Duelos

Esta era de incertidumbre es también, para muchos, era de desesperanza.

Se va cerrando una época, sin que sepamos bien por qué ni cómo hemos llegado hasta aquí. Otra se va abriendo sin que podamos ver hacia dónde nos llevarán los caminos apenas atisbados. Para muchos en el mundo, la crueldad aparece como una acechanza cada vez más cercana. Para unos pocos, la crueldad es un instrumento de revancha: se sienten victoriosos ante el dolor de los demás. ¿La humanidad? ¿Hasta qué punto sigue existiendo ese concepto en las cúpulas del poder?, ¿en los imperios que añoran un pasado glorioso que nunca existió?

El común de los seres humanos, quienes no soñamos en las cumbres de la omnipotencia (que “sueños son, aunque ninguno lo entienda”), aspiramos aún a una vida plena, a la preservación del bien común, a esos comunes que representan la naturaleza, el planeta, los demás humanos y seres vivos. Hay quienes buscan el cambio desde su diario transitar, quienes lo vislumbran desde la colectividad activa, ese poder del actuar en común, del que escribía Arendt. Hay quienes imaginan cataclismos que nos obligarían a hacer tabla rasa, a deshacernos de lo obsoleto, de lo inútil. Las ruinas de ese llamado “progreso”.

Hoy, para muchos la desesperanza se arraiga en duelos silenciosos. La acumulación de pérdidas ignoradas, barridas bajo la alfombra, invisibilizadas por la necesidad adelante. Esos duelos acallados no desaparecen. Quedan latentes como espinas clavadas, como nudos, como piedras, en cada persona, en familias y comunidades. En quienes, más y más en este siglo, ya no pueden negar el hueco de la ausencia.

El hueco que han dejado en México 800,000 personas fallecidas en los años de la pandemia. El hueco que dejan cada día quienes desaparecen, mueren asesinadas – y son borradas de los registros por autoridades indiferentes. El hueco que allende la frontera representa cada persona detenida y encerrada en un campo de concentración llamado “Alcatraz de los cocodrilos” o en un centro de detención a cientos de kilómetros de su casa. Cada persona deportada a un país extranjero, lo más lejano posible. No importa si en El Salvador rige un dictador cínico o en Sudán arrasa una guerra civil.

Si como país, como sociedad, no logramos reconocer el duelo colectivo después de la pandemia, si no logramos unirnos en la indignación contra la violencia y la crueldad de un campo de reclutamiento y exterminio, de una masacre en la sierra, de otra masacre en el centro del país; ¿cómo reconocer hoy juntos la pérdida cotidiana de quienes buscaban una vida mejor del otro lado del río y son perseguidos?

¿Cómo enfrentar el horror de las guerras cuando estas tienden su fuego sombrío en una y otra y otra región, cuando la palabra paz se vuelve ceniza en boca de los violentos, cuando las palabras Gaza, Ucrania, República Democrática del Congo, Afganistán, Haití dicen tan poco a tantas personas? ¿ Hemos quedado mudos de espanto, paralizados de impotencia ante la repetición de atrocidades que alguna vez juramos irrepetibles? ¿Cómo no alzarse hoy contra tanta ignominia? ¿Desde dónde?

El silencio no es alternativa

A los duelos colectivos se suman para muchos los duelos personales. La pérdida de un ser querido, incluso en circunstancias naturales, duele. Esa ausencia fisura, quiebra; fragmenta la percepción de sí, de lo cotidiano, del círculo familiar. Quisiéramos mantener el equilibrio anterior, la armonía (así fuera endeble), los vínculos que se tejían alrededor de quien ya no está. Aunque neguemos la muerte, nos irritemos contra la vida, nos aplaste la impotencia, caigamos en la depresión, salgamos por fin del pozo, hemos de aceptar que esta vida nuestra recorrerá sendas distintas. El duelo, cuando puede hacerse, sana.

En estos tiempos obscuros, reconocer lo perdido, recuperar el sentido de lo común, con-dolernos, defender el derecho a la memoria, aun sin esperanza, es rebelarnos contra este (nuevo) orden de crueldad e indiferencia.

Cortesía de El Economista



Dejanos un comentario: