
Fue el presidente estadounidense, Theodore Roosevelt, quien habló e implementó en la política exterior de su país la llamada doctrina del “speak softly and carry a big stick”: hablar suavemente y cargar un gran garrote.
De acuerdo con varias evidencias, ese parece ser el juego que la administración Trump está llevando a cabo en muchas partes del mundo, incluyendo en México.
Cuando habla en público de la Presidenta mexicana, Trump lo hace con respeto e, incluso, con admiración. En los hechos, sin embargo, su administración continúa presionando al Gobierno mexicano para que este corrija el camino en los asuntos que le conciernen.
No se dice nada extraño cuando se afirma que algunos cambios en materia de seguridad realizados por este Gobierno en comparación con su predecesor se han hecho bajo presión de Washington.
En todo esto hay que entender que el secretario de Estado, Marco Rubio, tiene su propia agenda. Por razones biográficas, históricas e ideológicas, el político de Florida tiene una particular animadversión contra los regímenes de la izquierda autoritaria latinoamericana. El reciente anuncio de elevar la recompensa por la captura de Nicolás Maduro es parte de esta lógica.
Tal anuncio ocurrió al mismo tiempo en que se reveló que un dron estadounidense sobrevolaba territorio del Estado de México.
Las autoridades mexicanas reconocieron el hecho y comentaron que se trataba de acciones que forman parte de los acuerdos de cooperación entre ambos países.
Todo esto puede ser cierto. No obstante, no se deberían ignorar los constantes comentarios vertidos tanto por el presidente Trump como por miembros del Congreso estadounidense de que Estados Unidos podría intervenir militarmente en territorio mexicano si el problema del crimen organizado ligado al narcotráfico persiste.
No se peca de pesimista si se sugiere que la situación actual podría llevar a un escalamiento hacia un verdadero conflicto entre nuestros países.
Una gran responsabilidad en todo esto corresponde al predecesor de Sheinbaum en la silla presidencial, quien no sólo no combatió al crimen organizado, sino que lo alentó.
Como resultado, la Jefa del Ejecutivo tiene ahora un desafío mayor: cómo desactivar una maquinaria criminal de gran envergadura que ha penetrado las estructuras del Estado como un requisito ineludible para tener mejores relaciones con Estados Unidos. Como dijo Hamlet: he ahí el dilema.
Evidentemente, el grupo en el poder que arribó en 2018 no ha podido ni podrá enfrentar sólo el reto que plantea el cambio de paradigma que entraña la administración Trump. Para hacerlo se necesita el concurso de toda la sociedad mexicana, empezando por sus representantes electos.
Es de lamentar que este grupo piense que puede sólo y que suponga que poner a un grupo de incondicionales al mando de la relación bilateral más importante para el país es una buena idea. Es claro que no lo es.
Aunque el reloj corre cada vez con mayor velocidad, todavía estamos a tiempo de democratizar la política exterior de México. Más nos vale.
Cortesía de El Informador
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