Donkey Kong Bananza es una carta de amor y despedida: el DK clásico se va, pero deja una aventura con sabor a Zelda y Mario

Donkey Kong Bananza es uno de esos juegos que nacen con una responsabilidad inmensa sobre los hombros. No es una secuela directa, no es un port, ni un simple regreso nostálgico: es el inicio de una franquicia completamente nueva, aunque esté protagonizada por uno de los personajes más emblemáticos en la historia de Nintendo. Por eso, las expectativas estaban por las nubes. No solo por ser un proyecto completamente original, sino porque es apenas el segundo gran exclusivo de la Nintendo Switch 2, después del exitoso Mario Kart World. La pregunta era inevitable: ¿puede Donkey Kong reinventarse y a la vez estar a la altura de las nuevas generaciones?

Desde los primeros tráilers, Bananza prometía una experiencia diferente. Un mundo más agresivo, más destructivo, con un Donkey Kong mucho más expresivo y activo en su entorno. Era una señal clara de que Nintendo no quería repetir las plataformas clásicas al pie de la letra, sino ir por algo más ambicioso. Y lo curioso es que, en su intento por ofrecer algo nuevo, la compañía terminó mezclando elementos de dos de sus sagas más queridas: The Legend of Zelda y Mario Bros.. Esta nueva aventura no solo es un reinicio del personaje: también se siente como un homenaje, como una despedida con todo de aquello con lo que crecimos.

Ya conocemos, por ejemplo, que los desarrolladores de Super Mario Odyssey fueron los encargados de este juego, lo cual le da todavía mucho valor después de sus resultados pasados.

Una historia que va al núcleo

Donkey Kong Bananza arranca con nuestro protagonista viajando hacia las Islas Ingot, un nuevo territorio donde se han descubierto los plátanos dorados, todo como parte de una fiebre causada por unos misteriosos loros. Al principio, DK lleva una vida más o menos tranquila, pero todo cambia cuando una tormenta lo arrastra bajo tierra. Es ahí donde descubre un mundo oculto, repleto de enemigos y amenazas, entre ellos los villanos responsables de robar todo lo valioso que tienen. Lo que hace tan interesante esta propuesta es que, para recuperar estos plátanos, Donkey Kong deberá descender hasta el mismísimo núcleo del planeta, un lugar del que se dice que puede cumplir el mayor de los deseos.

Aunque el planteamiento puede sonar básico, la ejecución es fresca y bien pensada. Los niveles están divididos por capas —y subcapas— que representan distintos entornos como selvas, zonas heladas, cavernas volcánicas, entre muchos otros. Cada capa no solo cambia la estética, también transforma las dinámicas de juego, los enemigos, los desafíos y hasta las habilidades necesarias para avanzar. Esa estructura vertical, que nos invita a descender en vez de subir, es uno de los elementos más originales del título.

Pero el cambio más grande viene con el acompañante de DK. Por primera vez en décadas, su compañero no es Diddy Kong. En su lugar, aparece Pauline, pero en una versión muy joven. Al principio del juego, está atrapada en una especie de cristal, y es Donkey Kong quien logra liberarla. Pauline tiene un poder especial: su voz. Gracias a su canto, puede desencadenar explosiones sónicas o activar mecanismos, y muchas veces será la clave para superar obstáculos. Es una relación simbiótica donde ambos personajes son indispensables para avanzar, algo que se refuerza tanto en la narrativa como en la jugabilidad.

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Un detalle curioso, pero significativo, es que Pauline se refiere a nuestro personaje como “Di Kei“. Es probable que muchos esperaran escuchar “Donkey” en su versión latina, pero Nintendo ha decidido estandarizar el apodo. Tiene sentido: es una forma más universal de referirse a él, y quizás esta decisión marque el inicio de una nueva etapa para el personaje, donde su identidad se refuerce bajo esas dos letras icónicas.

