La obra de Riaño no es solo un recorrido cuadro a cuadro por ausencias museísticas, sino también un cuestionamiento de las obligaciones de los espacios expositivos para con la sociedad en la actualidad y un aporte a la historia de la visibilidad. Pues nada existe si no se hace visible.
Y eso ocurrió con las mujeres artistas, mecenas y público, que estaban en los museos cuando los hombres los inventaron pero fueron sistemáticamente borradas. En este sentido no fueron invisibles, sino invisibilizadas. ¿Cómo no iba a ser así cuando no fueron sujetos históricos ni políticos con plenos derechos hasta bien entrado el siglo XX? Tiempo es de contar por fin su historia.
Otro modo de ver la Historia del Arte
Los museos proponen, disponen y fijan la mirada de la época a través de la normativización de las imágenes. Necesitarían ser espacios más democratizados, polifónicos e inclusivos y, sobre todo, estar comprometidos con la sociedad y los cambios de los últimos años. Los cuadros de los grandes maestros no caminan de la mano de las nuevas ideas y problemáticas. Hay que dialogar con ellas y no plegarse al único discurso de la Academia.
Plantillas y especialistas de los museos deberían tener en cuenta a la ciudadanía y no erigirse como los únicos prescriptores del gusto y el conocimiento. Los espectadores deben acompañar en la lectura y reflexión sobre el pasado y participar en la institución. El museo debe ser descolonizado y despatriarcalizado y las mujeres que ayudaron a crearlo dejar de ser menospreciadas, infantilizadas e incluso exotizadas, esto es, invisibles. Su ausencia en la historia de los museos es representación de una patología del sistema. Hay que ver y contar la historia del arte de otro modo.

Riaño destapa las oportunidades que ha tenido el Museo del Prado para hacerlo y, también, aquellas que fueron veladas, descubriendo así la historia de la ceguera de las instituciones. Tras la lectura del libro, ya nadie podrá obviar que las mujeres han sido excluidas. Uno de los grandes ejemplos: el Prado nunca ha tenido una directora. Los hombres son los que toman las decisiones, marcan las tendencias del mercado y determinan cómo se cuenta la historia del arte en las colecciones.
Tampoco se podrá ver de forma inocente la colección actual, en la que hay 46 cuadros de 36 mujeres artistas pero solo se muestran 10 de 5 de ellas entre las más de 1.700 obras expuestas; si bien es cierto que en 2017 se celebró la exposición La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, que proponía un nuevo acercamiento a la colección a través de cuadros que mostraban la realidad histórica de las relaciones sentimentales entre personas del mismo sexo y de las identidades sexuales no normativas. Asimismo, en 2020 se inauguró la exposición Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931), que aborda el papel de la mujer en el sistema español de arte en el siglo XIX y los primeros años del XX con fondos del Prado.

A todo ello se suman dos grandes aciertos del ensayo: lo que podría denominarse la ‘biografía’ del cuadro, la historia de su creación hasta la llegada al Prado, y el análisis de sus contenidos y temas, por delante de forma, estética y belleza. Lo primero da lugar, por ejemplo, al desvelamiento de las compras del Prado en el año 2010, cuando se adquirieron 16 cuadros de hombres (y dos anónimos) y ninguno de mujeres. O cuando, en 2016, se pagaron a la familia Alba 18 millones de euros (de los cuales diez los puso el Estado, cuatro la Fundación Amigos del Museo del Prado y cuatro el museo) por La virgen de la granada, de Fra Angélico.
De la exclusión a la sexualización
La historia de la exclusión de las mujeres en el arte está llena de intención. Las restricciones en las escuelas de arte públicas fueron comunes en todos los países europeos y, si se vencieron, fue tras intensos debates y polémicas. La artista Rosa Bonheur no pudo estudiar en la École des Beaux-Arts, en la que estuvo prohibido el ingreso a las mujeres hasta 1897 (en la Royal Academy de Londres, hasta 1840).

Además, se prefirió recuperar a las artistas a través de su vida personal e intimidad en vez de por su trabajo, como le sucedió a Artemisia Gentileschi, borrada del grupo de los pintores del Barroco y rescatada a partir del relato del abuso que sufrió a los 18 años.
Recluidas en casa, las mujeres no pudieron optar a los mismos temas artísticos que los hombres. Así, unas salieron a los jardines y la naturaleza, adelantándose a la pintura de jardín de los impresionistas, y otras encontraron los temas en la esfera doméstica.
A veces, las pintoras fueron retratadas, pero los hombres intentaron borrar los símbolos que podían relacionarlas con cualquier actividad profesional (que las harían independientes económicamente y libres). No eran creadoras, sino inspiraciones de los pintores o creadores, como hizo Goya con el retrato de la XII marquesa de Villafranca pintando a su marido, a quien prefirió retratar como una musa elegante y refinada.

