“Descubrí que mi hija era sorda al poco de nacer, pero fue solo el principio de una enfermedad ultrarrara para la que busco cura”

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

    • Autor, Alicia Hernández
    • Título del autor, BBC News Mundo

“Laia es sorda profunda, nos dijo la doctora. Y fue como si todo se congelara, como si la sensación de espacio-tiempo desapareciera”.

Pablo Garrigós y Almudena Velasco recibieron este diagnóstico cuando su hija Laia apenas tenía unos meses.

Ese momento fue un shock, una desubicación total. Pero no sería el peor.

A la sordera le acompañaron otros síntomas. La niña no cumplía con las metas de crecimiento que se esperan de un bebé como girarse sobre sí misma o mantener la cabeza erguida.

Hasta que un día, tras varias pruebas, llegaron unas palabras demoledoras: enfermedad ultrarrara.

En total hay descritas alrededor de 7.000 enfermedades raras, algunas con mayor incidencia que otras. Y se estima que debe haber unas 2.000 enfermedades aún pendientes de ser detalladas, según FEDER (Federación Española de Enfermedades Raras).

Se considera un trastorno de este tipo cuando afecta a un número limitado de la población: menos de cinco personas por cada 10.000 habitantes. En el caso de Laia, ultrarrara significa que menos de 50 personas en todo el mundo padecen lo mismo que ella.

Uno de los principales problemas que enfrentan las personas con este tipo de enfermedades es lograr un diagnóstico. Según datos de EURORDIS-Rare Diseases Europe, una alianza europea sin ánimo de lucro que representa a organizaciones con pacientes con enfermedades raras, la gente suele esperar un promedio de cinco años para saber qué padecen exactamente, otros nunca lo averiguan.

Laia ha sido un caso extraño, porque tuvo su diagnóstico en menos de un año.

Además, por las características de estas enfermedades apenas hay investigación, así que en estos casos, ponerle un nombre a la dolencia no siempre implica lo más ansiado: una cura.

Suelen ser las propias familias las que tienen que abrir camino para encontrarla. Y esto supone infinidad de papeleos, búsqueda de financiación, horas de desvelo y años de búsqueda.

Sin olvidar que en ese tiempo hay un paciente al que cuidar. Y que, en ocasiones, el tiempo juega en contra.

Pablo y Almudena son de esas familias. Y esta es su historia.

El primer síntoma

El embarazo fue normal, las revisiones y el parto también.

Al nacer, a Laia le hicieron un cribado auditivo, una prueba de protocolo. En su caso, no hubo respuesta. Y, tras repetir la prueba con el mismo resultado, la mandaron al otorrino.

Aún así, Pablo y Almudena, dicen que salieron de la consulta con “cierta tranquilidad”.

Pero al visitar a la pediatra, la doctora -al verlos entrar sonriendo- les preguntó si no sabían el resultado de las pruebas auditivas de su hija.

Ahí llegó el primer diagnóstico: sordera profunda.

“Buscamos información, nos pusieron en contacto con asociaciones en Bélgica (donde viven), nos guiaron mucho, contactamos con muchas familias, nos hablaron de los aparatos e implantes cocleares (un dispositivo para poder escuchar)”, cuenta Almudena.

Y Pablo relata que “todo empezó a ser algo más liviano, porque vimos a niños (sordos) que iban al colegio, a la universidad, que escuchaban, que adquirían lenguaje. Una cosa alucinante”.

Almudena, de fondo, embarazada y Pablo, en primer plano. Es un selfie donde se les ve caminando por un sendero de piedras al lado del mar.

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

Pero la sordera no fue el último síntoma. La visita original a la pediatra se debió a que la beba tenía problemas al momento de amamantar.

Laia tampoco cumplió con otros hitos básicos del desarrollo, como girarse sobre sí misma o sostener su cabeza,

Primero se asociaron estas dificultades a una hipotonía, es decir, menos masa muscular, asociado a la sordera y, por ende, a la falta de estímulo para moverse.