Destrucción total

Donkey Kong Bananza destaca por una mecánica estrella tan extraña como fascinante: la capacidad de destruir casi todo lo que vemos en pantalla. Al ser un personaje sumamente fuerte, Donkey Kong puede usar sus puños para romper desde montañas hasta estructuras más sólidas. Esta mecánica, heredera espiritual de su instinto salvaje, nos permite descubrir secretos, desbloquear niveles, mejorar al personaje o simplemente avanzar.

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En las primeras horas, esta destrucción se siente como una herramienta de exploración: vamos recolectando monedas que luego nos permiten desbloquear checkpoints, que en realidad son pequeñas refugios donde podemos dormir. Mientras más casas coloquemos, mayor será nuestra capacidad de recuperación mediante corazones especiales. Lo más impactante de todo es la libertad. Aunque los escenarios tienen proporciones similares a los vistos en Mario Odyssey, la posibilidad de romper todo le da una dimensión completamente distinta.

Eso sí, hay matices. Al principio, los entornos se sienten algo repetitivos. Muchos son montañosos y comparten un diseño similar, lo que puede volver la destrucción monótona. Pero conforme se avanza, los escenarios se diversifican, y la mecánica toma nuevas formas. Uno de los aspectos más interesantes es que muchas veces podemos romper el terreno y entrar a zonas que no parecen diseñadas para ello. Es decir, no siempre es necesario entrar por una cueva si podemos cavar desde arriba y caer directamente en el lugar.

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No obstante, esta libertad también genera problemas. Es común perder de vista al personaje, ya que al meternos en túneles o destruir sin control, la cámara no siempre responde bien. A veces, solo vemos su silueta a lo lejos o el entorno inmediato sin contexto, provocando desorientación. Hay momentos que recuerdan a los glitches visuales de Super Mario 64, donde traspasamos una pared y veíamos un mundo vacío. Esta sensación se repite más de lo que quisiéramos, sobre todo en los bordes del mapa.

Afortunadamente, la mecánica no se queda solo en romper por romper. También encontramos elementos que premian nuestra curiosidad, como cofres con mapas, manzanas para recuperar salud, o bananas ocultas. Estos recursos nos motivan a seguir explorando de forma más estratégica. Es verdad que al principio la mecánica no está del todo pulida, quizás por la magnitud del reto, pero con el tiempo gana profundidad. Incluso hay momentos en los que ya no queremos destruir todo, sino excavar con precisión quirúrgica.

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La mecánica tiene un enorme valor y su ejecución, aunque imperfecta, demuestra una ambición notable. Quizás no siempre funcione al 100%, pero propone una libertad poco común en juegos de plataformas y aventura.

Golpes, rodadas y bananas: los movimientos de DK

La base del sistema de control de Donkey Kong Bananza mantiene el espíritu clásico del personaje, centrado en los golpes. A esto se suman nuevas variantes como los golpes dirigidos hacia arriba o hacia abajo, pensados especialmente para explorar y destruir entornos. Si bien los golpes ascendentes no siempre funcionan con precisión —a veces hay que saltar y eso genera un efecto extraño que puede atascar la animación—, el resto de las acciones funcionan con fluidez.

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Donkey Kong también puede saltar, rodar, escalar, lanzar rocas o usarlas para deslizarse por los escenarios. Al hacerlo, incluso elementos tan simples como el pasto se abren visualmente, revelando tierra debajo. Uno de los movimientos más útiles es el golpe al suelo, que activa una especie de sonar que detecta secretos cercanos. Todo esto contribuye a una sensación de libertad que recuerda a juegos como Zelda: Breath of the Wild, pero sin las restricciones de estamina. DK siempre se siente ágil, fuerte y preciso.

En cuanto a dificultad, el juego es bastante accesible si solo se quiere completar la historia principal. Algunas batallas con jefes están bien diseñadas y ofrecen buenos retos, pero otras resultan decepcionantemente fáciles. En más de una ocasión, derrotamos a un jefe en menos de dos minutos, lo cual desentonó con su introducción épica.

