enfermedades. La violencia se interpretaba como inherente a ciertos cuerpos y entornos, justificando políticas de segregación y control preventivo. La estadística se convirtió así en un instrumento de estigmatización, reforzando un orden social que vinculaba desviación y biología.
La gran ruptura llegó en la primera mitad del siglo XX, cuando el homicidio ingresó a las estadísticas vitales como causa de muerte codificada en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE). El certificado médico de defunción y el Registro Civil se convirtieron en las fuentes principales. Este cambio borró al infractor del dato principal y lo trasladó a registros judiciales o policiales, mientras que en las estadísticas vitales quedó solo el evento mortal. El homicidio entró en la misma lógica que un infarto o una neumonía: se medía la consecuencia, no al perpetrador. El lenguaje dejó de ser judicial o criminológico para volverse estadístico y comparativo, adaptado a series de salud pública y a la necesidad de comparaciones internacionales.
Durante la segunda mitad del siglo XX, esta forma de medición se consolidó como un indicador estable, útil tanto para la salud pública como para la gobernabilidad. La tendencia de largo plazo mostró un descenso desde niveles altos asociados a violencia rural, conflictos agrarios y disputas locales, hasta llegar a mínimos históricos en 2006, con tasas cercanas a 8 por 100 000 habitantes. México era entonces uno de los países menos violentos de América Latina, y el dato se usaba para narrar modernización, estabilidad y control social.
La irrupción de la “guerra contra las drogas” cambió todo. El despliegue militar, la fragmentación de los cárteles y las disputas territoriales provocaron un repunte abrupto de la violencia letal: entre 2007 y 2011 la tasa de homicidios se triplicó, rompiendo con más de una década de descenso (Astorga y Shirk 2010). El homicidio pasó de indicador estable a emergencia nacional, y aparecieron dos series de datos paralelas: las estadísticas vitales (INEGI), basada en certificados de defunción, y la judicial de incidencia delictiva (Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, SESNSP), basada en carpetas de investigación por homicidio doloso. Ambas miden realidades distintas, pero en el debate público las diferencias metodológicas se diluyen y la cifra que conviene al discurso es la que se utiliza.
A la presión interna se sumó la internacional: el Informe mundial sobre la violencia y la salud (OMS, 2002) planteó medir la violencia de manera integral, letal y no letal, como problema de salud pública. México adoptó parcialmente esta lógica, con encuestas y registros sobre violencia de género, intrafamiliar y sexual, pero sin un sistema unificado. La Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), orientada a medir la violencia contra las mujeres en el ámbito privado, y la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE), enfocada en victimización y percepción de seguridad, recogen dimensiones clave recomendadas por la OMS, como la violencia no letal y el subregistro en fuentes oficiales. Sin embargo, ambas operan de manera independiente y responden a agendas sectoriales distintas, lo que ha impedido que se integren en un marco coherente de medición de la violencia en todas sus formas.
En este escenario, y con muchas presiones externas, el INEGI desarrolló lo que podría llamarse una “ansiedad estadística”: la necesidad de aislar el homicidio del resto de las defunciones para convertirlo en un termómetro visible de seguridad. Antes era una categoría más en la gran tabla de mortalidad; ahora tiene comunicados propios, calendarios especiales y atención mediática prioritaria. Esta separación no es técnica solamente: es política. El homicidio se ha convertido en un indicador inmediato de seguridad, gobernabilidad y credibilidad institucional. El ciclo completo —del desviado, a la desviación, a la consecuencia y finalmente al dato aislado— muestra cómo la estadística del homicidio ha pasado de legitimar jerarquías sociales a sostener disputas de legitimidad política, midiendo no solo la violencia, sino la capacidad del Estado para controlar el relato sobre ella.
Hoy, México no produce sus cifras de homicidios en un vacío técnico, sino en medio de un contexto geopolítico cargado. Las acusaciones de actores políticos extranjeros de que el narcotráfico dirige al país, y la presión comercial implícita en medidas como el llamado arancel del fentanilo, no son meros gestos retóricos. Funcionan como dispositivos de presión económica y diplomática que obligan al gobierno mexicano a demostrar, en el plano estadístico, que mantiene control sobre la violencia criminal. En este tablero, el homicidio se convierte en recurso estratégico: si los números bajan, se proyecta hacia adentro y hacia afuera la imagen de un Estado capaz de garantizar seguridad; si suben, refuerzan la narrativa de un Estado debilitado o cooptado.
El problema se intensifica porque el homicidio ocupa un lugar sobredimensionado en la medición oficial de la violencia. Es, con mucho, el delito más seguido en series históricas y comparaciones internacionales. Esta situación invisibiliza otros fenómenos críticos para entender el poder del crimen organizado: desapariciones, secuestros, extorsiones o delitos financieros. El homicidio, por ser un evento puntual, verificable y susceptible de gestión táctica, se presta para construir narrativas rápidas y contundentes.
A este sesgo se suma una carencia notable: México no produce de manera sistemática y pública estadísticas sobre homicidas como se hacía en el siglo XIX. Se desconoce cuántos son identificados, cuántos procesados, cuántos pertenecen a grupos criminales y cuál es su perfil socioeconómico. Sin este componente, no es posible medir la impunidad real ni evaluar si las políticas de seguridad desarticulan efectivamente las redes criminales. La narrativa queda así atrapada en el acto —el homicidio— sin dar cuenta de los actores que lo cometen ni de su conexión con estructuras delictivas más amplias.
Aquí surge la paradoja más profunda: la relación entre crimen organizado y violencia letal no es lineal. En contextos de disputa territorial o reacomodo interno, los homicidios se disparan; en cambio, cuando un grupo logra hegemonía en un territorio, los homicidios pueden caer aunque el control criminal se consolide (UNODC 2023). En ese escenario, una caída en la cifra oficial no necesariamente refleja menos violencia, sino un cambio en su forma: menos muertes visibles, pero igual o mayor control social violento.
Sin estadísticas de perpetradores y con un énfasis casi exclusivo en los homicidios, la comunicación política tiene el campo abierto para presentar como “buenos resultados” lo que, en realidad, puede ser solo un reacomodo del poder criminal. Así, la estadística de homicidios deja de ser únicamente un instrumento de medición para convertirse en pieza de diplomacia interna y externa, moldeada por presiones comerciales y por la necesidad de sostener una narrativa de control. La sobre-representación de este indicador y la ausencia de datos sobre quienes cometen los crímenes no son deficiencias menores: forman parte de la arquitectura que permite contar una historia incompleta, pero políticamente funcional.
Referencias
- Astorga, L., & Shirk, D. A. (2010). Drug Trafficking Organizations and Counter-Drug Strategies in the U.S.-Mexican Context. San Diego: University of San Diego, Trans-Border Institute. https://escholarship.org/uc/item/8j647429
- Mayer, Leticia. (2011). La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y la producción de saberes en el siglo XIX.
- Speckman E. (2002). El cruce de dos ciencias: conocimientos médicos al servicio de la criminología (1882–1910). En L. Cházaro (Ed.), Medicina, ciencia y sociedad en México, siglo XIX (pp. 211–230). Morelia: El Colegio de Michoacán; UNAM.
- United Nations Office on Drugs and Crime. (2023). Global Study on Homicide 2023: Lethal flows – The relationship between firearms, drugs and lethal violence in Latin America and the Caribbean. Vienna: UNODC. Disponible en: https://www.unodc.org/documents/data-and-analysis/gsh/2023/GSH_2023_LAC_web.pdf
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.
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Cortesía de El Economista
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