Descubren una tribu indígena que “olvidó” cómo hacer fuego, bailar y cantar a sus bebés: el hallazgo que desconcierta a la ciencia

En lo profundo de los bosques orientales de Paraguay, un pueblo indígena está desafiando todo lo que creíamos saber sobre la naturaleza humana. Los Aché del norte, una comunidad cazadora-recolectora de unas pocas centenas de personas, han captado la atención del mundo académico por una razón tan inesperada como desconcertante: no bailan, no cantan a sus bebés, y no saben hacer fuego.

Durante más de cuatro décadas de convivencia e investigación intensa, los antropólogos Manvir Singh y Kim Hill convivieron con esta comunidad y documentaron lo que nunca ocurrió: ni una danza, ni una canción de cuna. En un mundo donde la música y el movimiento parecen ser hilos invisibles que unen a todas las culturas humanas, la realidad de los Aché del norte plantea una pregunta incómoda pero reveladora: ¿qué ocurre cuando se rompe el ciclo de la transmisión cultural?

La excepción que rompe la regla

Desde hace décadas, la música se ha considerado una constante universal entre los humanos. Los estudios transversales han identificado patrones comunes en canciones de cuna, cantos rituales y danzas grupales en prácticamente todas las culturas conocidas. Se pensaba que cantar a los bebés y moverse en sincronía con otros era una capacidad casi instintiva, con raíces evolutivas profundas: fortalecen los vínculos, calman a los niños, refuerzan la cohesión grupal. Pero los Aché del norte no encajan en este modelo.

No se trata de una falta de expresión emocional. En las noches tranquilas, se escuchan cantos individuales entre las chozas, sobre todo de los hombres. Son melodías cortas, sin palabras, seguidas de versos improvisados sobre la caza o disputas sociales. Las mujeres cantan menos y lo hacen, casi siempre, en privado, con temas que giran en torno al duelo por familiares fallecidos. Los niños a veces imitan estas canciones, pero siempre en solitario. La música, aquí, no es un acto colectivo ni está orientada a los más pequeños.

Lo más asombroso es que tampoco existen las danzas. Ni en fiestas, ni en rituales, ni siquiera en contextos religiosos. Tampoco hay canciones dedicadas a calmar o dormir a los bebés. Esto no quiere decir que no haya afecto o juegos con los niños: las madres acarician, hacen muecas, ríen con ellos. Pero nunca se oye una nana.

Un silencio que tiene historia

¿Cómo puede desaparecer algo tan profundamente humano? La clave, según los investigadores, está en la historia de trauma y reducción demográfica que ha sufrido esta población. A lo largo del último siglo, los Aché del norte vivieron olas de violencia, epidemias, esclavitud encubierta y desplazamientos forzados. En los años 30, eran apenas 240 personas. A mediados del siglo XX, sufrieron nuevas pérdidas por la presión externa, las misiones religiosas y el desmantelamiento de su modo de vida nómada.

Miembros de la comunidad Aché del norte participando en una jornada de pesca colectiva
Miembros de la comunidad Aché del norte participando en una jornada de pesca colectiva. Foto: Manvir Singh

Este descenso dramático en la población tuvo un efecto colateral: la erosión del tejido cultural. Muchos saberes no sobrevivieron al colapso generacional. La fabricación de fuego, por ejemplo, desapareció. Hoy en día, los Aché del norte conservan brasas encendidas durante sus desplazamientos porque no recuerdan cómo hacer fuego desde cero. También se han perdido prácticas como el chamanismo, las ceremonias de iniciación o la poligamia.

Esta pérdida cultural no es un fenómeno aislado. Se ha documentado en otras sociedades que han pasado por cuellos de botella demográficos, como los indígenas de Tasmania. Cuando una comunidad se reduce drásticamente, los conocimientos más complejos y menos prácticos —como canciones, rituales o tecnologías— tienden a desaparecer primero.

Una capacidad que necesita cultura

El caso de los Aché no niega que exista una base biológica para la música o la danza. Al contrario, refuerza la idea de que estas expresiones necesitan ser cultivadas, transmitidas, rehechas constantemente dentro de un contexto social. Así como los humanos tienen la capacidad de hacer fuego, pero no lo aprenden solos, lo mismo ocurre con las canciones de cuna o los bailes rituales. No son como la sonrisa, que aparece incluso en bebés ciegos, sino habilidades que se aprenden, se perfeccionan y se pasan de generación en generación.

En este sentido, el estudio de los Aché del norte reescribe la narrativa sobre lo que significa ser humano. Nos recuerda que nuestra cultura es tan frágil como vital. Que un trauma colectivo puede apagar las canciones y silenciar los cuerpos que antes danzaban. Que lo universal no es necesariamente lo automático.

Ecos de un pasado perdido

La comparación con otros pueblos tupí-parlantes ofrece más pistas sobre este proceso de desaparición. Los Aché del sur, que comparten raíces lingüísticas y genéticas con los del norte, todavía conservan formas de danza y música grupal. Incluso entre ellos, la transición hacia un estilo de vida más sedentario y conectado con la sociedad paraguaya ha influido en la recuperación de prácticas musicales.

Esto sugiere que los antepasados comunes sí practicaban la danza y cantaban a sus hijos, y que estas costumbres se fueron perdiendo paulatinamente en el norte por las circunstancias históricas. Hay relatos orales entre los Aché del norte sobre antepasados que sabían hacer fuego, lo cual indica que la pérdida no fue ancestral, sino relativamente reciente.

En suma, la cultura musical de los Aché del norte no fue inexistente, sino que desapareció bajo el peso de la historia.

¿Qué nos dice esto sobre nosotros?

La historia de los Aché del norte es más que una rareza etnográfica. Es un espejo que nos invita a repensar nuestras certezas sobre la naturaleza humana. Nos muestra que las expresiones más entrañables y compartidas —como una madre cantando a su bebé o un grupo bailando al unísono— no están garantizadas por la biología, sino por la continuidad cultural.

También nos alerta sobre la fragilidad de ese legado. En un mundo cada vez más homogeneizado y en crisis, entender cómo se pierden los gestos más humanos puede ser una forma de protegerlos. Porque si hay algo que nos define, no es sólo lo que somos capaces de hacer, sino lo que conseguimos preservar.

El estudio ha sido publicado en Current Biology.

Cortesía de Muy Interesante



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