
En el vasto mapa del vino, pocas uvas tienen la capacidad de generar consenso. El Merlot es una de ellas: amable sin ser simple, clásico sin volverse anticuado. Es el vino que se comparte sin preámbulos, el que se abre entre amigos o se sirve en cenas formales. Su personalidad redonda y afrutada lo convierte en una puerta de entrada al mundo del vino, pero también en un refugio para quienes buscan sofisticación sin dureza.
Originario de la ribera derecha de Burdeos, en Francia, el Merlot nació entre los viñedos húmedos de Pomerol y Saint-Émilion. Su nombre proviene del mirlo negro (merle), un ave que devoraba las uvas maduras, símbolo de su color intenso y atractivo natural. El primer registro de esta cepa data de 1784, bajo el nombre de Merlau, y desde entonces ha sido protagonista en algunas de las botellas más prestigiosas del planeta, desde los châteaux bordeleses hasta los super toscanos italianos.
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Su historia también tiene algo de mística. Dicen los enólogos que el Merlot es el vino que “abraza” más que el que impone. Su textura aterciopelada, sus taninos suaves y su aroma a ciruela negra, cereza madura, cacao, hierbas secas y tabaco lo vuelven universal. En climas frescos desarrolla elegancia y notas herbales; en los cálidos, muestra un carácter más voluptuoso, con destellos de mermelada y chocolate. Es, en pocas palabras, un vino versátil y empático, capaz de hablar todos los idiomas del gusto.
Hoy, el Merlot se cultiva en casi todos los continentes y se considera la segunda uva más plantada del mundo, con cerca de 266 mil hectáreas, sólo detrás del Cabernet Sauvignon. Francia conserva su cuna, pero regiones como Chile, California, Australia, Italia y Rumania han desarrollado estilos propios que amplían su universo sensorial.
Merlot
En México, la presencia del Merlot ha crecido de forma sostenida en la última década. El país cuenta con 9,477 hectáreas de viñedo distribuidas en 17 estados, donde Baja California, Querétaro y Coahuila destacan por su producción de tintos finos. Según cifras recientes del sector, el consumo nacional de vino ronda entre 1.2 y 1.5 litros per cápita, un incremento constante respecto a años anteriores.
Aunque durante el primer semestre de 2025 se registró una caída en importaciones (-10.1% en volumen y -1.4% en valor), el precio medio aumentó 9.8%, reflejando una tendencia hacia un consumo más selectivo. Hoy, los mexicanos compran menos botellas, pero de mejor calidad. Y dentro de esa elección consciente, el Merlot mantiene su lugar como una de las uvas preferidas en la categoría de tintos de inspiración francesa.
Los restauranteros y sommeliers coinciden: el Merlot es uno de los vinos que más fácilmente se integran a la mesa mexicana. Su suavidad combina con tacos de arrachera, pastas boloñesas, carnes rojas, enchiladas de mole o aves asadas. Incluso se adapta a maridajes más contemporáneos, como hamburguesas gourmet o platos a base de hongos. Esa capacidad de armonizar con sabores especiados y texturas grasas lo vuelve un aliado natural de nuestra cocina.
A pesar de la contracción global de la producción de vino por los efectos del clima y la inflación, el Merlot se mantiene firme. Su éxito radica en esa doble naturaleza: sofisticado pero cercano, accesible pero profundo. No es casual que, cada 7 de noviembre, el mundo levante su copa para celebrarlo.
El Día Internacional del Merlot no sólo conmemora una variedad, sino una filosofía: la de beber sin miedo, de disfrutar sin solemnidad. En un país donde el vino aún busca espacio frente a la cerveza y el destilado, el Merlot representa el camino más amable hacia la cultura enológica. Un puente entre la tradición europea y la calidez mexicana, que cada año gana más adeptos en vinotecas, restaurantes y mesas de casa.
Cortesía de El Economista
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