- Autor, Diana Massis
- Título del autor, HayFestivalCartagena@BBCMundo
Cuando a mediados de los 60, la joven psicóloga francesa Florence Thomas (Rouen, 1943) se enamoró en París de un estudiante colombiano que la quería llevar al otro lado del mundo, tuvo que buscar su nuevo país en el mapa.
Descubrió que Bogotá estaba a 2.600 metros de altura y que bebían chocolate con queso, una mezcla para ella incomprensible, pero que hoy considera un manjar.
“Todavía no se hablaba de Pablo Escobar ni de la coca”, le cuenta a BBC Mundo, mientras recuerda los episodios de su libro biográfico, “Fragmentos de Vida”, el más íntimo de una extensa producción de ensayos e investigaciones.
Ahora, pasados los 80 años, ha levantado el pedal de una vida viajera, callejera, de protestas, para sentarse a relatar para las nuevas generaciones: tuvo dos hijos y se divorció; fue profesora por más de tres décadas en la Universidad Nacional, donde fundó el mítico grupo de estudio Mujer y Sociedad; se hizo feminista con tanta pasión, que hoy es considerada una referente en Colombia, y una activista pionera en la lucha por los derechos sexuales y reproductivos, especialmente por el aborto, que ella misma experimentó en su juventud y sobre el cual reflexionó en su libro “Había que decirlo”.
Vive en Bogotá hace más de 50 años y cuando vuelve a Francia “es para estar con mis hermanos, invadirme de nostalgia y reencontrar el sabor de las frambuesas”.
También para practicar la lengua de su niñez, de cuyas erres que suenan como ges, no ha podido librarse.
Hablamos con ella en el marco del Hay Festival de Cartagena, que celebra 20 años de realización en esa ciudad del caribe colombiano.
¿Y cómo ha sido vivir en Colombia con ese acento francés?
Cuando llegué ni siquiera acento tenía, porque había estudiado italiano, pero no hablaba ni una palabra de español. Me tocó trabajar duro para dictar clases en la Universidad Nacional.
El acento no me ha dejado, y diría que hasta me ayudó.
En ese tiempo había una atención particular a los extranjeros que llegaban a Colombia. Creo que el acento me ha permitido decir cosas que las mujeres colombianas no podían decir en ese momento; me dio una especie de inmunidad y de escucha particular.
Voy a cumplir 82 y me gustaría no tenerlo, pero está ahí y me acompaña.
¿Cómo te atrapó Colombia?
Llegué al inicio de los 70, cuando el movimiento estudiantil estaba fuerte y nacen los ELN, las FARC, todos los grupos que se van yendo al monte.
A veces en mi curso faltaba un estudiante y cuando preguntaba me decían: profe, se fue como guerrillero.
Eso me permitió entender el país, pero también estaban los mejores investigadores de Colombia, como Salomón Kalmanovitz, el gran abogado Eduardo Umaña Luna y los violentólogos, que no estudiaban la violencia de hoy, sino la liberal conservadora de los años 50.
Había muchos debates y eso me apasionó porque venía del fascinante París de los 60, donde siempre se estaba debatiendo. Traía una maleta de preguntas y de temas no resueltos; había seguido algunas marchas de Simone de Beauvoir y de Jean Paul Sartre; estaban Michel Foucault, Pierre Bourdieu, grandes pensadores que miraban la sociedad de otra manera.
¿Cómo viviste el hito de la aparición de la píldora anticonceptiva de manos de tu profesora de filosofía, Madame Bouguin?
Ella había sido alumna de Simone de Beauvoir y dictaba clases de filosofía anárquicamente.
Un día llegó con una cajita como de chicle, nos la mostró y dijo: “Mujeres, tengo su liberación en las manos”.
Nos hizo una clase magistral sobre cómo se podía recuperar la autonomía para decidir si ser madre o no y cuándo hacerlo.
Esto me marcó. Estaba dispuesta a tragarme todas las pastillas del mundo y me volví una adicta a las píldoras anticonceptivas cuando ya se vendían más fácilmente en Francia.
En los 70 marchabas por los derechos sexuales y reproductivos y en el libro cuentas que a los 22 años abortaste. ¿Por qué compartes este hecho?
Fue justo antes de ir a Colombia en 1965. Acababa de conocer a este hombre, nos enamoramos, nos fuimos a España de vacaciones, una playa por la noche… y mi embarazo llegó a pesar de la píldora anticonceptiva, que todavía era muy incierta.
Tuve un aborto complejo, en condiciones terriblemente duras, sobre la mesa del comedor de un médico que recibía en su casa; un aborto clandestino.
Él no quiso entrar conmigo, pero aceptó y me esperaba en un cafecito.