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Donde el diseño realmente brilla es en los niveles ocultos. Siguiendo la tradición de los juegos 2D de Donkey Kong, aquí también se premia la exploración. Hay zonas pequeñas con referencias a los clásicos en 2D o escenarios secretos que albergan objetos únicos. Encontrar las bananas ocultas es todo un reto, y muchas veces una de ellas está tan bien escondida que parece imposible de ubicar.

Estas bananas sirven para subir de nivel. Al alcanzar ciertas cantidades, desbloqueamos habilidades dentro de un árbol de progresión. Algunas mejoras son simples, otras están ligadas a transformaciones más complejas que se obtienen más adelante en la aventura. En todo momento, sentimos que DK está evolucionando, y eso le da un ritmo constante y satisfactorio al progreso.

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Un nuevo Donkey Kong, con la sombra del pasado

El Donkey Kong que protagoniza Bananza no es cualquier versión del personaje: es la reinterpretación que conocimos recientemente en la película de Super Mario Bros.. Con un diseño más caricaturizado, amigable y expresivo, Nintendo ha dado el paso definitivo para renovar la imagen del simio más icónico de los videojuegos. Este juego representa no solo una nueva historia, sino un verdadero reinicio para el personaje.

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Ya habíamos visto señales claras de esta transformación. Sin embargo, lo más valioso de esta etapa es que Donkey Kong Bananza no olvida sus raíces. A lo largo del juego encontramos homenajes a sus etapas 2D clásicas, elementos que remiten a Donkey Kong 64, guiños a sus ataques en tercera dimensión, e incluso ese infaltable rap que se convirtió en ícono de toda una generación.

Estos momentos provocan una mezcla de alegría y melancolía. Hay un tono claro de despedida. A medida que avanzamos, es evidente que ciertos personajes, mecánicas o estilos están siendo relegados. Quizás esta sea la última vez que algunos elementos clásicos tengan protagonismo real en una entrega de Nintendo. Y aunque la decisión puede generar cierta molestia entre los fans más veteranos, es comprensible dentro de la visión a futuro de la compañía.

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Nintendo apunta a construir una franquicia nueva alrededor de Donkey Kong, al nivel de lo que ha hecho con Mario, e incluso lo que está comenzando a hacer con The Legend of Zelda. Pero este renacer implica dejar atrás muchas de las cosas que definieron al personaje durante décadas. Lo que Donkey Kong Bananza deja claro es que el Donkey Kong que conocimos, el de nuestras infancias y adolescencias, está siendo reemplazado por una nueva versión, una que está lista para liderar la nueva generación de aventuras de Nintendo.

Transformaciones con luces y sombras

Como parte de la estructura de los niveles, encontraremos diferentes personajes que, al completar ciertos desafíos, nos otorgan la posibilidad de transformarnos. Aunque muchos ya conocíamos la transformación principal de Kong Bananza —una especie de versión “super saiyajin” de Donkey Kong, más grande y con una cabellera amarilla similar con bananas—, el juego también presenta transformaciones en otros animales, y aquí es donde llega una decisión que, en lo personal, no nos parece acertada.

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En lugar de simplemente otorgar habilidades nuevas, las transformaciones convierten a Donkey Kong en híbridos animales con forma de cebra, avestruz y otras especies, pero manteniendo su musculatura característica. Esta elección estética genera una desconexión: el personaje pierde su esencia visual. A diferencia de lo que vimos en Super Mario Odyssey, donde Mario mantenía su identidad a través de la gorra mágica, aquí no hay un elemento que nos haga sentir que seguimos siendo DK.

Aunque entendemos que es una cuestión de gustos, para nosotros habría sido mejor utilizar otro tipo de recursos, como trajes, accesorios o habilidades temporales que no comprometieran el diseño icónico del personaje. Sentimos que al modificar tanto su apariencia, se diluye la conexión emocional con él, sobre todo en un juego que ya está redefiniendo su identidad.

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Eso sí, a nivel jugable, las transformaciones funcionan bien. Se activan por tiempo limitado y pueden extenderse recogiendo ciertos ítems que recargan una barra especial. Cada forma ofrece habilidades únicas: flotar, excavar, romper zonas específicas, entre otras. La posibilidad de cambiar entre transformaciones en tiempo real añade una capa de estrategia interesante.

