¿Des-amparados ante el Estado?


En la historia constitucional de México, pocas instituciones han sido tan determinantes para el equilibrio del poder como el juicio de amparo. Nacido en el siglo XIX como respuesta al abuso del centralismo político y los excesos de las autoridades, el amparo se convirtió en una creación jurídica mexicana reconocida a nivel internacional. No fue una copia de los modelos liberales europeos ni del modelo anglosajón norteamericano; fue un diseño original destinado a proteger a la persona frente al Estado. Su razón de existir fue simple y poderosa: ningún poder público debe estar por encima de la Constitución ni por encima de los derechos de las personas.

El amparo nació con vocación de límite. Era un dique jurídico frente a detenciones arbitrarias, confiscaciones injustificadas, censura o actos autoritarios. Su trascendencia fue tal, que terminó siendo adoptado o replicado en sistemas jurídicos de América Latina y fue reconocido por organismos internacionales como una aportación de México al constitucionalismo universal.

Sin embargo, como toda herramienta poderosa, fue también susceptible de abuso. No es mentira que, con el tiempo, el amparo comenzó a ser utilizado como escudo de intereses privados, como arma de defensa de monopolios, de evasores fiscales o de empresas que buscaban frenar leyes y políticas públicas legítimas. Se convirtió en instrumento táctico en litigios masivos y en trinchera de blindaje sobre grupos de interés. Se ampararon carreteras y ductos, se ampararon contratos y concesiones, se ampararon intereses corporativos disfrazados de derechos vulnerados. Sí: también se deformó el espíritu del amparo.

Pero el abuso no justifica su recorte. Eso es exactamente lo que está ocurriendo con la reforma aprobada en el Congreso de la Unión. Bajo la narrativa de evitar que “los poderosos” frenen proyectos del gobierno, se aprobó una reforma que limita la suspensión del acto reclamado -la medida cautelar que evita un daño irreversible mientras se resuelve el juicio- y restringe el interés legítimo, lo cual afectará no solo a las élites, que es a quien dicen limitar; sino precisamente a ciudadanos comunes, comunidades rurales, defensores de derechos humanos y colectivos ambientales que dependen del amparo para defenderse del Estado.
Las voces críticas lo advierten: no se está ajustando el amparo, se está debilitando. Al limitar las suspensiones, los megaproyectos podrán avanzar incluso cuando existan señales de ilegalidad o violaciones a derechos. Al restringir el interés legítimo, organizaciones ciudadanas perderán la capacidad de defender causas colectivas. Y al introducir ambigüedad en el concepto de “interés social”, se abre la puerta a que la justicia constitucional se subordine a criterios políticos.
El amparo es incómodo, lo ha sido siempre. Molesta a los gobernantes en turno porque cuestiona sus actos y los obliga a justificar sus decisiones. Pero ésa es precisamente su función en una república: incomodar al poder. Quienes dicen defender a “el pueblo” deberían recordar que el amparo es el último recurso precisamente para ese pueblo cuando el gobierno falla, abusa o atropella.

La pregunta es inevitable: ¿esta reforma corrige excesos o abre la puerta al abuso del poder? Si debilitamos el amparo, debilitamos la Constitución. Y si debilitamos la Constitución, quedamos a merced de la voluntad del gobierno en turno.

Quizá la respuesta es más simple de lo que parece: ningún país se fortalece cuando debilita los mecanismos que limitan al poder. Si seguimos en esta ruta, sí: nos quieren des-amparados ante el Estado.

Cortesía de El Informador



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