Entonces llegué aquí con ese peso, que me hizo reflexionar sobre lo que significa para las mujeres; leí mucho, descubrí una película maravillosa, “Vera Drake”, sobre una mujer británica que ayuda a las jóvenes, hasta que una muere, llega la policía y se desbarata todo.
En Colombia existía Profamilia y ahí conformamos La mesa por la vida y la salud de las mujeres, donde hablamos sobre derechos sexuales y reproductivos, trabajamos mucho con los medios, hicimos investigaciones.
Gracias a eso, logramos un primer fallo de la Corte Constitucional y después el segundo, en febrero de 2022, en que el aborto se despenaliza.
Llega ese fallo y tu hijo postea un texto emocionante…”Cuando yo tenía 10 años no eran más que un puñado de mujeres en la calle… Te miraba como una loca. Recuerdo que varias veces te insultaron… y a mi hermano y a mí nos asustaba mucho… Hoy celebro a las pioneras. Cuando no había camino. Cuando nadie hablaba de esto. Gracias, madre; gracias, locas. Lo lograron”.
Fue muy bonito, porque estaba en la Plaza Bolívar gritando con las compañeras, una mezcla de la generación mía y las jóvenes, cantábamos felices y recibo un un mensaje de Nicolás, que tenía 53, donde dice: ¡locas, lo lograron!
Fue lindo porque también está la vida de mis hijos, dos varones con una madre feminista que se separa diez años después de llegar y decide quedarse en Colombia porque ya estaba enamorada de este país, de la Universidad Nacional y de lo que hacía allá.
¿Dirías que tus hijos son feministas?
Son hombres sensibles a estos temas, pero no diré que lo son, porque no creo que haya hombres feministas, hay hombres solidarios con la causa de las mujeres. Ellos tienen una historia tan distinta, de un cuerpo tan distinto al nuestro, que es casi imposible.
Creo que las mujeres, tal vez por su manera particular de habitar el mundo, no pueden únicamente ser activistas; la vida nos entra en la piel por todas partes.
Una de mis pasiones ha sido viajar por el país para contagiar a las mujeres, para decirles con un lenguaje sencillo, a veces en dos días, o en cinco horas, en una plaza pública o sentadas a la orilla del mar, que podían ser ciudadanas plenas, tomar decisiones sobre su cuerpo.
Me lo han criticado y me lo han reconocido, pero logré contagiarlas.
Aún voy al supermercado y hay quienes me abrazan y me dicen, “Florence, qué bueno lo que han hecho por nosotras”.
“He amado hombres pero han sido hombres imposibles”, ¿por qué describes así tu experiencia con el amor?
Afortunadamente para otras mujeres es posible, pero para mí el amor ha sido imposible.
He amado, no he dejado de amar a hombres a quienes les agradezco, porque me enseñaron que, en mi historia particular, era un imposible.
Los he gozado, pero han sido hombres de mi generación, nacidos en los años 40, que no sabían dónde estaba la cocina. Bueno, exagero, no sabían hacer un café.
En general eran cultos, inteligentes. Había escritores, historiadores, poetas… Me enamoré sabiendo que no podía esperar nada de ellos y aprendí a esperar lo que sabían hacer mejor, es decir, contar cuentos, la historia de este país.
Además, mis hijos tienen un padre maravilloso. Me separé porque el amor nos dejó en el camino. Lo hicimos lo mejor posible, nunca nos oyeron gritar.
Tal vez me faltaron algunos años de psicoanálisis para responder mejor, pero entendí rápido que estos hombres me podían acompañar cuando mis hijos estaban con su padre.
Esos fines de semana eran míos. Aprendí a bailar salsa en el Goce Pagano, con canciones de Rubén Blades… Tu amor es un periódico de ayer, todo eso.
Salía, me enamoraba, pero nunca quise algo definitivo. Me hubiera quitado tiempo para lo que me gustaba hacer; o tal vez no supe encontrarlo, pero, en mi caso, no necesitaba otro hombre en la casa, ni que volvieran a instalar su ropa en mi armario.
También reflexionas sobre el lesbianismo y dices que aunque algunas mujeres te resultaron atractivas, nunca diste el paso y que ahora “no sé si lo siento o no”. ¿Hubieras querido tener esa vivencia?
Creo en el XX y el XY y pienso que hay que conectar biología, género y cultura.
Me reconozco como mujer, pero por supuesto que algunas mujeres no me han dejado indiferente. He conocido miles, bellísimas, increíbles.
Soy heterosexual porque aprendí a serlo, porque he nacido en el 1.900 y en los años 40, y es lo que las jóvenes a veces no pueden entender. Pero sé que hay una apertura al otro, a la otra y para mí es absolutamente maravilloso.