La pediatra la mandó a fisioterapia para corregirlo. Pero cuando esto no funcionó, la derivó a la neuropediatra.

“Nosotros empezamos a buscar artículos y en uno decía que el 60% de los niños sordos vienen con discapacidades asociadas. Ahí empieza el runrún de que tal vez hay algo más”, relata Pablo.

Un diagnóstico contundente

Solo viendo a Laia, la neuropediatra detectó que había un problema mayor.

Las primeras pruebas que se realizaron tuvieron como objetivo descartar virus y patologías genéticas.

El destino quiso que a Laia le diera fiebre el día que iba a entrar a quirófano para que le pusieran sus implantes cocleares que mejorarían su audición, así que frenaron la operación, pero sus padres aprovecharon la ida al hospital para ver a la neuropediatra.

Ella ya tenía los resultados de las pruebas: síndrome KARS 1, enfermedad ultra-rara.

“Las palabras enfermedad ultrarrara me hundieron. Porque no es que sea rara, es que es ultrarrara, es decir, muy poco casos: no va a haber investigación, no va a haber cura”, recuerda Pablo.

“Te dicen que no hay tratamiento para tu hija de apenas 10 meses. Fui incapaz de procesar esa información”, añade.

Laia tumbada sobre una almohada en medio del césped.

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

Los síndromes KARS están causados por un defecto en el gen KARS1. Esta anomalía genética hace que las células no produzcan suficiente energía y así, afecta al sistema nervioso y a órganos como el cerebro, ojos, hígado.

Los síntomas varían en cada persona, pero lo más común es parálisis cerebral, pérdida de audición, discapacidad visual, epilepsia y ausencia del habla. Y es progresiva.

Detrás de las explicaciones técnicas, frente a una neuropediatra en una sala médica en Bruselas, había dos padres primerizos a los que el mundo se les cayó al suelo.

“Cuando tienes un hijo, en esos días el mundo alrededor te da igual. Todo desaparece, pero por cosas buenas. Hay toda una vida por delante, planeas a dónde lo llevarás, qué le enseñarás. Pero yo recuerdo que todo desapareció y perdió el interés por la intensidad del dolor”, confiesa Pablo.

Almudena no lo vivió igual.

“No sabía bien qué implicaba. Pregunté la esperanza de vida, qué podía pasar. Pero la doctora no se aventuró a decirlo”, explica.

Pidieron una segunda opinión en España. Mismo diagnóstico, sentencia más dura: “No sé si sois conscientes de la severidad de la enfermedad”.

“Cuando te dicen que a tu bebé de 10 meses, que aún tiene todo por demostrar, no va a andar, que va a tener un caso gravísimo y muy severo, eso te deja fuera de juego”, remarca Pablo.

Laboratorio

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

Conversando a través de la pantalla veo cómo, a cada rato, Pablo y Almudena se giran para mirar a su izquierda, a donde está Laia. Es una atención permanente que no cesa en las casi dos horas de charla.

Su grado de dependencia es muy alto. Come por sonda, no se puede mover, vomita muy fácilmente, por lo que hay que procurar que mantenga su peso y la energía para desarrollarse.

Ella crece pero, mientras eso pasa, la enfermedad también lo hace.

Y como dicen ambos, hay que atenderla a nivel de enfermedad, pero también a nivel de lo que es: una niña que juegue, que esté feliz, que se ría.

“Tenéis que uniros a una fundación… O crearla”

Pablo y Almudena quisieron hacer el mismo camino que cuando entraron “en el mundo de la sordera profunda”: buscar información, tejer redes, encontrar soluciones. Pronto vieron que en este caso no sería tan sencillo.

En su rastreo encontraron en Facebook un grupo de apoyo mutuo entre familias, una asociación de Estados Unidos con enfermedades similares, un montón de papers científicos y ningún ensayo clínico específico sobre el KARS 1.

Decidieron que la mejor opción era contactar a cuanto científico encontraran como firmante en investigaciones que tuvieran que ver con genética.

