Hoy cualquier persona lleva en el bolsillo –sin darse cuenta– una grabadora, un GPS, una brújula, una cámara de fotos y de vídeo, un escáner de documentos, un traductor universal, un procesador de textos, una TV, una enciclopedia, un mapa de todo el planeta, un podómetro, un distorsionador de voz y un medidor de la frecuencia cardíaca, como poco. Todo ello en su teléfono móvil. Pero hace cincuenta o cien años las cosas no eran así y la tecnología solo estaba al servicio de algunas minorías; entre ellas, por supuesto, los espías.
El ingenio al servicio del espionaje
Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando se crearon las primeras escuelas de espías con un método propio de enseñanza. En aquel momento, lo que hasta entonces había sido en gran parte empírico se elevó a la categoría de ciencia, y esto se tradujo en nuevos y cada vez más sofisticados ingenios pensados ya solo para el espionaje. Los aparatos manuales para cifrar y descifrar mensajes comenzaron a adquirir cierta eficacia y las tintas invisibles a ser más complejas.
El estallido de la I Guerra Mundial supuso el primer gran salto de gigante para la tecnología del espionaje. Se explotó la radiotelefonía y los micrófonos ocultos, bautizados en el argot como “chinches”, comenzaron a ser habituales. Los mensajes cifrados se volvieron cada vez más complejos y apareció un incipiente espionaje aéreo en el que los pilotos empleaban prismáticos e, incluso, tomaban fotografías con las rudimentarias cámaras de la época. Todo ello acompañado de viejos sistemas que siguen demostrando aún su eficacia, como las señales con espejos, las palomas mensajeras y los perros adiestrados para idéntico fin.

Durante la II Guerra Mundial, la mayor parte de los sistemas utilizados en la anterior gran contienda fueron perfeccionados; es el caso de los aparatos para realizar escuchas telefónicas. Aparecieron también otros nuevos, creados ex profeso para los agentes que se infiltraban en territorio enemigo, así como artefactos explosivos para sabotajes, revólveres en miniatura e, incluso, cápsulas de cianuro, con la idea de que el agente se suicidara si era capturado.
Pero, sobre todo, hubo dos grandes aportaciones: los micropuntos y la máquina de cifrar y descifrar mensajes llamada Enigma. Los primeros, conocidos también como microdot, fueron invención de un científico de la Universidad de Dresde, en Alemania: el profesor Walter Zapp, que estaba al servicio de los agentes alemanes. Los micropuntos consistían en una fotografía muy reducida, casi microscópica, de un folio con información secreta mecanografiada. Estas copias eran tan diminutas que podían incrustarse en la fibra del papel de una carta aparentemente inocua, preferiblemente sobre un punto ortográfico para que pasara inadvertido a simple vista.
El FBI descubrió el ingenioso sistema por primera vez en agosto de 1941, cuando capturó a un espía nazi que se había infiltrado en EE. UU. Este invento está ligado a otra creación de Zapp, la pequeñísima cámara Minox diseñada en 1936 en Riga (Letonia). Su diminuto tamaño (negativo de 8 x 11 mm), su distancia mínima de enfoque (20 mm), su sencillo uso y la facilidad a la hora de cargar el carrete la encumbraron como la cámara de espionaje perfecta, sobre todo para fotografiar documentos.

En cuanto a la máquina Enigma, también bautizada como Ultra, fue un hábil sistema de encriptación patentado en 1920 por el ingeniero holandés Hugo Alexander, que fue adquirido poco después por las autoridades alemanas. Los nazis construyeron 70.000 de estos ingenios, quince de los cuales se los regaló Hitler a Franco.

El ‘boom’ de las escuchas
De los escombros de la Segunda Guerra Mundial surgió, a partir de 1945, la Guerra Fría, y con ella estalló la espiomanía (y, también, la espiofobia). Los dos grandes servicios secretos, CIA y KGB, se embarcaron en una carrera que parecía no tener fin, en la que pusieron al servicio de sus agentes la tecnología más avanzada.
En 1944, un electricista descubrió nada menos que 120 micrófonos ocultos en la Embajada de EE. UU. en Moscú. A partir de ese momento, aparecieron todo tipo de ingenios ocultos tras el yeso de las paredes, en las patas de las mesas y sillas e incluso en bolígrafos. Esto llevó a Washington a iniciar en 1953 la construcción de una sede diplomática completamente nueva, lo que tampoco impidió que poco después empezaran a aparecer nuevos aparatos para realizar escuchas. En 1995, un exdirectivo del KGB desveló que la URSS había integrado sistemas de escucha en las propias vigas de acero sobre las que se levantaba la embajada.
La CIA también quiso saber todo lo que ocurría al otro lado del telón de acero. Así, en 1956, los servicios secretos norteamericanos descubrieron la existencia de un túnel en Berlín Este por el que pasaba la red telefónica del sector soviético, situado a tan solo 300 metros del occidental. Los espías estadounidenses instalaron magnetófonos conectados a más de 400 líneas de comunicaciones que discurrían por allí. Con ello consiguieron grabar buena parte de las conversaciones que se producían entre Moscú y Berlín Este.
A la caza del tesoro
Cuando cayó el Muro de Berlín y se puso punto final a la Guerra Fría, murió la edad de oro de los gadgets de espía, pero nació la fiebre de coleccionarlos. Muchos se lanzaron a por los equipos de espionaje de la Stasi de Alemania Oriental, y lo mismo ocurrió semanas después de que la Unión Soviética se derrumbara en diciembre de 1991 y de que el KGB se autodisolviera ese mismo año. Cámaras, micropuntos, máquinas de codificación, transmisores de corto alcance: aparatos que conforman la esencia del espionaje. Muchos de estos objetos que son ya historia se encuentran en museos repartidos por todo el mundo; lugares que serían, seguro, el paraíso para Q, el científico que proporciona todo su arsenal tecnológico a James Bond.