Me gusta mucho el concepto de nomadismo, que me ayuda con los debates actuales.
¿A qué debates te refieres?
A veces tengo la impresión de que están invadiendo el panorama de las feministas.
No creo que todas las mujeres trans o los hombres trans sean feministas, pero nos invaden y el debate es duro.
Estamos fragmentadas y me da miedo. Por eso escribí una columna que se llama Florence, una feminista nostálgica.
Por supuesto que no aceptaría ningún tipo de agresión a una mujer trans, pero quiero que haya límites y que ellas puedan escucharnos sin agresividad.
Algunas están imitando cosas de las que nosotras estamos en contra. Hay una especie de sexualización de la feminidad, por ejemplo. Entonces digo, ¿son feministas estas mujeres? Están jugando con todo lo que hemos querido evitar: las super minifaldas, los escotes, no lo entiendo.
Estoy tratando de escuchar a las jóvenes, pero a veces tengo dificultad.
El día que lancé mi libro en la Feria del Libro de Bogotá, una joven se levantó y dijo, “sí, pero es una feminista blanca”. Soy una mujer blanca y soy feminista, pero no soy una feminista blanca. Eso no lo acepto.
Es verdad que en 1980, cuando se inicia nuestro grupo de estudio, no nos metimos con el feminismo negro, no hablamos de la negritud ni de las mujeres indígenas. Había tantas urgencias que fue un capítulo posterior, es lo que me reprochan.
¿Es ley de vida el roce intergeneracional?
Las muy jóvenes, digamos de la cuarta o casi quinta ola, no leen, tienen Tik Tok.
Hablé con una de ellas sobre Una habitación propia, pero no había leído a Virginia Woolf; no sé si han leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir. No es que sea imprescindible, pero para mí es difícil de aceptar.
Todo lo que descubrimos de las mujeres que no han sido reconocidas es fundamental para entender el presente, pero claro, es la queja de una abuela del feminismo.
Fuiste una de las primeras en cuestionar los concursos de belleza, y como respuesta, participaste en el calendario “Mujeres sin fecha de vencimiento” en el que posaste desnuda, ¿qué buscaban?
Fue en pleno furor de las reinas de belleza, no te imaginas; en ese momento era una reacción contra los estereotipos. Estábamos en Cartagena y había como 1.000 periodistas.
Nos reunimos y decidimos hacer algo insólito: un calendario. Teníamos que tener más de 60 años y estar desnudas, sin Photoshop.
A medida que llegaba la fecha, algunas decían, ah no, mi papá me va a ver… Pero al final quedamos 12 mujeres para 12 meses del año.
Fue en un teatro y yo escogí ser una representación de Simone de Beauvoir, con un turbante y lleno de papeles con lemas feministas, pero entramos en pánico porque la fotógrafa, Dora Franco, llegó con dos hombres ayudantes.
Dijimos ¡ay!, no vamos a poder desnudarnos… Afortunadamente estaba el whisky y nos tocó medio emborracharnos, pero fue muy bello.
Hicimos un lanzamiento, el alcalde de Bogotá era Antanas Mockus, y las ventas del calendario fueron para las mujeres víctimas de la guerra.
Hacia el final del libro dices que hasta los 75 viviste la vida loca, pero que ahora estás abrazando la vida lenta ¿en qué consiste?
Es un poco el último capítulo, aprender que la vejez llega con una maletica y el ritmo va a ser distinto; es aprender a gozar de más lectura y una escritura tranquila, sin querer estar en todos los eventos.
Cuando me invitan, rico, voy, pero ya no puedo correr en el aeropuerto para irme dos días a Manizales.
Después de la vida mía, un poco loca, no es un aprendizaje fácil. Pasar a la vida lenta me golpeó mucho con la pandemia. Tenía 77 y estaba bien de salud, pero nos dijeron mujeres adentro y si están viejas, mucho más adentro.
Entonces dije ¡miércoles!, trabajamos tanto y estamos otra vez en la domesticidad, con prohibición de salir. Fue duro.
Por supuesto que desobedecí, iba a caminar casi todos los días y no tenía perrito, pero salía.
Aun así estaba sola, sola, y dije Florence, hay que hacer algo. Entonces empecé el libro “Fragmentos de vida”, que me salvó un poco.
Cuando eso acabó, de repente me sentí vieja, me sentía distinta y quería darle un otro sentido a lo que se llama la vejez.
Detesto lo de adulto mayor, creo que hay que dignificar la palabra viejo, vieja, como en muchas otras culturas. Soy vieja, me gusta.
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Cortesía de BBC Noticias
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