Un sacrificio técnico que levanta dudas

Uno de los aspectos más polémicos de Donkey Kong Bananza es, sin duda, su rendimiento técnico. Desde los primeros minutos de juego, es posible notar caídas en la tasa de cuadros por segundo. En la mayoría de los casos no afectan directamente la jugabilidad: suelen presentarse durante transiciones, efectos visuales o momentos en los que el control no está en manos del jugador. Sin embargo, eso no significa que puedan pasar desapercibidas.

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En particular, hay al menos una batalla clave en la que el descenso en el rendimiento sí afecta de manera perceptible la experiencia. El juego se vuelve menos fluido y la consola parece tener dificultades para procesar todos los elementos en pantalla. Esto es algo que Nintendo sabía desde antes del lanzamiento, al grado que el propio director del juego mencionó días antes que los jugadores notarían estos errores técnicos desde el primer día.

La justificación oficial apunta a que, para lograr los efectos visuales y de destrucción más espectaculares, fue necesario hacer sacrificios en el rendimiento. En otras palabras, se priorizó el impacto visual sobre la estabilidad técnica. Aunque es comprensible desde una perspectiva creativa, la decisión deja preguntas abiertas: ¿es algo que se solucionará con actualizaciones o es una limitante permanente de diseño?

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Lo preocupante es que estamos hablando del segundo gran exclusivo de Nintendo Switch 2, una consola que se promociona como un salto generacional en términos de potencia respecto a su antecesora. Para los fans más fieles, acostumbrados a las limitaciones de rendimiento de la Switch original, estos bajones podrían no ser tan graves. Pero en un juego que aspira a marcar una nueva etapa para la franquicia y la consola, este tipo de detalles no pueden pasarse por alto. Porque si normalizamos que la espectacularidad visual justifique un rendimiento inestable, corremos el riesgo de repetir errores del pasado. Y eso es algo que una nueva generación no debería permitir.

Entre el futuro y la nostalgia

Donkey Kong Bananza es una apuesta valiente por parte de Nintendo. No solo marca un punto de inflexión en la historia del personaje, sino que también redefine la manera en que se puede reinterpretar una franquicia clásica. El juego toma riesgos, se aleja de lo que conocíamos y presenta una experiencia que mezcla exploración, destrucción y un tono narrativo mucho más ambicioso. Es evidente que hay una intención clara de que Donkey Kong suba de categoría, de dejar atrás su rol secundario, limitado al 2D, para convertirse en uno de los pilares modernos de la compañía.

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Hay elementos que funcionan muy bien: el sistema de capas y subcapas en los niveles, la dinámica de destrucción con puños, la compañía de Pauline, e incluso el planteamiento de mecánicas que transforman por completo la experiencia. Pero también hay decisiones que generan ruido, como el rediseño total del personaje, las transformaciones que lo alejan de su esencia o las caídas de cuadros que, aunque justificadas, no dejan de ser molestas para algunos jugadores. Nintendo está consciente de todo esto y, aun así, decidió apostar por una dirección radicalmente nueva.

Para los jugadores que crecieron con Donkey Kong, este juego puede sentirse como un adiós. No porque desaparezca, sino porque la versión que conocimos está siendo reemplazada. Hay homenajes, sí, pero también una clara intención de cerrar ciclos. Y eso, inevitablemente, puede provocar un duelo nostálgico. Para las nuevas generaciones, en cambio, Bananza es una puerta de entrada a una nueva era del personaje, una que tiene más ambición, mayor escala y muchas más posibilidades narrativas.

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Al final, Donkey Kong Bananza no es un juego perfecto, pero sí es uno muy importante. Porque cuando Nintendo decide reiniciar una de sus franquicias más queridas, lo hace con una visión clara, aunque no a todos les guste. Y si algo queda claro tras esta aventura subterránea, es que DK está de vuelta, pero no como lo recordábamos.



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