El escritor y especialista en espionaje Keith Melton (ha asesorado durante años a la CIA y a los realizadores de la serie de espías The Americans) presume de poseer más de 7.000 piezas de espionaje que ha ido coleccionando durante las últimas cuatro décadas, algunas de las cuales pueden verse en el Museo Internacional del Espionaje, en Washington D.C.
Entre esas reliquias de los servicios secretos donadas están una máquina Enigma de la Segunda Guerra Mundial y un increíble zapatófono, es decir, un zapato con transmisor de talón de los años 1960-1970. Pertenecía a un diplomático estadounidense que envió sus zapatos a reparar, momento que aprovechó el servicio secreto rumano para instalarle un micrófono y un transmisor ocultos.

También hay un dólar de plata de los años 20 que camuflaba una especie de alfiler con veneno, similar al que llevaba Francis Gary Powers, el piloto del avión espía U2 derribado por la Unión Soviética en 1960, y que finalmente no usó para suicidarse porque volvió a Estados Unidos gracias a un intercambio de prisioneros (EE. UU. creó cinco de estas monedas con agujas con veneno para los soldados de la Guerra Fría).

Pero el museo posee muchos más tesoros, como una pistola pintalabios de 1965. Utilizada por las agentes del KGB durante la Guerra Fría, es un arma de un solo disparo de 4,5 mm, a la que llamaban “el beso de la muerte”. Y hay más armas secretas, como una pistola de guante de 1942-1945, desarrollada por la Oficina de Inteligencia Naval de EE. UU., que se activaba empujando el émbolo superior hacia el enemigo; o una pistola de pipa de tabaco de 1939-1945, creada por las Fuerzas Especiales Británicas.
También podemos ver una réplica de las curiosas palomas-cámara. Durante la Primera Guerra Mundial, ataban cámaras ligeras a palomas que eran liberadas sobre territorio enemigo. Mientras los pájaros volaban sobre su objetivo, las cámaras disparaban y tomaban fotos que eran más detalladas que las de los aviones, porque las palomas volaban cientos de pies más abajo.

Y si de cámaras hablamos, las de ojal eran de lo más originales. Este dispositivo es una pequeña cámara espía cuya lente queda alojada en un botón. Este se puede introducir sin problemas en el ojal de la camisa o el abrigo, de modo que lo único que se ve por fuera es el botón propiamente dicho. Cámaras fotográficas similares, tan discretas, fueron ocultadas en la solapa de un traje, en el mango de un paraguas o en un libro.

También fueron usadas durante la Segunda Guerra Mundial las barajas-mapa, nacidas de la colaboración de la U.S. Playing Card Company con agencias de inteligencia estadounidenses y británicas. Cuando el as de espadas se empapaba en agua, se abría para revelar un trozo de mapa en su interior. Con varias barajas se formaba un mapa completo y, así, los prisioneros de guerra aliados podían escapar de los campos alemanes.
Otros objetos curiosos son las píldoras que los agentes de la CIA que entraban en Cuba usaban para sedar a los perros que ladraban; o la cáscara de nuez que usó, en 1960, durante la Guerra Fría, un espía soviético en Alemania Occidental (aliada de Estados Unidos). El individuo vació una nuez, escondió dentro la clave de un código secreto, pegó las dos mitades cuidadosamente y la colocó en un cuenco de nueces. Por desgracia, cuando la policía de Alemania Occidental registró su apartamento, se fijó en que el pegamento que había usado para sellar la nuez brillaba y fue descubierto.
Aunque no puede ser visitado por el público, el Museo de la CIA –situado en la sede central de la Agencia en Langley (Virginia)– alberga objetos muy curiosos, que son prestados ocasionalmente para exposiciones. Por ejemplo, una pipa de hombre de los años 60 que esconde un receptor de radio (el sonido viaja desde el tubo a través del hueso de la mandíbula hasta el canal auditivo) o una cámara de película Tessina en miniatura, de 35 mm (una de las cámaras más pequeñas y silenciosas de la década de 1960), oculta en un paquete de cigarrillos.

Ingenioso objeto era la ‘gota muerta’, una especie de bala hueca metálica con punta afilada en la que se podían guardar películas y documentos y que luego se enterraba fácilmente en el suelo en una ubicación preestablecida para que otro agente la recogiera más tarde, eliminando la necesidad del contacto directo. Resultó muy útil en los años 60 a los agentes de la CIA.
Parecido uso tenía el dólar de plata hueco que contenía mensajes o películas que los agentes podrían pasar de unas manos a otras como si fueran calderilla, sin llamar la atención. Y las agentes femeninas seguro que usaron el espejo codificado, una polvera que llevaba un espejo que, si se inclinaba en el ángulo correcto, revelaba un código secreto.
Objetos muy similares subastó hace poco el Museo del Espionaje del KGB en Nueva York; por ejemplo, una pistola de lápiz labial y un paraguas con punta mortal, uno de los objetos más utilizados por los espías de todos los tiempos. Volverán a poner a la venta objetos fascinantes, incluida una máquina de cifrado de códigos Fialka soviética, capaz de producir 590 billones de combinaciones posibles, y un bolso espía con una cámara oculta.

Haciendo un repaso de todos estos objetos, queda claro que la edad de oro de los gadgets de espionaje transcurrió hace mucho tiempo, porque ahora el dispositivo espía más poderoso del mundo es nuestro teléfono móvil.
Cortesía de Muy Interesante
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