Cada año, del 13 al 15 de agosto, Zalatitán, en Tonalá, Jalisco, se transforma en un lugar donde el tiempo parece detenerse. Sus calles vibran con los pasos, gritos y máscaras vivas de los Tastoanes, guerreros que no solo bailan: convocan. Su movimiento intenso y colorido no es solo espectáculo, sino un acto de resistencia, pertenencia y vida.
El andar comienza antes del primer golpe de tambor, en cocinas humeantes y patios donde los abuelos no solo enseñan los pasos, sino el sentido profundo de cada gesto. La chirimía que murmura en el aire es promesa, y el aroma a copal huele a espera.
En los talleres, manos curtidas tallan máscaras grotescas: de materiales vivos que mezclan mito y realidad, dolor e ironía, cuerpo y espíritu. Cada cuerno, cada mueca, guarda una advertencia y una historia. No son adornos, son portales que revelan lo que fuimos, lo que somos, lo que no queremos perder.
Cuando la danza estalla, lo grotesco se vuelve sublime. El carnaval se transforma en memoria viva. Los cuerpos se mueven con energía ancestral. Armados con su aixcaquema -grito y aliento-, los Tastoanes no entretienen: recuerdan. Proclaman que Zalatitán sigue ahí, con fuerza y dignidad.
Las corridas reúnen a hombres, mujeres y niños. Ellas han ganado su espacio con fuerza, no como adorno, sino como presencia viva. Los niños aprenden con el cuerpo lo que ningún libro enseña. En cada grito, cada carrera, cada choque, la comunidad afirma: Aquí seguimos.
La danza recrea el enfrentamiento entre los Tastoanes y Santiago Apóstol, el santo conquistador. Según el mito, los Tastoanes pierden. Pero su derrota es solo un gesto ritual. Al volver año con año, desafían el olvido y rehúsan convertirse en simple folclor. Su triunfo es la permanencia: memoria, música, cuerpo y comunidad.
En el corazón de la fiesta está la Virgen de la Asunción o del Tránsito. A ella se le baila, se le canta, se le promete. Su imagen no impone: acompaña. Es máscara, espejo, tierra y presencia. Entre flores y ruegos, su figura guarda el pulso sagrado del pueblo. Aquí, lo divino y lo profano se entrelazan, y la tradición no se explica: se encarna. Es cuerpo creyente en movimiento, una ofrenda sin traducción.
Al final, cuando el polvo baja y el sudor se seca, algo permanece en el aire. No es nostalgia: es certeza. Ver a los Tastoanes es presenciar memoria danzando, cuerpo resistiendo y mito respirando. Es reconocerse en la otredad, y que en cada máscara y paso laten siglos de lucha, arte, fe y amor por lo propio.
Le llaman patrimonio cultural inmaterial, pero nunca necesitó un decreto para existir. Se agradece, pero también se vigila. El riesgo de convertirlos en postal o protocolo sin alma es real. Sin embargo, Zalatitán resiste: en cada máscara hecha a mano, en cada niño que aprende el paso, en cada anciano que sostiene el aixcaquema. La cultura aquí no es ornamento ni etiqueta, es raíz y cuerpo que recuerda, herencia que arde y paso que enseña.
La tradición vive en quienes organizan, enseñan, aprenden, irrumpen. Vive en lo que ningún nombramiento puede contener: el alma colectiva. Porque aquí, la historia no se archiva: se baila. En cada movimiento, en cada gesto feroz, late un corazón que sigue resistiendo. Zalatitán no conmemora: revive. No representa: vive.
Para saber
Esta entidad está compuesta por aspectos de índole multicultural que durante su proceso evolutivo ha forjado de manera distintiva su identidad. Sus habitantes como parte esencial de sus componentes producen la herencia cultural material e inmaterial, representada por su entorno natural, arquitectura, urbanismo y tradiciones, los cuales, se encuentran sujetos a un proceso constante de adaptación a los tiempos modernos.
Cortesía de El Informador
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