“Saben que los padres estamos desesperados y muy perdidos y se abren mucho. Nos explicaron la enfermedad, por qué Laia la tenía. Cosas básicas”, explica Pablo.

Así dan con Ignacio Pérez de Castro, jefe de la Unidad de Terapia Génica del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras del Instituto de Salud Carlos III, España.

Equipo de Investigación del Instituto de Salud Carlos III.

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

Él les dice que muchos padres en situaciones similares buscan unirse a una fundación o hacer una propia. Y les aconseja: “En este tipo de enfermedades que son progresivas, el tiempo cuenta. Cuanto más tardéis, peor”.

No había ninguna fundación que tocara el KARS a la que unirse, así que se pusieron manos a la obra.

A los padres de Laia les dio fuerza, dicen, leer sobre otras familias que se agruparon y siguieron el ejemplo de quienes caminaron delante con iniciativas similares, aunque fuera con enfermedades diferentes.

Pérez de Castro les ayudó y preparó un proyecto de investigación para presentarlo a otros laboratorios. “Ignacio es un defensor y creyente del servicio público y el hacernos el proyecto es parte de esa labor que él defiende desde el Instituto Carlos III, que es, a su vez, una institución pública”, matiza Pablo.

Al final, decidieron que fuera el mismo Instituto Carlos III el que llevara el caso. Y la creación de la fundación era necesaria de cara a poder captar los fondos y donarlos.

“Mientras ocurre todo eso hay un ser que necesita nuestra atención. Es un triple trabajo, porque nosotros seguimos trabajando. Pero creo que cualquier padre lo haría”, dice Almudena.

La investigación

Así crean la Cure KARS Laia Fundation para apoyar a centros de investigación a que desarrollen terapias génicas y tratamientos de cara a combatir los síndromes KARS, no solo el de Laia, sino todos los que compartan problemas con esta proteína en concreto.

El objetivo inicial que se propusieron es conseguir 250.000 euros para una investigación de cuatro años de duración. Actualmente tienen 42.500.

Aquí es cuando entra de lleno el papel de Ignacio Pérez de Castro, quien admite que aunque nunca había visto la enfermedad de Laia,” lo que tienen en común estas dolencias es que el 80% son enfermedades genéticas debido a mutaciones”.

Así, nos dice, “las aproximaciones (en la investigación) son parecidas y las pruebas de concepto cuando trabajamos en células en un laboratorio, también”.

“Laia ha tenido la mala suerte de heredar una mutación de su padre y una mutación de su madre. Y estas juntas provocan que las dos copias no sean funcionales”, explica Pérez de Castro y añade que estas mutaciones suelen generar en las proteínas del ADN dos cosas: o que pierdan sus funciones normales o que ganen funciones nuevas, patológicas, que no les corresponde hacer.

Laia en una estructura adecuada a su tamaño que le permite estar de pie pero sujeta mientras juega.

Fuente de la imagen, Familia Garrigós Velasco

En el primer caso, la terapia genética consiste en “reponer, reemplazar e introducir en las células una copia funcional”. Para el segundo caso, donde la mutación generar funciones que son patológicas y, por tanto, no deseadas, Pérez de Castro explica que hay que “corregir la mutación, porque introducir una copia nueva no hace que la defectuosa deje de persistir”.

Suena sencillo, pero para eso se necesitan muchas horas de investigación y pruebas de laboratorio.

Cuando le pregunto sobre cuáles serían las mejores condiciones para tratar este tipo de enfermedad, el especialista dice que aquel “donde no hubiese limitación de recursos disponibles, pero sobre todo, personal cualificado, que suele estar muy mal pagado en el tema de investigación”.

Pablo y Almudena son realistas sobre su escenario ideal.

Saben que no es posible una cura al cien por cien para su hija, pero sí desean “que su calidad de vida mejore, que pueda tener una vida larga y agradable”.

Y “que otros niños con su misma enfermedad puedan vivirla un día como una dolencia más”.

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Cortesía de BBC Noticias



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