Otras veces, las mujeres fueron desnudadas y representadas voluptuosamente, reducidas a cuerpos a la espera de saciar el deseo masculino. Por ejemplo, en Inocencia, de Pedro Sáenz (una niña además), y en La perla y la ola, de Paul-Jacques-Aimé Baudry, con el subtítulo “fábula persa” (porque lo persa y oriental representa la sexualización por antonomasia). A su vez, las mujeres mecenas y responsables de la creación de instituciones artísticas fueron borradas de su historia, como María Isabel de Braganza, fundadora del Prado.
La reproducción de los mitos se redujo a los momentos de mayor humillación y sometimiento de diosas y semidiosas; e incluso se alteraron los títulos y las cartelas para borrar las vejaciones sufridas por las mujeres. Los pintores que reprodujeron y denunciaron la realidad de la situación, como Antonio Fillol Granell, fueron excluidos de la fama y la riqueza.
En 2018, el criterio del BOE para estudiar a las pintoras impresionistas era compararlas “con las obras de los pintores masculinos”, es decir, medir si eran tan buenos como ellos. En los últimos años, las mujeres artistas han aumentado su precio en más de un 72,9% de media y han pasado a ser objeto de especulación (algunas se han negado).
Aun así, las preferencias siguen siendo desiguales: 500 mujeres vendieron 2.500 piezas entre 2012 y 2018, frente a 55.700 de 8.500 hombres. El mercado sabe que ellas están aún por explotar y su revolución podría reducirse a un ejercicio neoliberal, si las instituciones no reaccionan antes que la especulación.
Dos casos paradigmáticos
Hay dos casos que llaman poderosamente la atención y muestran las relaciones de poder y las desigualdades históricas entre hombres y mujeres. Hacia 1843, Pedro de Madrazo recibió de su padre, José de Madrazo, director del Prado, el encargo de hacer el catálogo del museo.

Pedro no solo cambió el nombre del cuadro más importante de la institución y de Diego Velázquez, La familia de Felipe IV, que pasó a titularse Las meninas (desviando el foco y la atención del mayor mecenas del pintor), sino que llegó a trocar unos mitos por otros. Así, decidió que la Judit del único cuadro de Rembrandt del Prado pasara a llamarse Artemisa, y borró con ello durante siglo y medio la historia de la mujer que había liberado a miles de judíos.
Artemisa enviuda y decide beber las cenizas de su marido para no sobrevivirlo: una viuda modélica no puede seguir con vida. En ningún inventario o catálogo anteriores había sido identificada como Artemisa, pero así se mantuvo hasta 2009, cuando se cambió el título por Judit en el banquete de Holofernes (antes Artemisa).
Como escribe Riaño: “Cuesta mucho creer, digo, que esa mujer cuyo pelo suelto cae sobre los hombros, en los que no hay ni rastro de conmoción, ni de pesadumbre, ni un lunar de tristeza, sea la representación de una viuda […]. Ni una huella iconográfica que pudiera confundir a una mujer con la otra”.
El otro caso hace referencia a la escultura de Camillo Torreggiani Isabel II, velada, de 1855. El escultor florentino añade un velo a la reina para vincularla a una imagen de pureza y convertirla en una alegoría de la virtud. Isabel, reina desde los tres años, sin educación humanística ni política, casada por conveniencia a los 16 años con su primo hermano, Francisco Asís de Borbón (del que dijo: “lleva más encajes que yo”), mantuvo relaciones extramatrimoniales con varios hombres. Era necesario que una imagen la ‘limpiara’ de su vida ‘disoluta’, un comportamiento que solo estaba reservado a los varones.

De nuevo, se alude a la vida íntima de la mujer para justificar otras decisiones. La escultura sería admirada y aplaudida, pero no tanto como para recordar el papel definitivo que Isabel II desempeñó en la formación del Prado al donar al museo las mejores piezas de la colección actual; no sin antes comprarlas a su madre y su hermana, pues el testamento de su padre, Fernando VII, decía que había que repartir la colección real entre las tres.
Isabel no quiso que se dividiera y les pagó 152 millones de reales para agrupar los cuadros. También promovió la ley que separaba los bienes de la corona de los personales, hasta entonces unidos, una medida que favoreció el patrimonio público. Cuando falleció en 1904, su nieto, Alfonso XIII, la enterró a escondidas, sin pompa alguna.
El 9 de marzo de 2020, el Prado rectificaba la biografía de la pintora veneciana del siglo XVII Giulia Lama tras la denuncia de Riaño en un programa de radio. Hasta entonces, en la cartela se podía leer: “De personalidad esquiva y retirada, fea de rostro”. Se borró esta última acusación. Las mujeres siguen esperando un espacio en las instituciones artísticas. Ojalá se hagan visibles muy pronto.
Cortesía de Muy Interesante
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